Muy
pocos deben de ser los lugares de la provincia de Guadalajara que con tantos
merecimientos paisajísticos, e incluso históricos, como el rincón de Pelegrina,
se vean a su vez tan poco frecuentados por el público excursionista de fuera y
de dentro de la capital. Algún que otro grupo reducido de estudiosos, casi
siempre amigos de la Geología o simpatizantes de nuestra fauna nacional,
aparecen de tarde en tarde por allí, hacen lo que tienen que hacer, ven lo que
tienen que ver, se saturan del soberbio espectáculo natural al que dan lugar
los farallones, las ondulaciones longitudinales del terreno y las cárcavas del
río Dulce, y se marchan enseguida con intención de regresar, suponemos, en
otra ocasión más detenidamente.
Fue
el insigne naturalista burgalés don Félix Rodríguez de la Fuente, el último
descubridor de los barrancos de Pelegrina y su promotor más eficiente, quien
tomó aquellos parajes como escenario ideal para su correrías televisivas acerca
de la fauna salvaje de la Península Ibérica, unas veces autóctona y otras no.
Lo que en modo alguno deja lugar a dudas es que, tomando como referencia
aquellas imágenes, que todavía la memoria de muchos españoles retiene con
devoción en recuerdo del malogrado naturalista, uno acaba por regocijarse en
su memoria al considerar cómo toda aquella maravilla, escondido paraíso de
silencio y de paz en estos tiempos que corren, la tiene ahí en su esencia más
pura, tal como es, sin mascarillas ni mitificaciones, a la misma puerta de su casa.
En
el mirador que hay sobre el barranco, a la vera del camino que va desde
Torremocha del Campo hacia Sigüenza, un hombre y una mujer entrados en edad
acaban de dejar un humilde ramo de flores al pie del monumento que recuerda al
viajero la personalidad y la obra del eminente investigador fallecido. El
detalle resulta emotivo en un momento de falsa idolatrías, cuando la gratitud y
el reconocimiento al trabajo bien hecho son sentimientos caducos y de escaso
porvenir. La tarde anda de caída. Los buitres y los quebrantahuesos dibujan los
últimos círculos por los limpios cielos del campo de Sigüenza. A mano izquierda
se distingue, exangüe casi, la chorrera que produce el río al despeñarse por la
angosta abertura que al paso de los siglos consiguió surcar entre las rocas.
Luego, tomando calmoso los fondos del barranco, el arroyo baja lento entre los
arbolillos y el hierbazal por el que se cuela como una cinta la senda de los
campesinos. Cuando la media tarde abre en la comarca, el barranco del río Dulce
se cubre de sombras antes de abocar en Pelegrina.
Ahora
el pueblo, aguas abajo. Sobre una prominencia en mitad de la vertiente.
Pelegrina se apiña en torno a los cuatro muros aún en pie del antiguo castillo
de los obispos. También el lugar de Pelegrina figura en esa lista fatal de los
pueblos de Castilla condenados a desaparecer a causa de la despoblación.
Algunas viviendas, no muchas, se han levantado durante los últimos años junto a
las de toda la vida con varios siglos de antigüedad, que apenas suelen aparecen
habitadas durante los meses de verano.
Cuando
se viaja a Pelegrina se debe hacer con intención de subir hasta el castillo.
Cuesta trabajo, sí; pero se llega muy pronto. A mitad del ascenso conviene
detenerse ante la portada románica de su pequeña iglesia parroquial. En el
tímpano figura el sello heráldico del obispo don Fadrique de Portugal, uno de
los más destacados en la larga nómina de los obispos seguntinos, cuya sede
episcopal regentó allá por la segunda y la tercera década del siglo XVI. No hay
que aclarar que su escudo de armas es un añadido a la portada, visiblemente
anterior, de la iglesia de Pelegrina. Dentro se conserva, en lamentable estado,
un bellísimo retablo tallado en Sigüenza hacia el año 1570, obra de Martín de
Vandoma, con pinturas de Diego Martínez, según los estudiosos en este tipo arte
religioso en torno a la Ciudad Mitrada .
Hay
una trocha a la altura de los tejados del pueblo que nos deja en la misma
planta del castillo. Por mi parte, prefiero subir por el camino más corto,
saltando las piedras y librando el fragoso espesor de las malas hierbas, de las
ortigas, de los cardenchales, de las zarzas y de los jaramagos que crecen al
amparo de las venerables ruinas. Desde el mismo pedestal sobre el que asienta
la fortaleza, se vuelve a repetir delante de los ojos el increíble espectáculo
que habíamos contemplado poco antes desde el mirador de la carretera con alguna
significante variación. Las casas de Pelegrina quedan al pie como encendidas
por el sol de la media tarde, mientras que el pueblo va dando paso lentamente
a las sombras proyectadas desde lo alto del castillo. Aguas arriba se alinean
las choperas junto al arroyo, a las que salvaguardan por ambas márgenes los
tajos abruptos del despeñadero que bajan hasta el caserío cortando en vertical,
como a cuchillo, las fauces del barranco. Al otro lado del pueblo la vega se
comienza a dulcificar, se suaviza en anchas explanadas de tierra de cultivo,
abriendo paso al caudal exangüe del arroyo que baja manso en busca de nuevas
experiencias ribereñas.
Pero
el esqueleto del castillo roquero está aquí, a nuestro lado. Su historia sigue
paralela a la de los obispos seguntinos, que recibieron en el siglo XII
aquellas tierras por donación expresa del rey Alfonso VII a título de señorío,
e inmediatamente se pusieron a construir en este lugar la primitiva fortaleza
de nueva planta.
Aquí,
donde hoy cunde a su antojo la maleza y lentamente se van desmoronando sus
muros, pasaron los prelados seguntinos largas temporadas cada verano, hasta que
las tropas en derrota del Archiduque Carlos le prendieron fuego después de la
célebre batalla de Villaviciosa en 1710, y un siglo más tarde repitieron la
misma operación los franceses cuando la invasión napoleónica. Luego, los años,
las aguas, los vientos y las nieves de tantos inviernos, el abandono atroz y
la falta de aplicación con fines prácticos, fueron poniendo el resto hasta
convertirlo en esto que tengo aquí a mi lado: unos cuantos paredones en tambor
de torres esquinadas, que se unen a trechos con residuos de un fornido murallón
de tierra y piedra. Lo demás es naturaleza desnuda y paisaje en donde elevar
los anhelos del alma. Un rincón escondido, como se dijo al principio, único en
acumulación de merecimientos, y dispuesto a ofrecerse a quienes de verdad sepan
agradecer tal cúmulo de encantos.
Hola don José, me ha encantado su relato sobre uno de los lugares de esta zona que he pisado y saboreado ampliamente su paisaje, que te puede gustar o no, pero no te deja indiferente, que ya es mucho…
ResponderEliminarCon su permiso compartiré su entrada en mi blog. Desde luego haciendo mención de donde la he tomado o creando un enlace.
Reciba un cordial saludo.
Me parece correcto. Tiene mi permiso.Saludos.
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