Esas
tres son las especies arbóreas que tiñen el paisaje de un verde ceniza, de un
verde mate y tristón por las tierras de la Provincia, a las que te invito a
viajar si es que todavía no las conoces, el momento puede ser el ideal si es
que alguna vez pensaste conocer, o conocer un poco mejor, esta subcomarca del
Bajo Señorío Molinés. La Alcarria como comarca geográfica ha quedado atrás,
para mi uso el cauce del río Ablanquejo sirve de límite entre la Alcarria y los
primeros páramos molineses del Alto Tajo.
Estoy
a punto de subir hasta el pueblo de Huertahernando, una villa antigua y por
situación siempre a trasmano, pero extraordinariamente hermosa. El pueblo deja
ver arriba las casas que miran al barranco por donde están los huertos, con la
espadaña de su iglesia desafiante mirando hacia las puestas del sol. Por aquí
son las sabinas las que puntean en la ladera que cae sobre el pueblo. Una vez
arriba, dejando Huertahernando atrás, a nuestra mano izquierda, el terreno se
allana y los pinos, las sabinas y el encinar, se reparten la superficie del
campo dejando pequeños claros para la siembra del cereal. Siempre que paso por
aquí me viene a la memoria la figura mítica del obispo don Bernardo de Agén, el
obispo guerrero, primero de Sigüenza y reconquistador de la ciudad en el año
1124, que murió según la tradición peleando por estos páramos cuando los
incondicionales de Alá venían ocupando nuestro suelo desde hacía más de cinco
siglos.
El
monasterio de Buenafuente está más adelante. Antes de llegar a Buenafuente hay
en el cruce varios indicadores que informan sobre cuales son y adonde van los
distintos ramales de carretera que parten de allí: el Monasterio, Mazarete,
Ablanque y Villar de Cobeta. Según lo que tengo previsto para este viaje es la
carretera de Mazarete la que debo tomar. A Buenafuente del Sistal volveré en
otra ocasión para dedicar al monasterio todo mi tiempo.
A
partir de aquí el estado de la carretera es más deficiente; corre entre bosque
y calveras sin que en todo el trayecto me haya cruzado con vehículo alguno que
venga o que vaya de un pueblo a otro. Ocurre a veces que al andar por lugares
intransitados de la
Provincia , como por el que ahora voy, de tarde en tarde aparece
un vehículo conducido por alguna mujer joven, suelen ser la médica o la maestra
itinerante que prestan sus servicios a la vez en varios pueblos de la misma
comarca. Ni siquiera en esta ocasión me cruzo con el coche habitual conducido
por manos blancas.
A
mano derecha surge muy pronto otro desvío de carretera. Tomando ésta última se
llega enseguida a Olmeda de Cobeta. Las casas del pueblo que dan a la umbría,
con la espadaña de la iglesia al contraluz, se estiran de saliente a poniente a
lo largo de un altillo. Ya he llegado al pueblo. A la entrada hay en Olmeda un
pequeño monumento de piedra sillar acabado en una cruz de hierro; intento
hacerme a la idea de que se trata de un pairón, pero nada tiene que ver con los
característicos cruceros molineses, aun teniendo en cuenta que las tierras del
Señorío llegan hasta aquí y que el suelo que piso es parte integradora de la
antigua sexma del Sabinar. Pese a ser tierra de sabinas y no de olmos, el
nombre del pueblo dicen que procede de los frondosos ejemplares de la especie
que en otro tiempo debió de haber junto al arroyo.
Olmeda
de Cobeta no es pueblo para el otoño, sino para el verano. Pequeño paraíso para
el descanso en paz cuando las horas del día y de la noche se hacen
insoportables en otras latitudes donde pica el sol, quema el asfalto y
mortifican los ruidos incesantes de la ciudad. El campo está abierto para
disfrutar de él. El frontón de pelota, construido en 1920 y restaurado después,
queda en silencio con hojas secas sobre el liso pavimento. Un perro ladra allá
abajo, por el fondo de la vega.
