«Sigüenza, a lo lejos, con su caserío extenso, las dos
torres grandes, almenadas, como de castillo, de la catedral, y su fortaleza en
lo alto, le produjo a Alvarito gran afecto. El arriero llevó al prestidigitador,
a su criado y a Álvaro a una posada de la calle Travesaña Baja, donde él
paraba. La posada, medio derruida, ostentaba este letrero, escrito con letras
negras en la pared: SE GISA A LA PERFEZION. A Alvarito le llevaron a un cuarto
grande y destartalado, frío como el Polo Norte, con telas de araña en el techo»
(Pío Baroja "La nave de los locos")
Nadie
duda que si don Pío hubiese podido volver en este tiempo nuestro a la ciudad de
Sigüenza, la encontraría muy parecida a lo que el describe, al menos en lo
fundamental, en su esencia, en su verdad histórica; pero muy distinta en lo
accesorio, en lo que en ella ha surgido después. No son demasiado afortunadas
las palabras del insigne vascongado, pero ahí están. Aún así, no deja de ser un
honor personal para Sigüenza el aparecer en un título de la famosa serie de
novelas que, bajo el apelativo genérico de “Memorias de un hombre de acción”,
escribió don Pío y que a instancia de amigo os recomiendo.
Pocas
experiencias debe de haber tan placenteras y sedantes, tan confortables y
aleccionadoras, como un paseo a pie en tarde de abril por las calles más
antiguas de Sigüenza, por el trecho de ciudad que se extiende desde la Catedral
hasta el Castillo, desde la Casa del Doncel hasta el arquillo románico -y
romántico- del Portal Mayor allá por las murallas, donde uno ha de esforzarse
siempre que sube con el fin de retener en la memoria la realidad del tiempo en
el que vive; pues pisar sus piedras, vagar a la sombra de los añosos edificios
que delimitan sus añosas rúas y sus pequeñas placitas, es trasladarse por artes
de hechicería al mismo corazón de la Castilla del XVI, de la de capa y espada,
de malandrines y de esquinas en penumbra, de la que tan cumplida referencia nos
dejaron los clásicos de la época.
La
Calle Mayor y su paralela de Arcedianos se empinan al subir hacia el Castillo
por entre los cruces de las dos Travesañas. Todavía quedan en los húmedos
portales de las casas, donde tal vez ahora nadie habite, recuerdos turbios de
aquellas humildes tiendecillas de los siglos de penuria, de cuando no había con
qué comprar y el pueblo llano se las iba arreglando -qué remedio- con mucho
menos medios de lo imprescindible.
Una
anciana sube jadeante, al lado del hombre que la acompaña, con la cesta de la
compra, que medio llenó en el mercadillo de la Puerta del Toril, colgada de la
mano. Es sábado por todos que la Plaza Mayor y sus aledaños son durante la
mañana un mercado abierto para los seguntinos y para los forasteros que acuden,
fieles a la costumbre, desde todos los pueblos de la comarca, desde las vegas
del Henares y desde la propia Sierra.
Arriba
luce su arcada en medio punto la iglesia de San Vicente Mártir, la iglesia de
los barrios altos, la que después de su restauración se muestra a quienes hasta
ella van, con tanto o más esplendor de aquel que tuvo en el glorioso siglo de
don Cerebruno, el obispo que allá por la Alta Edad Media sembró la ciudad de
joyas arquitectónicas según el estilo al uso, como las arcadas de acceso a la
Catedral o la portada, no menos interesante, de la iglesia de Santiago.
Uno
se da cuenta al caminar por estos recovecos de que el seguntino de buena ley
siente un respeto profundo por las calles que ahora piso, y que el viajero de
ocasión prefiere perderse por estos rincones de piedras desgastadas donde todo,
en su silencio, tiene algo importante que decir: las nuevas torres del viejo
Palacio de los Obispos, la Plazuela de la Cárcel, la Casa del Doncel, el
solitario arquillo del Portal Mayor que siempre que paso se me antoja cargado
de misterio, el Hospital de San Mateo, donde cuentan que existió la botica
poseedora del más artístico botamen de Talavera y que -para mal suyo y de toda
Sigüenza- se tragó el demonio en persona
durante la guerra civil, el Primitivo Ayuntamiento, la Posada del Sol, aquella
que aparece reflejada en el falso Quijote de Avellaneda, los cubos maltrechos
todavía en pie y los lienzos de muralla, las fachadas de sus iglesias adornadas
con florituras y con bellísimos entrelazados sobre la piedra, el silencio
anodino de sus rincones engalanados con farolas de aquellas que iluminaron las
noches con el aromático crepitar de la resina, luego con el acetileno y más
tarde con el hilillo incandescente de la lámpara de Édison, que acrecienta si
cabe el silencio de las noches y la oscuridad en cada esquina...
¿Quién
es capaz de ofrecer más al viajero ávido de saberes que estas viejas calles de
Sigüenza, en un espacio tan diverso y tan reducido como el suyo? Más abajo,
como término a todas las hileras de viejas mansiones blasonadas y de balcones
de llamativo herraje, las torres almenadas de la Catedral, las dos torres
castilleras, acerca de las cuales el maestro Ortega y Gasset, admirador sin
condiciones de la antigua ciudad, dejó escritas, y ahí quedan para la
posteridad, frases como éstas: «...tuvo
que ser a la vez castillo; sus dos torres cuadradas, anchas, recias, brunas,
avanzan hacia el firmamento pero sin huir de la tierra, como acontece con las
góticas. No se sabe qué preocupaba más a sus constructores: si ganar el cielo o
no perder la tierra...»
Con
el ánimo recogido y las alas de la imaginación dispuestas para volar a través
del tiempo y del espacio al que invitan las prometedoras mañanas de abril, uno
sigue de un lado para otro caminando por las viejas callejuelas de la Ciudad
Mitrada, colocando con las flores de la imaginación aquí un espadachín, allí un
truhán, más adelante un miembro del cabildo arropado en su manteo, en aquella
esquina un ciego pidiendo limosna, y tras la cancela el taller de un
artesano... No es la primera vez que anduve por aquí sin una misión
predeterminada, sin algo específico que me atrajera hacia la vetusta imagen de
la ciudad, donde uno sospecha que bajo el peso inamovible de tantos sillares
mohosos, oscurecidos por el paso lento de los siglos, debe de ocultarse alguna
leyenda hermosa, repleta de nombres desconocidos y de aconteceres que se
perdieron y que jamás se volverán a escribir. Esto es Sigüenza, amigo lector:
ciudad levítica, universitaria, mercantil, pequeño paraíso de esparcimiento para
las tórridas jornadas del castellano estío. Sigüenza para ver, para vivir, para
soñar, para sentir; para admirar y para amar sobre todas las cosas, como lo
hacen sus hijos, los fervientes seguntinos a los que yo conozco: Sigüenza,
París y Londres, siempre por ese orden…, y no se hable más.
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