Creo
que es ésta una de las contadas veces que entro en los fondos de la Historia de
Guadalaajra y lo hago con absoluto pudor, con todo el cuidado que soy capaz,
rondando casi el miedo a la hora de poner el pie en el complicado mundo de los
Mendoza -tan estudiado y tratado por tan buenos especialistas como hemos tenido
y seguimos teniendo-, toda una maraña de nombres decenas de veces repetidos que
se corresponden con personas diferentes; familias de un tronco común, pero muy
diversas en el correr del tiempo, como consecuencia de los múltiples
matrimonios habidos con personas de otras familias nobles, incluso de la misma
raíz mendocina, lo que complica las cosas todavía más y convierte en ásperos y
tortuosos los caminos por los que hay que andar, exponiéndose, qué duda cabe, a
un posible resbalón en cualquier momento. De ahí mi admiración hacia los dos
últimos cronistas provinciales, los doctores Layna y Herrera, que a fuerza de
tratar a través de los libros con el fantasma de tantos nobles alcarreños de la
referida estirpe, los conocen y hablan de ellos como si de familiares o amigos
cercanos se tratase.
Entro,
sí, en el clan mendocino de sus primeros tiempos, y lo hago queriendo sacar al aire,
para conocimiento de sus paisanos de hoy, un suceso curiosísimo, fruto del
carácter de nuestra principal familia de nobles alcarreños, que he leído en
diversas ocasiones contada por historiadores distintos (Pecha, Quadrado,
Escudero de la Peña, y el propio Francisco Layna) sacada al parecer de un
añadido a Fernán Pérez de Guzmán, que en su momento escribiera el doctor
Lorenzo Galíndez de Carvajal. La veracidad histórica del hecho lo distingue de
la pura leyenda, tan al uso en la época de la historia en que esto ocurrió.
La
anécdota en cuestión, el hecho histórico que pasamos a referir, merece figurar
en esos tratados que andan por ahí, en los que se recogen las más memorables
curiosidades que los grandes del mundo dieron lugar con su particular conducta.
Sólo la he visto en escritos de Guadalajara para adentro y en tratados,
digamos, para eruditos o gentes interesadas por nuestra historia local.
La
época: aquellos años turbios de la Baja Edad Media, cuando la Castilla de Juan
I intentaba sacudirse de la memoria el desastre al que fueron sometidos sus
ejércitos en Aljubarrota por parte de los portugueses. El lugar: las Casas
Mayores que don Pero González de Mendoza mandó edificar en el mismo solar que
ahora ocupa el Palacio de los Duques del Infantado. El personaje central de
esta historia: doña Juana de Mendoza, hermana del primero de los Diego Hurtado
de Mendoza, y a la sazón viuda del adelantado mayor de Castilla don Diego Gómez
Manrique de Lara, muerto por los portugueses con el propio don Pero en la
batalla antes aludida.
Debió
de ser la tal doña Juana un portento de mujer. Los cronistas de la época
destacan su extraordinaria belleza, su gracia y virtud personal afeada a veces
por algunas reacciones imprevistas, a lo que iban unidas copiosas posesiones
por razones de herencia, serie de circunstancias que, a pesar de su condición
de viuda, atraían a la casa solariega de Guadalajara a los galanes herederos
más grandes del reino pretendiendo su mano.
Sucedió
que uno de aquellos pretendientes, don Alonso Enríquez, hijo primogénito del
maestre de Santiago don Fadrique, y sobrino por tanto del rey Enrique II, se
atrevió a presentarse ante la Rica Hembra de la casa Mendoza con las mismas
pretensiones que los demás, pero con una ventaja muy particular en favor suyo
que, sabido el carácter de la dama, a punto estuvo de actuar en su perjuicio.
Se trataba de una carta firmada y sellada por el rey su tío, en la que se le
rogaba con lisonjas y palabras interesadas que lo eligiese a él como esposo en
lugar de a cualquier otro, habida cuenta de su presencia galana y elegante, de
la esmerada educación recibida en el seno de su familia y de las muchas
posesiones con las que contaba por todo el reino.
Algo,
o mucho quizás, había de cierto en el mensaje de Enrique II, pues cuentan los
historiadores de su tiempo que la madre de don Alonso, judía conversa nacida en
Guadalcanal y de nombre Palomba, mujer de un mayordomo de su casa con la que
don Fadrique tuvo un desliz que trajo como consecuencia la venida al mundo del doncel
pretendiente que nos ocupa, fue un modelo de belleza hebrea conocida y admirada
entre la nobleza. Es el caso que el galán entregó la carta del rey a la dama de
la que al parecer estaba perdidamente enamorado, y ésta, doña Juana de Mendoza,
que la leyó temblorosa y con gestos de indignación que visiblemente se
reflejaban en su rostro, sonrojada y a gritos, le respondió diciendo:
«¡Faltaría más; que yo me casase ahora con el hijo de una judía!» La
contestación no debió de gustar nada al muchacho; pues se levantó enseguida del
suelo, donde esperaba rodilla en tierra la respuesta de la mujer amada, y le
asentó en el rostro tal bofetada, que llegó a oírse en las estancias más
próximas al sitio donde había ocurrido la escena. Y con andar tranquilo, se marchó
al instante.
Está
escrito que doña Juana comenzó a llamar a voces a los criados de la Casa para
que detuviesen al agresor antes de que escapase. Así lo hicieron, y maniatado
lo pusieron en presencia de su señora que dio orden para que con toda urgencia llamasen
al cura de la iglesia de Santiago, próxima a la Casa familiar. Los criados
pensaron que sería para que el cura le administrase los últimos auxilios antes
de ahorcarlo, o de cortarle la cabeza como castigo al hecho violento que
acababa de cometer con tan distinguida dama. Mas no fue así; pues cuando el
ministro de la Iglesia se encontraba junto a ellos, doña Juana, con el sofoco,
la indignación, y la señal bien marcada en su cara por el solemne bofetón que
le había propinado el muchacho, sorprendió al intrigado auditorio con una frase
como ésta: «Padre, dispóngase a casarme enseguida con este hombre» El cura
cumplió con el deseo de la mujer, de manera que en la capilla de su propia
casa, don Alonso Enríquez y doña Juana de Mendoza contrajeron matrimonio aquel
mismo día.
Al
ser preguntada la mujer sobre el porqué de tan extraño comportamiento,
respondió con esta frase que ha pasado a la Historia de forma literal: «Por que
no se dijese que hombre alguno, fuera de mi marido, había osado abofetearme.»
La
historia local cuenta y no acaba acerca del extraño comportamiento de aquella
bellísima mujer; por ejemplo: una vez que su marido llegó tarde al castillo
donde pasaban una temporada de verano, ella dio orden de no bajar el puente,
arguyendo que ninguna castellana honesta podía abrir las puertas del castillo a
nadie en ausencia de su marido. En otra ocasión, uno de sus secretarios,
enamorado de ella apasionadamente, le hizo llegar una carta de amor entre los
papeles que le había preparado para firmar; a la mañana siguiente el infeliz
amaneció ahorcado, pendiente de una reja bien visible que había frente al
castillo.
Y
estas cosas, amigo lector, que ocurrieron aquí, en esta Guadalajara de nuestros
amores y de nuestros pecados, son como las gotas de limón con las que se rocía
la sabrosa paella de nuestra historia más próxima, sin no en el tiempo, sí en
el espacio.
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