Siguiendo
carretera adelante se divisa a distancia el pueblo de Labros, descolgado sobre
una ladera. De momento dejémoslo estar, volveremos más tarde. Ahora,
aprovechando el ramal que cruza a nuestra derecha, bajaremos hasta Milmarcos y
Fuentelsaz. Viajando camino de Milmarcos, nos sorprenderá en seguida, asentada
en la vertiente donde las sabinas y las carrascas han crecido con el favor de
los soles y de los años, la ermita de Santa
Catalina (siglo XII), todo un feliz descubrimiento aún en término municipal
de Hinojosa. Las impecables formas románicas de su portada oculta, así como los
vistosos arquillos del atrio, destacan resbalando frente a la luz del sol en
medio de la pradera y del bosque. Los vecinos de aquellos contornos, sensibles
lo mismo que sus antepasados al soplo de la tradición, suelen acudir en jornada
romera hasta las sombras de Santa Catalina el día 17 de agosto.
Milmarcos,
viniendo por donde acabamos de llegar, coge un poco a trasmano. En realidad,
para ir a Milmarcos desde Molina debe hacerse por la carretera de Calatayud que
abandonamos en Rueda. Por Milmarcos pasa el arroyo Guitón, afluente del Mesa,
al que se une en las afueras de Jaraba, antes de acabar en el embalse de La
Tranquera, en tierras de Zaragoza. Fue por tradición la villa más poblada de
toda la sexma del Campo, ahora ya no lo es, la despoblación de hace dos décadas
la dejó casi en cuadro. No obstante, posee una distribución urbanística y toda
una serie de edificios tan importantes, que la mantienen todavía en palmas del
interés, tales como las casonas de la antigua posada, la de los López
Montenegro, o el señorial palacete de los García Herreros. La Plaza Mayor es,
como todo en el pueblo, señorial y despejada. A un lado de la plaza queda el
severo edificio del Ayuntamiento, al otro la portada renacentista de la iglesia
de San Juan, de la que es aconsejable conocer el retablo mayor, manierista,
tallado en Calatayud durante la primera mitad del siglo XVII. La ermita de
Jesús Nazareno es otro de los edificios más destacados de Milmarcos; la mandó
construir a mediados del siglo XVIII uno de los magnates de la villa, don
Pascual Herreros; se ve adornada con profusión y finura, al gusto barroco de
aquel tiempo con ciertas tendencias versallescas.
Los
antiguos esquiladores de ganado, oficio muy corriente entre los habitantes de
Milmarcos y de Fuentelsaz, viajeros nómadas por tierras castellanas y
aragonesas durante dos o tres meses cada año, solían utilizar para entenderse
una jerga la mar de peculiar, llamada migaña
o mingaña, ya en desuso y a riesgo de desaparecer. Usaban la migaña siempre
que consideraban incorrecto el comportamiento del amo con los esquiladores, o
se hacía merecedor de algún reproche y deseaban manifestarlo estando él presente.
"Dica el vale, qué fila navega de manduga", en migaña quiere decir
"Mira el amo, qué cara de burro tiene".
Fuentelsaz
es el pueblo de la provincia más próximo a Milmarcos, y a la raya de Aragón
también en la cara norte del Barranco de Cimballa. Reliquia de su pasado violento,
porque la Historia lo quiso así, es lo poco que queda aún de su castillo
roquero. Fue esta villa madre de hijos ilustres, entre los que se pueden contar
tres obispos y una nutrida nómina de religiosos, catedráticos y jurisconsultos.
Todavía quedan sobre el muro de la iglesia parroquial los "vítores"
rituales que recuerdan, pese al andar de los siglos, la personalidad de todos
aquellos hombres singulares de los que se sigue honrando el pueblo de
Fuentelsaz.
EL
VALLE DEL RÍO MESA
Pero
volvamos otra vez hasta el pueblo de Labros, que dejamos atrás recostado sobre
la varga, muy cerca ya de donde abre el Valle del río Mesa. Labros, el viejo
pueblo molinés de origen presumiblemente romano, agoniza en la más absoluta
soledad por falta de gentes que pisen sus calles. He oído decir que a los
habitantes de Labros los apodan "pilatos", debido a que, si como se
piensa, aquella fue en otro tiempo la Labria de la Hispania romana de la que
hablan los cronistas latinos, tiene muchas probabilidades de haber sido la cuna
del mismísimo Poncio Pilato, personaje de primer orden en la Pasión de Cristo
como sabido es, lo que parece demasiado gratuito para que sea cierto. Los que
sí son reales ‑y allí están todavía para ser vistos por quien lo desee‑ son los
artísticos capiteles que adornan la portada románica de su iglesia; sólo eso
queda del bello templo que debió ser, desmoronado ahora en el barrio de arriba,
ignoro si aguardando, con paciencia de siglos, que el resto de Labros corra la
misma suerte.
Por Amayas, a cuya entrada hay un airoso pairón construido en 1896 en honor de las Animas, de San Roque y de San Antonio de Padua, se entra de hecho en el Valle del Mesa; todo un cambio brusco e inesperado en el contexto general del paisaje que nos ha venido acompañando desde las puertas de Molina, un mundo distinto. Bajar desde Amayas a Mochales significa, poco más o menos, descender de la hosca paramera y meterse en la Tierra de Promisión. Tal vez sea mero espejismo esa primera sensación, que a la hora de la verdad no se traduce en hechos concretos que afecten a la economía de una y de otra comarca, pero, en apariencia al menos, ese curioso fenómeno sí que se produce al bajar el pequeño puerto de carretera que, entre sabinas y otros arbustos improductivos, darán con nosotros, ya bien entrada la tarde en plena ribera del Mesa, en la hortelana y recoleta villa de Mochales. El río por aquí juega a esconderse graciosamente, para volver luego a la superficie.
