lunes, 3 de junio de 2013

Rutas turísticas: EN LA RUTA DE LOS PANTANOS ( I )



  
   A nuestros tres pantanos mesetarios por antonomasia: Entre­peñas,  Buendía y Bolarque, se les distinguió  por aquellos  años de  la  primera fiebre turística que vivimos los  españoles,  con nombres tan horteras y fuera de lugar como "El Mar de  Castilla", "La ruta de los lagos", "Los lagos de Castilla", y no sé si algún  apelativo  más por ese mismo estilo, tan  propios  de  una España  en convalecencia y no falta de buenos deseos por  hacerse notar.  La  cosa es que, con todo aquello, a la gente  de  tierra adentro le dio por venir a rueda de seiscientos durante los fines de semana, sobre todo desde la capital del Estado por aquello  de la  proximidad;  incluso  se empezaron a  levantar  los  primeros "clubs  náuticos",  los hotelitos de recreo en  la  árida  costa alcarreña;  se  pusieron de moda los pantaloncitos  cortos,  las camisetas porteñas, las lanchas motoras, las cañas de pescar  en edición  de  lujo y vaya usted a saber. Algunos  de  los  pueblos afectados por la venida de las aguas notaron un pronto beneficio; otros, no obstante, no se debieron enterar demasiado y se pusie­ron cuando llegó el momento a la cola de la doliente nómina de la emigración  como si tal cosa. Los olivos alcarreños comenzaron  a acusar  en  seguida los efectos del abandono, y las  riberas  del Tajo  y del Guadiela se cubrieron en cuestión de meses con  miles de  millones  de metros cúbicos de agua sobrante sus  campos.  La revolución  en las formas de vivir estaba servida; los  sueños  y proyectos de miles de paisanos parecían encarrilados por  sende­ros  de  prosperidad.  Como siempre ocurre  cuando  la  realidad palpable  se apoya en la ficción más que movediza, aquello  tocó fondo al cabo de los años; las aguas comenzaron a bajar de nivel, y las tierras ribereñas de estos embalses, para bien o para  mal, han  vuelto a colocar las cosas en su sitio; y ahí están,  retazo entrañable de nuestra geografía, complicadas y  provocadoramente hermosas  por  mérito propio como ahora veremos;  pasando  a  ser aquello de las aguas una circunstancia accidental, una  pesadilla en  noche de verano de las que nadie estamos exentos, que,  a  la larga,  ni dejó ni quitó apenas nada; tal vez dañara en parte  el paisaje tradicional de la Alcarria, pero qué le vamos a hacer.
     Hoy nos disponemos a caminar por aquellos lares de  nuestra provincia;  entrando  y saliendo, según convenga, en  la  castiza Ruta de los pantanos cuando el interés de las cosas así lo reco­miende.  Conviene  dejar claro antes de meterse  en  camino  que, apartando intencionadamente lo que en realidad no es por allí  la esencia de la Alcarria, nos encontramos en una de las zonas menos conocidas y más sorprendentes de la geografía guadalajareña. Casi todo al andar resultará para muchos novedoso, lo que convierte el camino en apacible y gratificador.


     CIFUENTES


     La villa de Cifuentes se recoge en el fondo de una  extensa hoya, con las torres del Salvador y de Santo Domingo como enseña, un  poco  a la sombra del viejo castillo de don Juan  Manuel.  En Cifuentes, como en tantos otros lugares de Castilla y de la pro­pia alcarria, se hace presente al volver de cada esquina el  peso de la Historia.
     Bueno  será  advertirte, querido lector, que  por  aquellos andurriales  alcarreños hicieron parada y fonda los romanos.  Así lo  dejan  de  manifiesto  las  excavaciones  sobre  una  ciudad desconocida cerca de Gargolillos. Nada sobre la historia de  Ci­fuentes se sabrá a partir de entonces en un montón de siglos.  Sí es seguro que el Rey Sabio convirtió a Cifuentes en Señorío,  con algunas tierras más de sus contornos, para ofrecerlo a doña Mayor Guillén  de  Guzmán, su amante, que de esa manera pasó a  ser  su primera señora. En el siglo XV, había pasado todo a ser  posesión del infante don Juan Manuel, el de las buenas letras y el carác­ter  turbulento, quien hacia 1324 puso en marcha la  construcción de  la fortaleza, cuyas ruinas todavía enseña Cifuentes,  con  su desgastado blasón junto a la puerta.
     Son muchos los grandes personajes que por una u otra  razón estuvieron relacionados con el Castillo, además del propio infan­te do Juan Manuel. De entre todos ellos merece referirse al  Con­destable  de Castilla, don Alvaro de Luna, que por concesión  ex­presa  del rey Juan II llegaría a ser Señor de Cifuentes;  y  don Fernando  de  Antequera,  que  esperó dentro  de  sus  muros  el desenlace  a  su favor del Compromiso de Caspe; y  doña  Ana  de Mendoza,  Princesa de Eboli, que nació allí y perdió siendo  niña el ojo derecho mientras jugaba inocentemente junto al solar  for­taleza de sus mayores.
     De  las  muchas  horas amargas que padeció  la  villa,  el Castillo fue testigo desde su atalaya del incendio a que la some­tió  Felipe V, por haberse situado al lado del Archiduque  cuando los  últimos  coletazos de la Guerra de  Sucesión;  del  incendio voraz que volverían a repetir los soldados franceses del  general Hugo,  al  abandonarla bajo la férrea presión  de  El  Empecinado cuando  la Independencia; y de los bombardeos, en fin, de 1936  a muchos  de sus monumentos que quedaron seriamente  dañados,  ha­biéndose podido recuperar en posteriores arreglos casi íntegra su primitiva  imagen, como es el caso de la oronda espadaña  barroca del convento de Santo Domingo.