Espero
que la villa de Cobeta sea el punto final de mi viaje según había previsto.
Queda a poca distancia de aquí. La carretera entre los dos empalmes, el de
Olmeda y el de Cobeta, está sencillamente aceptable; se nota que los
restauradores se dieron una vuelta hace poco con la caldera del asfalto. Al
cabo llego hasta la casilla de la que parte el otro ramal que baja hasta
Cobeta. Hay un anciano sentado junto a la pared. Algo más abajo, me sorprende
al lado de la carretera un banco de hormigón colocado a la sombra de una
sabina. Seguro que los veraneantes de más edad suben de paseo y allí descansan,
charlan un poquito bajo el ramaje de la sabina y se vuelven después al pueblo
con la inclinación del suelo a su favor.
La
villa de Cobeta sorprende a los visitantes con el torreón completamente redondo
de su castillo encima del otero que le sirve de peana. Y digo completamente
redondo, como un tubo gigantesco de piedra rodena, porque es así, porque lo han
completado con gusto y con acierto, sabido es que hasta hace algunos años la
torre del castillo estaba partida de arriba a abajo en su mitad.
Todavía
conserva Cobeta la chispa señorial que tuvo hace varios siglos. Se nota su
noble antigüedad en muchos detalles que se repiten a lo largo del pueblo y en
su entorno más cercano. Es la villa de los Tovar que fueron los señores del
Castillo, de los López Pelegrín que dieron a su tiempo personajes ilustres,
posesión siempre en litigio hace más de cinco siglos de las monjas de
Buenafuente, y escenario de duros enfrentamientos entre la francesada de
Napoleón y los bravos molineses de la
Junta de Defensa que aquí mismo, en este Cobeta donde acabo
de entrar, instalaron su fábrica de armas.
En
casi todos los edificios de Cobeta -los antiguos y los modernos- queda a la
vista el color sanguino, ligeramente marrón, de la piedra dura pero fácil de
trabajar de la arenisca, que sale de sus canteras próximas y tiñe al pueblo de
unos tonos sanguinos característicos, exquisitamente elegantes. Lástima que a
pesar de todo, esta antigua villa se encuentre con su población diezmada con
arreglo a lo que antes fue; prueba evidente de que son las condiciones de vida
y las circunstancias personales de cada familia en el pasado, lo que retienen al
hombre en la tierra de origen, y no el ambiente urbanístico y climatológico del
lugar; pues, de no haber sido así, la villa de Cobeta sería un paraíso lejano,
perdido entre dos sierras, donde sólo unos cuantos podrían gozar de la dicha
infinita de vivir al amparo de la naturaleza madre. Bien lo previeron los
dueños de estas casas nuevas, medio castillo, medio chalé, que hay en la
ladera, marcadas por el gusto y por la personalidad de acuerdo con el paisaje;
serie de viviendas de ensueño, todas nuevas, que parecen inspiradas cinco o
seis siglos después por los hombres de medievo, cuya torre se yergue justamente
al otro lado.
Hace
muchos años, treinta quizá, que anduve por primera vez por las calles y
plazuelas de Cobeta. El pueblo ha mejorado mucho desde entonces, no parece el
mismo. Hoy no he visto aquellos pequeños corrillos de mujeres hablando y
cosiendo a la puerta de sus casas y en el escalón de la iglesia; tampoco a los
hombres faenar en los huertos de la veguilla. Era otro tiempo, es verdad; quizás
vivan aún algunos de ellos intentando cruzar, como buenamente puedan, la recta
final de su existencia. Es la eterna cantinela de nuestros pueblos, donde la
modernidad se llevó a pesar de todo la mejor parte: el elemento humano
imposible de recuperar. Al salir de Cobeta, la fuente de la carretera rumorea
sobre su leve piloncillo de piedra.
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