Por Amayas, a cuya entrada hay un airoso pairón construido en 1896 en honor de las Animas, de San Roque y de San Antonio de Padua, se entra de hecho en el Valle del Mesa; todo un cambio brusco e inesperado en el contexto general del paisaje que nos ha venido acompañando desde las puertas de Molina, un mundo distinto. Bajar desde Amayas a Mochales significa, poco más o menos, descender de la hosca paramera y meterse en la Tierra de Promisión. Tal vez sea mero espejismo esa primera sensación, que a la hora de la verdad no se traduce en hechos concretos que afecten a la economía de una y de otra comarca, pero, en apariencia al menos, ese curioso fenómeno sí que se produce al bajar el pequeño puerto de carretera que, entre sabinas y otros arbustos improductivos, darán con nosotros, ya bien entrada la tarde en plena ribera del Mesa, en la hortelana y recoleta villa de Mochales. El río por aquí juega a esconderse graciosamente, para volver luego a la superficie.
En el
año de 1476, parece ser que el pueblo de Mochales pertenecía a don Iñigo López
de Mendoza, mientras que en los primeros años del siglo XIX era propiedad del
marqués de Casa Pavón. Fue alcalde de la villa mientras la Guerra de la Independencia
el legendario Antonio Alba, a quien los soldados de Napoleón ahorcaron en la
plaza pública, acusado de pasar alimentos a escondidas a los guerrilleros de la
Junta de Defensa de Molina en 1810. Hija honorable de este pueblo fue Eusebia
García García, nacida en 1909, con el nombre en religión de hermana Teresa del
Niño Jesús y de San Juan de la Cruz; una de las tres Mártires Carmelitas de
Guadalajara, beatificadas el 29 de marzo de 1987.
El río
Mesa nace en los ejidos del pueblo de Selas por la sexma del Sabinar; cambia de dirección a
las puertas de Anquela; pasa después por Mochales y continúa pegado a la
carretera hasta los límites de la provincia. Los huertos, y las pequeñas heredades
del regadío, ahora un poco dejadas a la ventura o sembradas de cereal, se van
sucediendo hasta llegar a Villel. En las laderas que bajan hasta el camino,
dan pomposa sombra las nogueras a caballo de cualquier bancal. Conviene repetir
que los campos por aquí, amparados en el bajo por la corriente vitalizadora del
río, son tierras de notorio privilegio a lo largo, y un poco también a lo ancho,
de toda la vega.
Villel
de Mesa se presenta como descolgado en la solana de un cerro que baja a
refrescar entre la fronda espesa de la ribera. El pueblo se distingue de otros
por la múltiple función de su Plaza Mayor, que sirve al tiempo de parque y de jardín.
Al lado de un curioso arco romano, que con tanto acierto conserva el pueblo
como adorno, crecen en perpetua actitud de desmayo los sauces, alternando con
los abetos y con los rosales en flor; entre tan delicada vegetación, salta
juguetona de uno al otro de sus cuatro niveles, el agua de un surtidor con
forma de tarta nupcial. Las callejuelas en ascenso de Villel son todo un laberinto
de rincones pintorescos, que alcanzan su mayor grado de tipismo en el pórtico
solitario y romántico de la iglesia parroquial. Por encima de todo, se elevan
encrespados, maltrechos y mal sostenidos sobre las rocas, los cuatro muros que
dejó el rayo en plena fiesta de San Bartolomé, pertenecientes al antiguo
castillo de los Fúnez. Justo al pie de la peña del Castillo, queda la casa
palacio de los marqueses de Villel, edificada en el siglo XVIII. Sin duda, tal
vez por lo que el pueblo tiene de contraste en todo lo que su contorno es; por
la gracia singular de sus edificaciones escalonadas; o por lo que de misterioso
pudiera tener el oscuro Olimpo de su castillo por encima de las casas, por
encima de la vida y de los hombres, nos encontramos en uno de los lugares más
atractivos paisajísticamente de todo el
Señorío Molinés. Quizá, sólo pueda por estas latitudes rivalizar en bellezas
naturales con Algar, el pueblo que nos disponemos conocer acto seguido.
Al
pequeño enclave de Algar de Mesa se entra por medio de festones rocosos. En
algar es protagonista la Naturaleza: el agua, los precipicios, el frescor
vespertino de las huertas, el perpetuo rumor de las chorreras, la placidez de
sus prados, la gracia de sus puentecillos elementales... Nada mejor para acabar
el día, y dormirse a placer al son cantarín de las aguas del río, donde los
pescadores de truchas son auténticos maestros en el oficio. Lo mismo que
Villel, Algar ofrece al visitante de manera gratuita la frondosidad de su
ribera, el bravío espectáculo de sus cortes rocosos, la pureza sin parangón de
su ambiente, pero, más que nada, el rugido
natural del arroyo que juega a saltar en cataratas trémulas por mitad de
los juncos y de las espadañas, relamiendo así, de día y de noche, el pedestal
de sus cimientos. Algar de Mesa hoy, ajeno a su pasado en causa común con la
historia particular de la vecina Villel, es dentro de su sencillez un pueblo
escandalosamente bello. A la salida, siempre a la vera del río, se deja ver,
pegada al viejo camposanto, la ermita patronal de Nuestra Señora de los
Albares, un nombre romántico para un lugar que también lo es.
(Las fotografías corresponden a la cúpula de la ermita de Jesús Nazareno de Milmarcos, pareja de capiteles de la iglesia románica de Labros, el paseo-pórtico de la iglesia de Villel con su castillo al fondo, y las chorreras del río Mesa por los bajos de Algar)
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