No tienen estas tierras un nombre con peso suficiente
para ser visitadas por el gran público, pero cuentan con un atractivo personal
indefinible, un atractivo que no sabe ni quiere saber de masas humanas
predispuestas a encontrarse allí con una
cosa u otra, con arreglo a lo que le ofrece antes de salir de casa la última
guía de turismo; y bueno es saber que las guías de turismo suelen omitir
rincones tan placenteros y tan interesantes como los que hoy reclaman nuestra
atención, tierras frías, casi vírgenes, pueblecitos en los que viven durante el
invierno, privándose de tanto como nosotros seríamos incapaces de hacer, un par
de docenas de habitantes o pocos más, pero que cuentan, como compensación a su
heroísmo impuesto por las circunstancias, con esa paz deseada de la que carecen
–y carecerán por siempre- las ciudades en las que la gente vive, privada de
algo tan necesario como el contacto directo con los regalos de la naturaleza,
pues naturaleza somos, por mucho que intenten distraernos de esa idea las filosofías
caducas, la comodidad y las ofertas de un mundo en el que “hay de todo”. Entre
lo uno y lo otro existe un término medio, un planteamiento de la vida bastante
más inteligente y que consiste en participar de ambas ofertas al mismo tiempo,
de lo que para nuestro servicio hay en la ciudad, y de lo que también para bien
nuestro ofrece la vida rural. Los modernos medios de desplazamiento lo hacen
hoy posible, siendo, por tanto, una ocasión estupenda que resultaría necio
dejarla escapar, mucho más cuando los días son largos y el tiempo acompaña.
Estamos dando vista a la Sierra de Pela, la franja
montañosa de no demasiada altitud que sirve de límite por el norte a nuestra
provincia con las tierras de Soria. Cordillera huraña que hace mil años vio
desfilar a lo largo de su altiplano los herrajes guerreros del Cid, y un
milenio más tarde se adorna con los altísimos brillos metálicos de cincuenta o
más torretas eólicas que imponen al paisaje una visión nueva. Hacia el saliente
el castillo de Atienza y el cerro cónico del padrastro; abajo, frente a mí,
pueblecitos de color tierra con los campanarios de sus iglesias alzándose por
encima de los tejados que tienen alrededor: Miedes, Hijes, Ujados. Andaremos
por ellos. Quizá por todos no por falta de espacio, y en el orden inverso al
que se acaban de presentar.
Los pinos de la repoblación se han quedado atrás, a un
lado y al otro de la carretera. Ahora son las jaras y las estepas las que se
dejan ver en los baldíos y en las laderas de los bermejales. En las praderillas
que hay junto al camino sacan sus piedras al sol las parideras en ruina del
ganado. Más allá la sierra, y antes los campos de labor y los pueblos.
El cereal tardío, el fruto de los huertos y el ganado,
fueron durante mucho tiempo el medio de vida ordinario en estos lugares. A
pesar de las bajas temperaturas, las hortalizas y las nueces de Hijes y de
Ujados fueron muy estimadas por toda la comarca, cuyos ejemplares de nogal
enseñan su tronco voluminoso y su ramaje espeso en las orillas de los pueblos.
Ujados, el primero de ellos, lo tenemos aquí. Ha cambiado mucho Ujados desde la
primera vez que anduve por él. Como a casi todos los pueblos pequeños de
Castilla, escasos en número de habitantes y casi moribundos, a Ujados le han
dado la vuelta en menos de una década los que viven fuera. No obstante, aún se
ven los tejados viejos de piedra negra por alguna parte, contrastando y
conviviendo junto a los nuevos chalés. La piedra ocre enrojecida es la que
marca el tono de las construcciones antiguas, incluso en algunas otras de nueva
planta.
