A
nuestros tres pantanos mesetarios por antonomasia: Entrepeñas, Buendía y Bolarque, se les distinguió por aquellos
años de la primera fiebre turística que vivimos los españoles,
con nombres tan horteras y fuera de lugar como "El Mar de Castilla", "La ruta de los
lagos", "Los lagos de Castilla", y no sé si algún apelativo
más por ese mismo estilo, tan
propios de una España
en convalecencia y no falta de buenos deseos por hacerse notar. La
cosa es que, con todo aquello, a la gente de
tierra adentro le dio por venir a rueda de seiscientos durante los fines
de semana, sobre todo desde la capital del Estado por aquello de la
proximidad; incluso se empezaron a levantar
los primeros "clubs náuticos", los hotelitos de recreo en la
árida costa alcarreña; se
pusieron de moda los pantaloncitos
cortos, las camisetas porteñas,
las lanchas motoras, las cañas de pescar
en edición de lujo y vaya usted a saber. Algunos de los pueblos afectados por la venida de las aguas
notaron un pronto beneficio; otros, no obstante, no se debieron enterar
demasiado y se pusieron cuando llegó el momento a la cola de la doliente
nómina de la emigración como si tal
cosa. Los olivos alcarreños comenzaron a
acusar en seguida los efectos del abandono, y las riberas
del Tajo y del Guadiela se
cubrieron en cuestión de meses con miles
de millones de metros cúbicos de agua sobrante sus campos.
La revolución en las formas de
vivir estaba servida; los sueños y proyectos de miles de paisanos parecían
encarrilados por senderos de
prosperidad. Como siempre
ocurre cuando la
realidad palpable se apoya en la
ficción más que movediza, aquello tocó
fondo al cabo de los años; las aguas comenzaron a bajar de nivel, y las tierras
ribereñas de estos embalses, para bien o para
mal, han vuelto a colocar las
cosas en su sitio; y ahí están, retazo
entrañable de nuestra geografía, complicadas y
provocadoramente hermosas
por mérito propio como ahora
veremos; pasando a ser
aquello de las aguas una circunstancia accidental, una pesadilla en
noche de verano de las que nadie estamos exentos, que, a la
larga, ni dejó ni quitó apenas nada; tal
vez dañara en parte el paisaje
tradicional de la Alcarria, pero qué le vamos a hacer.
Hoy nos disponemos a caminar por aquellos lares de nuestra provincia; entrando
y saliendo, según convenga, en
la castiza Ruta de los pantanos
cuando el interés de las cosas así lo recomiende. Conviene
dejar claro antes de meterse
en camino que, apartando intencionadamente lo que en
realidad no es por allí la esencia de la
Alcarria, nos encontramos en una de las zonas menos conocidas y más
sorprendentes de la geografía guadalajareña. Casi todo al andar resultará para
muchos novedoso, lo que convierte el camino en apacible y gratificador.
CIFUENTES
La
villa de Cifuentes se recoge en el
fondo de una extensa hoya, con las
torres del Salvador y de Santo Domingo como enseña, un poco a
la sombra del viejo castillo de don Juan
Manuel. En Cifuentes, como en
tantos otros lugares de Castilla y de la propia alcarria, se hace presente al
volver de cada esquina el peso de la
Historia.
Bueno será advertirte, querido lector, que por
aquellos andurriales alcarreños
hicieron parada y fonda los romanos. Así
lo dejan
de manifiesto las
excavaciones sobre una
ciudad desconocida cerca de Gargolillos. Nada sobre la historia de Cifuentes se sabrá a partir de entonces en
un montón de siglos. Sí es seguro que el
Rey Sabio convirtió a Cifuentes en Señorío,
con algunas tierras más de sus contornos, para ofrecerlo a doña Mayor
Guillén de Guzmán, su amante, que de esa manera pasó
a ser
su primera señora. En el siglo XV, había pasado todo a ser posesión del infante don Juan Manuel, el de
las buenas letras y el carácter
turbulento, quien hacia 1324 puso en marcha la construcción de la fortaleza, cuyas ruinas todavía enseña
Cifuentes, con su desgastado blasón junto a la puerta.