     Cuando se va a Cifuentes son muchos los motivos de  interés que  pueden reclamar la atención del visitante al andar  por  sus calles.  Puestos  a  sacar  de entre  todos  ellos,  será  justo referirse  en  primer lugar a la portada  tardorrománica  de  la iglesia del Salvador, una de las más completas en este estilo  de las  que  pueden admirarse en la provincia y que son  muchas.  Se construyó  entre 1261 y 1268. Uno de los cuerpecillos  esculpidos que  adornan la última archivolta, representa al obispo  de  Si­güenza que por aquellos años ocupaba la sede: "ANDREAS EPS SEGUN­TINUS" se puede leer escrito sobre la carteleta que lo  identifi­ca.  La  portada, a la que llaman de Santiago, es  lo  único  que queda en pie de la primitiva iglesia románica cifontina, levanta­da,  cabe suponer, bajo el favor de su primera señora doña  Mayor en el siglo XIII.
     En  la misma plaza en la que está situada la  parroquia  de Cifuentes  queda  el ya referido convento de  Santo  Domingo,  de finales  del  siglo XVI, con el escudo sobre portada  del  obispo fray Pedro de Tapia, dominico, que ostentó la prelacía  seguntina desde 1645. En otra cara de la plazuela que dicen de la  Provin­cia,  se ofrecen los artísticos relieves de un  escudo  familiar, mayor en tamaño de lo que es habitual en esta clase de  emblemas. Un juego complicado de figuras en el que se cuentan leones  ram­pantes, ángeles alados, escalas, puentes, caretas y penachos, que sirven de exquisito ornamento a un palacete al que la gente cono­ce por Casa de los Gallos.
     Casi todas las fuentes, de las cien que dan nombre al pue­blo, nacen al pie del cerro del Castillo, concluyendo en un canal que  arrastra las aguas hacia la mayor de todas ellas: la  Fuente de  la Balsa. Nace a borbotones de una covacha que hay a  ras  de suelo  bajo  mínima arcada, en apariencia  románica,  cuyo  manar lleva  anejo  un enorme balsón cristalino por el  que,  en  algún tiempo, nadaron en libertad los pequeños alevines de la trucha  y algunos ejemplares adultos de buen tamaño.
     Desde Cifuentes, y antes de seguir caminando por la carre­tera  de  Trillo, merece la pena escaparse hacia  los  solitarios pueblecitos  de Ruguilla, de Sotoca, de Huetos y  de  Carrascosa; este último, rayano a la comarca serrana del alto Tajo,  sorpre­nde  al viajero no prevenido con el delicado joyel de su  iglesia casi  subterránea.  En Ruguilla se ciernen como  en  un  remolino todos los vientos de la Alcarria. Dicen ─sin que les falte razón, y  pienso que nadie se molestará por ello─ que en los  colmenares de  Ruguilla se corta la mejor miel de todas las Alcarrias;  también, yo añadiría que los paisajes más conmovedores se dan  allí, en rincones concretos de sus tierras cercanas: un adelanto a  los paraísos que vendrán más adelante al chocar con el Tajo.

(En las fotografías, todo Cifuentes: La Fuente de la Balsa; La Plaza Mayor desde la Barbacana, y Portada románica de la iglesia)


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