La
Alcarria, como hemos tenido ocasión de ver a lo largo de estos trabajos, da para mucho. Hoy volveremos
a tierras alcarreñas por una ruta con destacado interés. Pudiera ser Guadalajara, la capital de provincia, el
punto de partida. El sitio de destino Pastrana,
la Señora, una de las villas más distinguidas por su contenido histórico y artístico de toda la
región centro, incluyendo íntegras, naturalmente y sin excepción, las dos Castillas.
La ciudad
de Guadalajara se nos queda atrás, semianclada como un viejo galeón en el Valle del Henares. A ella habrá que regresar
en día no muy lejano para poner punto final a esta serie de viajes que nos han
venido ocupando durante tanto tiempo.
Como remate a las cuestas que dicen del
Sotillo, saliendo por la carretera de Cuenca, nos sorprenderá en las
altas alcarrias el señorial caserío de Miraflores, un extraño capricho
arquitectónico que, por ignorar, lo ignoran hasta los propios
alcarreños; señorial, desde luego que sí, y sinceramente novedoso; casi todos los edificios por allí
existentes, y el redondo palomar también, son obra de don
Ricardo Velázquez Bosco, nada menos, el arquitecto de hace ahora un
siglo que revolucionó a Madrid a través de su obra, y
que dejó en Guadalajara edificios tan sobresalientes
como la "Fundación de la Vega del Pozo", con el grandioso panteón
incluido, del que en su día habrá que
hablar necesariamente.
Una villa principal, la de Horche, nos queda a mano
según descendemos hacia la vega
del Tajuña. Horche tuvo rey moro, un hijo
ilustre que tradujo El Quijote
al latín
macarrónico, se distingue por su ardiente afición a la fiesta, y
está colocado, con mucho sentido común,
sobre uno de los más afortunados miradores
de la provincia. Durante las
últimas décadas se han hecho famosos en esta villa los talleres artesanos,
principalmente de talla en
madera y de restauración de imágenes.
Los horchanos suelen jactarse, con razón por cierto, de su bella
y acogedora Plaza Mayor.
Tendilla, abajo
ya en el valle del Arroyo de las
Vega, requiere cuando menos un poco de atención. Conviene detenerse en Tendilla. Ahí la tenemos, estirada en
soportales evocadores a lo largo de su
Calle Mayor. Bajo los soportales de Tendilla expusieron sus mercancías durante
más de cuatro siglos los guarnicioneros,
los cordeleros, los tejedores, los cereros, los
buhoneros y cambistas de casi toda España en la feria de San Matías
que duraba medio mes. En una
plazuela jardín de la Calle Mayor está
su monumental iglesia, inacabada, una iglesia que se fue haciendo a lo
largo de tres siglos y no se terminó nunca. No lejos
del pueblo, sobre un escondido altozano de pinos jóvenes, se conservan en lamentable estado los restos
del primitivo monasterio de Jerónimos de
Santa Ana de la Peña, fundado por don Iñigo López de Mendoza, hijo del Marqués
de Santillana y primer conde de Tendilla.
Las mejores pinturas de su retablo renacentista, flamencas del
siglo XVI, se lucen para mal nuestro en el museo de
Bellas Artes de Cincinati, en los Estados Unidos de América.
Destacable en Tendilla, aparte de
su estructura peculiar, al gusto de la
Castilla de capa y espada, la repostería tradicional de turrones, mazapanes y
bizcochos borrachos, que los amantes de lo auténtico suelen buscar en ciertas
épocas del año.
Subiendo entre curvas un largo trozo de camino algo
más adelante, un sencillo monolito nos recuerda que
por aquellos sequedales anduvo
ejerciendo como religioso de la
Orden de San Francisco el Cardenal
Cisneros. Fue en el desaparecido convento de
La Salceda, cuyas ruinas a manera
de torreón se ven justamente por encima
de nosotros. Tuvo gran importancia en su tiempo este convento de Religiosos Recoletos de Nuestra Señora
de la
Salceda. Por estos altiplanos cultivó la huerta conventual e hizo
milagros San Diego de Alcalá; de allí partió hacia la Corte fray Francisco
Jiménez de Cisneros para ser confesor de
Isabel la Católica. En sus recoletas y
ascéticas celdas se ejercitó en duras penitencias fray Julián de San Agustín, taumaturgo; dejando
su huella, así mismo,
el arzobispo fray Pedro González de Mendoza, hijo de los príncipes
de Eboli, y autor de la
Historia del Monte
Zelia, minucioso tratado de la vida del convento. La ley de
Desamortización acabó con todo, y tan sólo los lienzos de su ruina
dan testimonio de cuanto allí hubo.
