lunes, 10 de diciembre de 2012

Rutas turísticas: A PASTRANA POR CAMINOS DE MIEL (II)


   
     Hay que descubrirse, amigo lector; o cuanto menos, hacer una  leve inclinación de reconocimiento antes de entrar en Pastrana.   A la Villa  Ducal  conviene venir con el pensamiento lleno  de  buenos propósitos y con el alma limpia de toda perversa inclinación.  No todos saben lo que es y lo que significa en el magno concierto de las  tierras de la provincia la villa de Pastrana: muchos de  los pastraneros, por supuesto, tampoco lo saben.
     A Pastrana la que ahora pisamos, la teresiana, la  llamaron Palaterna en tiempos del Imperio Romano, y Paterniana después. No hay  duda  de que durante los cuatro o cinco primeros  siglos  de nuestra  era Pastrana debió ser ya una ciudad distinguida, de  la que  quiere  la tradición que fuese San Avero su  primer  obispo, allá  por los años del 550. Un largo silencio en su historia  nos lleva al 1174, año en el que el rey Alfonso VIII dona a la  Orden de Calatrava el castillo de Zorita, y con él todas sus tierras  y caseríos  anejos,  entre los que se encontraba  Pastrana.  Varios siglos  más tarde, el emperador Carlos I vendió la villa  a  doña Ana de la Cerda, viuda de don diego de Mendoza, conde de  Melito, con lo que comienza a resplandecer en sitio tan importante de  la Alcarria, una nueva estrella de la constelación mendocina. En  el año de 1569, una nieta de la compradora, doña Ana de Mendoza y de la  Cerda,  Princesa de Eboli, y su esposo Ruy  Gómez  de  Silva, consiguieron  del rey Felipe II el título de Duques de  Pastrana, lo que les dio ocasión para emprender de inmediato la  urbaniza­ción y embellecimiento de la villa sin reparar en gastos, para lo que les fue preciso buscar a los más diestros peritos en el  arte de la ornamentación y del tejido, mozárabes casi todos ellos, que se  establecieron en el barrio morisco del Albaicín.  La  costosa puesta en pie del Palacio Ducal es muestra del exquisito gusto de los primeros duques, y en especial de doña Ana de Mendoza,  mujer de carácter complicado a la que el tiempo se encargó de  agrandar sus innegables defectos y de juzgar con injustificada  parciali­dad.  Fray  Pedro  González de Mendoza,  arzobispo  hijo  de  los príncipes de Eboli, emprendió allá por los inicios del siglo XVII la ampliación de la actual Colegiata, con el doble fin de  hacer de ella un digno templo dedicado al culto, y un panteón  familiar para él y para sus padres, a los que amaba y admiraba con  reve­rencia.
     Por  cualquiera  de las calles de Pastrana se  respiran  al andar aires renacentistas. Son tres los barrios más característi­cos  que recuerdan al visitante la vida española del  siglo  XVI, tal  como fue o tal como nos la imaginamos: Albaicín, Palacio,  y el viejo barrio cristiano de San Francisco, que tiene como culmen la voluminosa fábrica de la Colegiata.
     En el barrio de Palacio queda la llamada Plaza de la  Hora, nombre  que le viene dado porque fue una hora cada día el  tiempo que la desdichada Princesa de Eboli podía dedicar a la contempla­ción  del mundo desde la famosa reja que da a la  plaza,  durante los  largos  años de prisión en su propio palacio que hubo de cumplir, por mandato del rey Felipe II, hasta el día de su  muerte. En el barrio de San Francisco están los rincones pastraneros con más  sabor a siglos. Callejuelas estrechas y sombrías con  aleros que casi se tocan, empedrados aún muchos de ellos con guijarros y losas que conocieron aquellos otros tiempos de histórica noble­za; encrucijadas  con  enseñas  piadosas a  la  luz  de  alguna lamparita  que invitan a pensar en el más allá y en la  brevedad de  la vida durante las noches de invierno, por las que a  menudo deambula y se santigua en la oscuridad de la noche alguna vieji­ta  enlutada. Luego los conventos: el de las Monjas de Arriba  en la que fuera Casa de Moratín,  que fundó Santa Teresa; todo  ello sin  contar  el de los frailes Carmelitas, a media  legua  de  la villa,  al  que, dado su interés, dedicaremos al  final  cumplido espacio. En el barrio del Albaicín, moruno como su nombre indica, se  adivina al pasar durante los días grises de la  Alcarria  el trastaleo monótono de las ruecas y de los viejos talleres de  la hilandería.  No  faltan quienes aseguran que el  cuadro  de  Las Hilanderas  de  Diego Velázquez representa un  telar  del  barrio morisco de Pastrana.
     A  pesar de todo es la Colegiata, la iglesia parroquial  de la villa, la que recibe a diario mayor número de visitantes. Y no es  sólo  por el templo en sí, que méritos tiene,  sino  por  el tesoro  en arte y en valores históricos que en él  se  conservan, recogido  casi todo en el museo parroquial, del que destacan  los famosos  tapices flamencos del rey Alfonso V de Portugal.
     Ya se adelantó que la actual Colegiata de Pastrana se  debe en buena parte al arzobispo fray Pedro González de Mendoza, cuyos restos y los de sus padres, como ese era su propósito,  descansan allí.  Se levantó sobre otra iglesia gótica ya existente que  fue aprovechada como coro al fondo de la nave central. Las obras  del edificio,  tal  y como hoy puede verse, se iniciaron  en  1637  y concluyeron  cinco años más tarde. Consta de tres naves,  capilla mayor  y crucero. El coro queda como se ha dicho al fondo  de  la nave central, con valiosa sillería de nogal que, en los actos  de gran  solemnidad, solía ocupar en su tiempo uno de  los  cabildos más numerosos de España, sin contar el de la catedral de  Toledo. El  retablo  mayor es de colosales proporciones, obra  de  Matías Jimeno.  Se adorna con diez cuadros que representan  imágenes  de santas  mujeres,  de  vírgenes y mártires  al  gusto  manierista, además de un lienzo en la parte superior con la imagen de  Cristo en  la Cruz, y otro en el centro con la verdadera imagen  de  San Francisco.

     El  enterramiento de lo primeros duques y de  otros  muchos Mendozas  más se encuentra en una cripta que hay  bajo el presbiterio de la iglesia. La cripta ofrece forma de cruz, con un altar pequeño como fondo del pasillo. Los sepulcros,  situados por ambas caras, llevan inscritos sus correspondientes epitafios que  recuerdan  el nombre y la fecha de  fallecimiento  de  toda aquella  nobleza mendocina. Resultan especialmente  emotivos  los cofres  sepulcrales  que contienen los despojos de  los  primeros duques,  Ruy Gómez de Silva, príncipe de Eboli, y su esposa  doña Ana  de Mendoza y de la Cerda, muerta en la solitaria  habitación de  su  palacio en febrero de 1592. Bajo el suelo  de  la  cripta fueron sepultados, así mismo, los restos mortales de muchos Men­dozas  más, traídos desde el convento de San Francisco de Guadalajara,  años después del saqueo y de la profanación de  los que  fueron  víctima cuando la invasión de los  franceses;  entre ellos  tal vez se encuentren los del autor de las  Serranillas  y los de los primeros duques del Infantado.

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