Han
pasado los años, y los siglos, y el recuerdo de los grandes hombres y de las
grandes mujeres que pasaron por allí, todavía se cierne como alimento del
espíritu en los aires de la villa. Pastrana vive y gusta vivir de la rica
herencia que le dejó el pasado, y que en ella perdura con carácter permanente.
Pastrana esconde en su cuerpo viejo un alma joven, perdida a retazos en las
páginas de la Historia desde tiempo inmemorial, como bien saben los pastraneros
que, por el simple hecho de serlo, a menudo toma parte de su particular manera
de ser.
Por
motivos que no vienen al caso, no hace mucho que anduve por allí como huésped
de la hospedería que ahora funciona en el antiguo convento de Carmelitas. No es
nada nuevo para mí andar por aquellos lugares que pisaron los pies de sus
santos fundadores: Teresa y Juan, los reformadores de la Orden. Anduve con
relativa frecuencia hace bastantes años por aquellos rincones que avecinan con
la Villa Ducal entre las tres vegas, pero quizás con menos detenimiento a como
lo hice en esta última ocasión, con el ánimo ensombrecido entonces por la
novedad de lo que acababa de descubrir, más como pasto para los ojos que para
el corazón.
Años
por medio, cuando nada hay que ver por cuanto a la presencia humana de frailes
carmelitas, o de franciscanos que lo ocuparon después, uno pone en juego los
recursos de la imaginación, avalados por la realidad del paisaje y por lo que
quedó escrito; de manera que al cabo de ver, de leer y de pensar, las piezas
encajan perfectamente y el puzle muestra con claridad meridiana la imagen de
los primeros frailes orando y laborando de sol a sol, hasta que la primera ermita,
la de San Pedro, con la pequeña estancia aneja tal como ahora la vemos, les
pudiera servir de morada y de santuario donde dar culto, al margen de las
cuevas que se asoman al precipicio. Mariano Azzaro y Juan Narduch, luego fray
Ambrosio Mariano y fray Juan de la Miseria, fueron aquellos dos primeros
frailecicos de los que se valió la Santa para llevar a cabo la fundación
(segunda de Carmelitas Descalzos) en el verano de 1569.
Pero
es fray Juan de la Cruz, el místico, el más profundo de los poetas líricos en
lengua castellana que ha dado nuestra literatura nacional, quien nos ha movido
a dar principio y final a este trabajo, una vez contemplados plácidamente y al
caer la tarde los tres valles que quedan al alcance de los ojos desde el
solemne mirador donde, apartados del enorme cenobio, convertido en hospedería
hoy en una buena parte, quedan las primeras ermitas, reliquia tras los siglos
de aquellos santos varones, sus primeros frailes.
La
serenidad de la tarde en aquellos recovecos de la Alcarria que humedece el
Arlés, la riqueza de matices, de verdes, de grises, de dorados y de cárdenos,
nos llevan de manera inequívoca a la número cinco de las canciones del poeta
que en su "Cántico espiritual", escrito muchos años después durante
su prisión en la ciudad de Toledo, pero inspirada en este mismo mirador
durante aquel otoño de 1570 en que la villa contó con su presencia, y que dice
así:
Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura,
y yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de su hermosura.
Y
la presencia del místico se acrecienta al bajar por el estrecho pasadizo que
lleva hasta la cueva, abierta en el cortante que hay sobre un barranco ocupado
por árboles y maleza. Una negra cruz de palo marcaba la sendilla que baja hasta
la cueva. Dicen que una vez, algún desalmado profanó el venerable escondrijo
de los primeros frailes, golpeando, hasta destruirlas, las calaveras incrustadas
en las paredes de la roca y en el altar, que servirían a los frailes como
razón primera de sus meditaciones, en tantas ocasiones mientras que vivieron
allí.
Arriba,
al borde de las huertas, un granado mostraba en medio del ramaje su fruto en
sazón. Una imagen que, cientos de años antes, sirvió al Alma para cantar al
Amado en el más bello de los poemas escrito en lengua castellana:
Y luego a las subidas
cavernas de la piedra nos iremos,
que están bien escondidas,
y allí nos entraremos
y el mosto de granadas gustaremos.
¿De
qué puedes dudar, lector amigo? Es la canción número treinta y siete del
"Cántico espiritual", insuperable, exacta, actual, como si el tiempo
y las circunstancias no hubiesen pasado por aquellos pagos después de más
cuatro centurias.
La
zarza con fruto y sin espinas que crece en la solanilla de la ermita solitaria
al final de las huertas, es el detalle que suelen admirar como inaudito quienes
pasan por allí. Es, sin duda, uno más de los motivos que se marcan en el
recuerdo después de la visita a aquellos bancales venerables, en cuyo mensaje,
aunque trasnochado, marchito y olvidado, no sería malo volver la vista alguna
vez como antídoto contra el imparable correr de los tiempos, de nuestros
tiempos, que toman a despecho el sacrificio y el hacer callado de aquellos
hombres y mujeres que, cuando menos, sirvieron de sólido pilar a nuestra cultura.
Pastrana,
Señora de la Alcarria por tantas razones, sigue siendo libro abierto, pozo sin
fondo donde indagar acerca de muchas de las pequeñas glorias místicas de
nuestro pasado, escondidas entre las cenizas del abandono; circunstancia de la que,
como casi siempre ocurre, todos, individuos e instituciones, debiéramos
sentirnos responsables como protagonistas de la Historia en ésta y en pasadas
generaciones, todos por igual. Esperemos que lo que falta por venir agudice la
fibra de la sensibilidad en favor de los importantes hitos del pasado que
salpican nuestras tierras, y que, como en el caso de los lugares teresianos de
Pastrana, a Dios gracias aún están ahí, a pesar de todo, para contarlo.
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