EL PANTEON DE LA VEGA DEL POZO
Guadalajara
tiene como distintivo, aparte de otros monumentos que ya conocemos, el famoso
panteón cuya cúpula bizantina refulge a todos los soles, allá por el saliente,
no lejos del conocido paraje de extramuros al que la gente conoce por la Fuente
de la Niña. Se llega a él siguiendo hasta el final el Paseo de San Roque, y se
distingue por su elegante empaque, por su línea exacta y, desde luego, por
traslucir en la piedra el nombre de un laureado arquitecto del pasado siglo, el
de su autor.
Todo
en la Fundación de la Vega del Pozo,
incluso el Panteón, es consecuencia de la generosidad piadosa de una mujer
rica, doña María Diega Desmaissieres y Sevillano, quien decidió emplear una
buena parte de su hacienda en levantar una casa donde pudieran ser acogidos los
ancianos pobres y otros marginados que, ya por aquellos años postreros del
siglo XIX, deberían abundar en los barrios menos afortunados de la ciudad. De
paso, la buena señora quiso prepararse su propio enterramiento con toda la suntuosidad
que, en aquellos tiempos de gran imaginación arquitectónica, fuera capaz de
dar el mundo del arte. El resultado queda ahí, palpable; un monumento único
como centro de toda la obra benéfica de aquella mujer. El trazado y dirección
de las obras se debe al arquitecto Velázquez Bosco, considerado como una de las
primeras figuras en el arte de la construcción de finales del pasado siglo, quien, dicho sea de paso,
dejó en Guadalajara lo mejor de su obra.
El
edificio principal de la Fundación tiene una fachada de piedra caliza,
lujosamente trabajada, con profusión de detalles neorrománicos muy de acuerdo
con la galanura de los restantes edificios, como parte quizá más visible del
conjunto entero. Dentro hay un artístico claustro cubriendo jardín, encuadrado
por cuatro filas de arcos sobre columnas y capiteles que intentan actualizar lo
más escogido del arte románico español ya existente en los viejos monasterios
medievales. La iglesia guarda, por su parte, la línea general del mencionado
estilo sólo por fuera, pues en el interior se desborda en adornos góticos y
mudéjares, entre otros motivos más inspirados en la arquitectura renacentista
de Guadalajara.
Pero
estamos ahora fuera de la casa madre, en el vallado de las huertas de la Fundación.
Como canto solemnísimo en piedra labrada milimétricamente, con asombrosa
pulcritud, se levanta el soberbio monumento del Panteón. Hablábamos antes de la cúpula en media naranja que lo
cubre, rematada por una corona ducal y una cruz de piedra. Por debajo, en
cualquiera de sus caras distribuidas en forma de cruz, entran en juego todas
las posibilidades ornamentales de las maneras al uso, de los estilos más
variados y de todo cuanto los materiales inertes son capaces de dar cuando no
se ponen obstáculos al sabio laborar de los picapedreros, es decir, la estampa
de lo sublime prácticamente total. El estilo románico lombardo presenta, en
este grandioso monumento guadalajareño, una muestra verdaderamente antológica.
En su interior, capilla y cripta, abundan los mármoles, los jaspes, los
mosaicos, y todos aquellos recursos materiales capaces de aportar algo al
embellecimiento del edificio. Tras el altar de la capilla hay un óleo sobre
tabla, de moderna concepción, que representa la escena del Calvario; lo pintó
Alejandro Ferrant con un fondo de oro viejo. El mausoleo de la fundadora
propiamente dicho ocupa el centro de la cripta, subterráneo, justo por debajo
de la capilla. Se trata de un conjunto escultórico funerario, según los cánones
modernistas de primeros de siglo, verdaderamente encomiable. Para la ejecución
empleó García Díaz, su benemérito escultor, el bronce y el mármol como
materiales básicos.