En la calle de José García Hernández, que es la calle
principal de Ujados, despacha desde su camioneta el vendedor ambulante de
Hiendelaencina. Como es fin de semana hay media docena de mujeres esperando
turno. La plazuela de la iglesia es recogida y está muy limpia. Un humilde arco
de piedra con un banco en donde sentarse recibe a media mañana el sol en la
puerta de la iglesia de San Miguel Arcángel. La plazuela está completamente
desierta. Los gorriones de los huertos pasan la mañana alborotadores y
jolgoriosos en los huertos que hay tras al ábside.
Aquí, en Ujados, nació en 1867 el eminente escultor don
Gaspar Cruz Martín, pastor de ovejas siendo niño, tallador de figuritas
religiosas a corte de navaja en las largas jornadas de cuidador de ganado, y
escultor anatómico de la
Facultad de Medicina de San Carlos después, pasados sus
estudios en la Escuela
de Bellas Artes de San Fernando con una beca concedida por Romanones. La imagen
de la Virgen
de la Asunción
rodeada de Ángeles que veneran como patrona en Torrelavega (Cantabria), pieza
artística de incomparable valor, salió de sus manos. Murió este ujadeño
ilustre, del que muy pocos teníamos noticia incluidos sus propios paisanos, en la Capital de España en 1909,
víctima de la epidemia de tifus que aquel año asoló Madrid. Sin duda, uno más
de los guadalajareños olvidados que bien merecen un puesto de honor entre los
hijos más destacados de esta tierra. Lo hemos descubierto tarde, pero ahí lo
dejamos sobre el candelero de los nombres con mérito, mientras viajamos hacia
el pueblo vecino por estos campos en los que el artista debió de pasar jornadas
de frío insufrible y de sol de justicia durante sus años de adolescente. Quede
pues patente en estas líneas nuestro homenaje y nuestro recuerdo.
Muy cerca de Ujados, siempre tierra adentro y siguiendo
el camino que nos llevó, entramos en el pequeño pueblecito de Hijes. Ya la
primera vez que pisé sus calles me impresionó la grandiosa fábrica de su
iglesia de la Natividad ,
cuya torre se alcanza a ver erguida en la distancia, siendo por su antigüedad y
estilo una buena muestra de la arquitectura religiosa bajomedieval –culmen del
arte románico- con retoques bien visibles probablemente del siglo XVI. De
épocas anteriores se encontraron en su término cientos de tumbas celtibéricas y
enseres varios de aquella cultura y de tiempos de la romanización, que en
nuestros días se conservan en el Museo Arqueológico Nacional.
Se entra al pueblo junto al silencioso cementerio, al que
linda una vieja ermita en mal estado. Los dos arcos de piedra arenisca del leve
santuario en abandono se descomponen forzados por la dejadez y por las
inclemencias del tiempo. Desde las orillas de Hijes se dominan extensiones
grandes de la sierra, con las antenas del Alto Rey al mediodía y las viejas
laderas de la Sierra
de Pela en dirección opuesta.
Hay algunos coches estacionados en la plaza, bajo el
grandioso respaldo de la iglesia. Casi todas las casas del pueblo se sostienen
sobre un fortísimo roquedal plano. Por las orillas se han ido construyendo
algunos chalés y viviendas cómodas, que, sabidas las bajas temperaturas de la
comarca durante la mayor parte del año, es probable que sus dueños sólo las
habiten en verano y en fines de semana durante el buen tiempo.
Tendremos que acabar aquí nuestro viaje y nuestro relato
por hoy. Volveremos pronto. Poco más allá están Miedes, Romanillos y Bañuelos,
pueblos en los que siempre se descubre algo nuevo en cada viaje, esencia del
pasado rural en este retazo de Castilla (Soria a tiro de piedra), donde los
escudos sobre las paredes y las leyendas, durarán seguramente más que los
hombres y más que los pueblos como entidades administrativas; pues día habrá de
llegar en que pasen a ser residencias de temporada, y así habría de ser, antes
de que las nuevas maneras de vivir acaben con ellos.
Profesor, una historia muy interesante la de esta familia de escultores, especialmente la de Gaspar.
ResponderEliminarBreveSaludoS