Son muchos los grandes personajes que por una u otra razón estuvieron relacionados con el
Castillo, además del propio infante do Juan Manuel. De entre todos ellos
merece referirse al Condestable de Castilla, don Alvaro de Luna, que por
concesión expresa del rey Juan II llegaría a ser Señor de
Cifuentes; y don Fernando
de Antequera, que
esperó dentro de sus
muros el desenlace a su
favor del Compromiso de Caspe; y
doña Ana de Mendoza,
Princesa de Eboli, que nació allí y perdió siendo niña el ojo derecho mientras jugaba
inocentemente junto al solar fortaleza
de sus mayores.
De las muchas
horas amargas que padeció la villa,
el Castillo fue testigo desde su atalaya del incendio a que la sometió Felipe V, por haberse situado al lado del
Archiduque cuando los últimos
coletazos de la Guerra de
Sucesión; del incendio voraz que volverían a repetir los
soldados franceses del general
Hugo, al
abandonarla bajo la férrea presión
de El Empecinado cuando la Independencia; y de los bombardeos, en
fin, de 1936 a muchos de sus monumentos que quedaron
seriamente dañados, habiéndose podido recuperar en posteriores
arreglos casi íntegra su primitiva
imagen, como es el caso de la oronda espadaña barroca del convento de Santo Domingo.
Cuando se va a Cifuentes son muchos los motivos de interés que
pueden reclamar la atención del visitante al andar por
sus calles. Puestos a
sacar de entre todos
ellos, será justo referirse en
primer lugar a la portada
tardorrománica de la iglesia del Salvador, una de las más
completas en este estilo de las que
pueden admirarse en la provincia y que son muchas.
Se construyó entre 1261 y 1268.
Uno de los cuerpecillos esculpidos que adornan la última archivolta, representa al
obispo de Sigüenza que por aquellos años ocupaba la
sede: "ANDREAS EPS SEGUNTINUS" se puede leer escrito sobre la
carteleta que lo identifica. La
portada, a la que llaman de Santiago, es
lo único que queda en pie de la primitiva iglesia
románica cifontina, levantada, cabe
suponer, bajo el favor de su primera señora doña Mayor en el siglo XIII.
En la misma plaza en la que está
situada la parroquia de Cifuentes
queda el ya referido convento
de Santo
Domingo, de finales del
siglo XVI, con el escudo sobre portada
del obispo fray Pedro de Tapia,
dominico, que ostentó la prelacía
seguntina desde 1645. En otra cara de la plazuela que dicen de la Provincia,
se ofrecen los artísticos relieves de un
escudo familiar, mayor en tamaño
de lo que es habitual en esta clase de
emblemas. Un juego complicado de figuras en el que se cuentan
leones rampantes, ángeles alados,
escalas, puentes, caretas y penachos, que sirven de exquisito ornamento a un
palacete al que la gente conoce por Casa de los Gallos.
Casi todas las fuentes, de las cien que dan nombre al pueblo, nacen al
pie del cerro del Castillo, concluyendo en un canal que arrastra las aguas hacia la mayor de todas
ellas: la Fuente de la Balsa. Nace a borbotones de una covacha que
hay a ras de suelo
bajo mínima arcada, en
apariencia románica, cuyo
manar lleva anejo un enorme balsón cristalino por el que,
en algún tiempo, nadaron en
libertad los pequeños alevines de la trucha
y algunos ejemplares adultos de buen tamaño.
Desde Cifuentes, y antes de seguir caminando por la carretera de
Trillo, merece la pena escaparse hacia
los solitarios pueblecitos de Ruguilla, de Sotoca, de Huetos y de
Carrascosa; este último, rayano a la comarca serrana del alto Tajo, sorprende
al viajero no prevenido con el delicado joyel de su iglesia casi
subterránea. En Ruguilla se ciernen como en
un remolino todos los vientos de
la Alcarria. Dicen ─sin que les falte razón, y
pienso que nadie se molestará por ello─ que en los colmenares de
Ruguilla se corta la mejor miel de todas las Alcarrias; también, yo añadiría que los paisajes más
conmovedores se dan allí, en rincones
concretos de sus tierras cercanas: un adelanto a los paraísos que vendrán más adelante al
chocar con el Tajo.
(En las fotografías, todo Cifuentes: La Fuente de la Balsa; La Plaza Mayor desde la Barbacana, y Portada románica de la iglesia)
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