Situado en el límite
mismo de las últimas barbecheras de la Campiña, con el verde opaco de los
olivares de la Alcarria Alta lamiendo sus puertas, y siendo a la vez callejón
de entrada a las primeras estribaciones de la sierra vecina, el pueblo de La
Toba se mantiene en el punto geográfico de la provincia por donde concurren
tres de las comarcas más características que la forman. Las bodegas
subterráneas de la vieja villa se van alineando al entrar junto a la carretera,
abiertas en el muro, hilo seguido de la ermita de la Virgen de la Quinta
Angustia por la que acabo de entrar en una mañana desapacible del mes de
Noviembre. Es la segunda o la tercera vez que paso por aquí. La Toba, escondido
del tráfago diario de la ciudad y del paso de vehículos por caminos de primer
orden, es un pueblo hermoso, un pueblo de labradores agraciado con bien
parecida tierra, y huertas, y fuentes generosas al servicio de ese centenar
escaso de habitantes que viven en él de manera continua. Como en todos los
pueblos, de treinta años a hoy el aspecto urbano ha cambiado en La Toba de
manera sensible. Los habitantes son menos, pero el pueblo aparece más cuidado,
las calles pavimentadas, y los modos de vida y los servicios municipales mucho
más acordes con los nuevos tiempos.
Llevaba previstas dos
intenciones antes de salir hacia La Toba: estacionar el coche junto a la fuente
de la Calle Real cerca de la picota, y buscar a un buen amigo que dejé por allí
en mi primer viaje, Pedro Serrano. La primera de ellas pude cumplirla
fácilmente, como cabe suponer; pero no así la segunda, pues mi amigo murió hace
bastantes años según me contaron, y de él sólo queda en el pueblo su memoria, y
en mi recuerdo la imagen lejana de un hombre bueno, amigable y servicial, que
en su día me acompañó por donde quise ir, me explico cuanto quise saber, y me
invitó en su casa a un vasito de vino de su cosecha y a unas rosquillas muy
ricas que había hecho su hermana, anciana como él, con la que vivía. Ni uno ni
otra están ya en el mundo. Vaya pues para ambos mi recuerdo y mi gratitud, al
tiempo que me dispongo a andar por las calles y plazuelas del pueblo en
compañía de nadie.
El conjunto que forman
a mitad de la Calle Real la fuente y la picota es la enseña del pueblo de La
Toba, la imagen que lo distingue y lo personaliza como ninguna otra. La fuente
de tres caños que vierte sobre un pequeño pilón, debió de ser restaurada en
1999 según reza grabado sobre la piedra. La picota, en cambio, es mucho más
antigua, data del siglo XVI, cuando al pueblo se le concedió a título real la
categoría de villa; es una picota altiva y solemne, en la que la piedra del
fuste, y más todavía la del informe capitel, aparece desgastada por el
incesante roer de los siglos. Al decir de los más viejos del lugar no falta el
dato tétrico de que allí, en unas argollas que tenía, colgaban a los
malhechores.
La mañana es fresca.
Apenas me cruzo al andar con alguna persona por la calle. Son calles en cuesta
que siguen la inclinación del terreno donde se les ocurrió plantar sus reales a
los primeros pobladores de frente al barranco. Calle Palacio, Calle de la
Fuente, Calle Oscura, Travesía Alta, Plaza de Centro, Carretera de Jadraque…En
la Plaza de Centro, recóndita y con una fuente antigua que mana sin cesar, hay
una señora que me dice que la Plaza del Ayuntamiento está al volver de la
esquina. La plaza donde está el ayuntamiento en La Toba se llama Plaza de la
Concordia, pero podría llamarse también Plaza de la Iglesia, o de la Fuente, o
del Juego de Pelota, o del Lavadero, porque todo queda reunido allí, sobre el
mismo llano.
Aunque la temperatura
no es la más indicada para detenerse en contemplaciones, he sentido la
curiosidad de bajar hasta el mirador que pone delante de los ojos el vallejuelo
que dicen del Arroyo, una especie de veguilla repleta de vegetación en primer
término, en donde hace varias décadas
estuvieron la mayor parte de las viñas que el pueblo tenía repartidas por su
término, pero que cuando la parcelación todo aquello se perdió.
La fuente de la plaza
la han dedicado a los mayores, y así lo dice una placa muy significativa y
curiosa que lo recuerda. El lavadero permanece cesante, y el juego de pelota a
la espera de los veraneantes. El sólido edificio del ayuntamiento se muestra
sobre tres arcos a manera de soportal.
Aunque ya conocía la
iglesia de San Juan Bautista de La Toba desde mi primer viaje, no tenía
fotografía alguna de su interior, del afiligranado retablo mayor ni de la placa
conmemorativa en recuerdo del más insigne hijo del pueblo, Monseñor Juan
Ricote, que falleció siendo obispo de la diócesis de Teruel.
Mi estancia dentro de
la iglesia fue realmente fugaz.; es verdad que guardaba en la memoria el
recuerdo de su retablo mayor, espectacular, como lo está todo el interior de la
iglesia, cómoda y limpia. Al retablo mayor lo preside una imagen de su titular,
San Juan Bautista, en la correspondiente hornacina central, con sendas
pinturas, una a cada lado, que representan a las santas mártires Bárbara y
Quiteria. En los muros laterales conservan otros dos retablos, barrocos
también, y menores en tamaño que el retablo mayor, que están dedicados al
obispo San Blas y a la Virgen del Pilar. A un lado del presbiterio, asida a la
pared, colocó el pueblo en 1951 la lápida de mármol blanco ya anunciada,
conmemorativa de la consagración episcopal de su hijo predilecto que, junto al
escudo del prelado y bajo su busto en relieve, reza así: “LA VILLA DE LA TOBA A
SU HIJO PREDILECTO EXCMO. Y RVDSMO. SR. D. JUAN RICOTE ALONSO, OBISPO AUXILIAR
DE MADRID-ALCALÁ, EN TESTIMONIO DE CARIÑO Y ADMIRACIÓN, Y COMO RECUERDO DE SU
CONSAGRACIÓN EPISCOPAL VERIFICADA EN MADRID. XX DE MAYO DE MCMLI”. Los restos
mortales del obispo Ricote Alonso no descansan allí, sino en la catedral de
Teruel, donde, como ya se ha dicho, ejercía su ministerio pastoral cuando le
vino la muerte el día 8 de octubre de 1972.
No son estos días de
finales de otoño los más indicados para andar por los pueblos, si bien es esa
la temporada en la que se les descubre más auténticos, más reales, más como son
al amparo de los ejidos y de los parajes cercanos que de alguna manera son
parte de la vida del pueblo. El verano vitaliza a los pueblos de manera no
natural, hasta el punto de convertirlos, sobre todo a los más olvidados y
solitarios durante el resto del año, en almacenes de gente, mucha de ella ajena
al lugar, a sus costumbres y a su pasado. El correr de la vida es así, y buena
cosa será, a pesar del frío y de las inclemencias, disfrutar alguna vez de la
verdadera imagen de los pueblos en su estado puro y natural como deben ser
vistos, como parte integrante del campo y del paisaje.
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