El pueblo de Peñalver queda recostado sobre una
ladera a muy poca distancia de
donde ahora estamos. No se ve al pasar; hay que ir exprofeso en su busca para
conocerlo. Muchas de las calles de Peñalver son estrechas y pintorescas, con
rincones que definen como en pocos lugares del contorno la arquitectura popular
alcarreña. Es un pueblo de origen probablemente medieval, cabecera de
encomienda de la Orden de San Juan. Tuvo castillo, del que apenas se conservan unos cuantos pedazos de muro en lo
alto del cerro. Peñalver merece una
visita detenida al monumental edificio de
su iglesia de Santa Eulalia, con
portada de incipiente plateresco,
rica en ornamentos y relieves, pero
visiblemente dañada por los agentes atmosféricos y por otros muy diversos
durante los casi cinco
siglos que lleva en pie.
Bellísimo su retablo mayor, de
transición entre el arte gótico y el estilo renacimiento;
las dieciséis pinturas y la rica imaginería que adornan el altar, se encuentra entre lo más estimable que
existe en la diócesis.
Peñalver
es conocido, más que por el pueblo en sí, por
la tradicional actividad de sus
ciudadanos a lo largo de los dos o tres
últimos siglos. Ellos han sido, de manera muy especial, los encargados de promocionar y de distribuir por
distintos lugares del mundo y, desde luego, por todas las regiones
de España, el más
exquisito de nuestros productos: la miel. Hubo un tiempo en el que un setenta por ciento de los
vecinos de Peñalver, se dedicaron a la obtención y venta de la miel de la
Alcarria por infinidad de lugares.
En Fuentelencina
es obligado tomar la debida nota de sus
antiguas casonas solar, de la rejería de
buena forja conque se engalanan
algunas de ellas, y del
edificio con doble
galería acolumnada de su Ayuntamiento
en la Plaza Mayor, obra ejemplar del siglo XVI.
Dentro de
la iglesia de Fuentelencina conviene detenerse
a observar con detalle su retablo
mayor, renacentista como el que acabamos
de dejar en Peñalver, y como aquel con valiosas pinturas e imágenes del siglo
XVI. Se piensa que el autor material de
los trabajos de talla pudo ser Francisco Gilarte, discípulo de Berruguete,
del que se conocen en otros lugares de Castilla auténticos monumentos en ese
noble quehacer.
Son
famosas en Fuentelencina las fiestas de San Agustín, a finales de agosto, donde suelen tener, una
vez concluida la capea y la corrida de fiestas con el toro enmaromado, lo que
en varios pueblos de la Alcarria conocen por la fiesta de los huesos;
en ella se comen, entre los vecinos e invitados, las reses toreadas durante esos días.
Moratilla de los Meleros es otro de los
pueblos más significados de la comarca. El desvío después de Fuentelencina
aparece a un par de kilómetros, más o menos, cuando se sale con dirección a
Pastrana. Moratilla de los Meleros es pueblo de abundante frondosidad y de
bienestar notorio en la veguilla del arroyo que
los nativos conocen por Carraguadala. Es digna de verse, en el sitio justo
en donde se alza, la esbelta picota de la villa, al gusto renacentista del siglo XVI, sostenida
sobre cuatro o cinco gradas de piedra en escalón, y teniendo las choperas de la
vega siempre como telón de fondo. La
iglesia parroquial de Moratilla conserva, de
lo que hace siete siglos fue, tan sólo la portada
románica; muy valioso resulta en su interior el artesonado de
tradición mudéjar, obra del siglo XVI, cuya realización se atribuye
con no malos criterios al artífice alcalaíno
Alonso de Quevedo.
Desde Moratilla
de los Meleros, siguiendo adelante hasta la nacional 200, o volviendo atrás sobre lo andado
para seguir de nuevo
por la carretera que trajimos desde
Fuentelencina, todos los caminos
llevan a Pastrana.
(Las fotografías nos muestran:Un aspecto de los soportales de Tendilla; una panorámica de Peñalver, y la picota de Moratilla de los Meleros)
No hay comentarios:
Publicar un comentario