GUADALAJARA,
FIESTAS Y CELEBRACIONES
Si
alguna vez acuerdas, amigo lector, llegarte hasta Guadalajara en la mañana del
Corpus, tendrás ocasión de asistir como espectador al desfile que en el
procesión multitudinaria del Santísimo hace realidad cada año, desde el siglo
XVI, la cofradía de Los Apóstoles.
Trece personajes, vestidos rigurosamente con los atuendos que debieron estar al
uso en la Palestina de hace dos milenios, representan en esta procesión a la
persona de Cristo y a las de sus doce apóstoles.
El
origen de esta piadosa asociación guadalajareña es impreciso. Hay razones con
cierto fundamento para pensar que a principios del siglo XVI, si no antes, ya
se había instituido como tal. Un documento manuscrito del año 1625, aparecido
en los archivos municipales, habla de
una partida presupuestaria en aquel ejercicio destinada al "Cabildo de Los
Apóstoles". Consta así mismo que con motivo de la invasión francesa de
1808 se suspendieron sus funciones, y luego de resurgir hubo de disolverse en
algún otro momento, por prohibición expresa de los actos públicos de culto y de
todo aquello que supusiera piedad popular, coincidiendo con determinadas épocas
de la Historia Moderna. Pero la cofradía de Los Apóstoles está ahí, activa e
ilusionada, llenando de interés cada año la procesión del Corpus Christi,
desfilando con seriedad ejemplar y elegancia por las principales calles de la
ciudad, entre cientos de chiquillos de primera comunión al abrigo más que
molesto de las túnicas y de las barbas postizas, sin volver la vista atrás ‑lo
dicen las ordenanzas‑ a no ser que el cofrade prefiera pagar el importe de la
multa estipulada para tal caso, circunstancia que, por respeto a la propia
Cofradía, jamás suele darse. El personaje que encarna la figura de Jesús,
cuenta con el privilegio de poder mirar hacia atrás, si lo cree necesario,
hasta tres veces en toda la procesión.
A la Cofradía de los Apóstoles se entra por
derechos de herencia. No puede pertenecer a ella cualquier persona que lo
desee. Siempre el hijo mayor de alguno de su miembros será quien
estatutariamente se encargue en su día de tomar el testigo de la continuidad,
si bien, en circunstancias concretas y por esa vez, puede delegar en un hermano
de sangre o en cualquier amigo varón. Está escrito que los miembros de la
Hermandad han de ser en todo caso mayores de 25 años; que no hayan sido procesado
jamás ni sean blasfemos; que vengan de buena familia, honrada y religiosa; y,
si son casados, que sus mujeres se sientan tan gustosas como ellos de que los
maridos pertenezcan a la cofradía. La cuota de entrada, según las ordenanzas,
consiste en el pago de una libra de almendras.
Durante
el mes de septiembre ‑el día 8 como primer día‑ celebra Guadalajara la festividad
de Nuestra Señora de la Antigua,
alcaldesa honoraria y patrona de la ciudad. Es muy vistosa la procesión que
tiene lugar a la caída de la tarde, en la que se devuelve a su santuario la
imagen de la Virgen, que llegará acompañada de autoridades eclesiásticas y
civiles, de jovencitas ataviadas con el traje regional alcarreño, de banda de
música y de miles de devotos.
Sólo
unos días después tienen lugar las llamada "Ferias de Otoño", con una
semana de duración, en la que la ciudad cambia de aspecto y de ritmo en su
vivir durante esas fechas, para dar paso al festejo, sonoro y desenfadado, que
de alguna manera desde hace una docena de años protagonizan "las
peñas"; a las cabalgatas y a los encierros; a los festejos taurinos, y a
otras muchas atracciones más que cada año consiguen sacar de su sitio a miles
y miles de visitantes escapados de la provincia a ciertas horas de la tarde. Es
el tiempo de la
Guadalajara en la calle, la hora festiva de la capital en la
que cada vecino, de una o de otra manera, acostumbra participar según sus
apetencias.
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