Hay que descubrirse,
amigo lector; o cuanto menos, hacer una leve
inclinación de reconocimiento antes de entrar en Pastrana. A la Villa
Ducal conviene venir con el
pensamiento lleno de buenos propósitos y con el alma limpia de
toda perversa inclinación. No todos
saben lo que es y lo que significa en el magno concierto de las tierras de la provincia la villa de Pastrana:
muchos de los pastraneros, por supuesto,
tampoco lo saben.
A Pastrana la que ahora
pisamos, la teresiana, la llamaron
Palaterna en tiempos del Imperio Romano, y Paterniana después. No hay duda
de que durante los cuatro o cinco primeros siglos
de nuestra era Pastrana debió ser
ya una ciudad distinguida, de la
que quiere la tradición que fuese San Avero su primer
obispo, allá por los años del
550. Un largo silencio en su historia
nos lleva al 1174, año en el que el rey Alfonso VIII dona a la Orden de Calatrava el castillo de Zorita, y
con él todas sus tierras y caseríos anejos,
entre los que se encontraba
Pastrana. Varios siglos más tarde, el emperador Carlos I vendió la
villa a
doña Ana de la Cerda, viuda de don diego de Mendoza, conde de Melito, con lo que comienza a resplandecer en
sitio tan importante de la Alcarria, una
nueva estrella de la constelación mendocina. En
el año de 1569, una nieta de la compradora, doña Ana de Mendoza y de
la Cerda, Princesa de Eboli, y su esposo Ruy Gómez
de Silva, consiguieron del rey Felipe II el título de Duques de Pastrana, lo que les dio ocasión para
emprender de inmediato la urbanización
y embellecimiento de la villa sin reparar en gastos, para lo que les fue
preciso buscar a los más diestros peritos en el
arte de la ornamentación y del tejido, mozárabes casi todos ellos, que
se establecieron en el barrio morisco
del Albaicín. La costosa puesta en pie del Palacio Ducal es
muestra del exquisito gusto de los primeros duques, y en especial de doña Ana
de Mendoza, mujer de carácter complicado
a la que el tiempo se encargó de
agrandar sus innegables defectos y de juzgar con injustificada parcialidad.
Fray Pedro González de Mendoza, arzobispo
hijo de los príncipes de Eboli, emprendió allá por
los inicios del siglo XVII la ampliación de la actual Colegiata, con el doble
fin de hacer de ella un digno templo
dedicado al culto, y un panteón familiar
para él y para sus padres, a los que amaba y admiraba con reverencia.
Por cualquiera
de las calles de Pastrana se
respiran al andar aires
renacentistas. Son tres los barrios más característicos que recuerdan al visitante la vida española
del siglo XVI, tal
como fue o tal como nos la imaginamos: Albaicín, Palacio, y el viejo barrio cristiano de San Francisco,
que tiene como culmen la voluminosa fábrica de la Colegiata.
En el barrio de Palacio
queda la llamada Plaza de la Hora,
nombre que le viene dado porque fue una
hora cada día el tiempo que la
desdichada Princesa de Eboli podía dedicar a la contemplación del mundo desde la famosa reja que da a
la plaza, durante los
largos años de prisión en su
propio palacio que hubo de cumplir, por mandato del rey Felipe II, hasta el día de su muerte. En el barrio de San Francisco están
los rincones pastraneros con más sabor a siglos. Callejuelas estrechas y
sombrías con aleros que casi se tocan,
empedrados aún muchos de ellos con guijarros y losas que conocieron aquellos
otros tiempos de histórica nobleza; encrucijadas
con enseñas piadosas a
la luz de
alguna lamparita que invitan a
pensar en el más allá y en la brevedad
de la vida durante las noches de
invierno, por las que a menudo deambula
y se santigua en la oscuridad de la noche alguna viejita enlutada. Luego los conventos: el de las
Monjas de Arriba en la que fuera Casa de
Moratín, que fundó Santa Teresa; todo ello sin
contar el de los frailes
Carmelitas, a media legua de la
villa, al que, dado su interés, dedicaremos al final
cumplido espacio. En el barrio del Albaicín, moruno como su nombre
indica, se adivina al pasar durante los
días grises de la Alcarria el trastaleo monótono de las ruecas y de los
viejos talleres de la hilandería. No
faltan quienes aseguran que el
cuadro de Las Hilanderas de
Diego Velázquez representa un
telar del barrio morisco de Pastrana.
A pesar de todo es la Colegiata, la iglesia
parroquial de la villa, la que recibe a
diario mayor número de visitantes. Y no es
sólo por el templo en sí, que
méritos tiene, sino por el
tesoro en arte y en valores históricos
que en él se conservan, recogido casi todo en el museo parroquial, del que
destacan los famosos tapices flamencos del rey Alfonso V de
Portugal.
Ya se adelantó que la
actual Colegiata de Pastrana se debe en
buena parte al arzobispo fray Pedro González de Mendoza, cuyos restos y los de
sus padres, como ese era su propósito,
descansan allí. Se levantó sobre
otra iglesia gótica ya existente que fue
aprovechada como coro al fondo de la nave central. Las obras del edificio,
tal y como hoy puede verse, se
iniciaron en 1637 y
concluyeron cinco años más tarde. Consta
de tres naves, capilla mayor y crucero. El coro queda como se ha dicho al
fondo de
la nave central, con valiosa sillería de nogal que, en los actos de gran
solemnidad, solía ocupar en su tiempo uno de los
cabildos más numerosos de España, sin contar el de la catedral de Toledo. El
retablo mayor es de colosales
proporciones, obra de Matías Jimeno. Se adorna con diez cuadros que
representan imágenes de santas
mujeres, de vírgenes y mártires al
gusto manierista, además de un
lienzo en la parte superior con la imagen de
Cristo en la Cruz, y otro en el
centro con la verdadera imagen de San Francisco.
El enterramiento de lo primeros duques y de otros
muchos Mendozas más se encuentra
en una cripta que hay bajo el
presbiterio de la iglesia. La cripta ofrece forma de cruz, con un altar pequeño
como fondo del pasillo. Los sepulcros,
situados por ambas caras, llevan inscritos sus correspondientes epitafios que
recuerdan el nombre y la fecha
de fallecimiento de
toda aquella nobleza mendocina.
Resultan especialmente emotivos los cofres
sepulcrales que contienen los
despojos de los primeros duques, Ruy Gómez de Silva, príncipe de Eboli, y su
esposa doña Ana de Mendoza y de la Cerda, muerta en la
solitaria habitación de su
palacio en febrero de 1592. Bajo el suelo de
la cripta fueron sepultados, así
mismo, los restos mortales de muchos Mendozas
más, traídos desde el convento de San Francisco de Guadalajara, años después del saqueo y de la profanación
de los que fueron
víctima cuando la invasión de los
franceses; entre ellos tal vez se encuentren los del autor de
las Serranillas y los de los primeros duques del Infantado.
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