Y el pueblo lo estaba así, como escondido, como metido cuidadosamente en un enorme estuche de cristal. Perderse al caer la tarde por los llanos de robledal que hay a esas alturas de la sierra al pie del Santo Alto Rey, es entrar por sorpresa en un delicado paraíso de transparencias difícil de explicar. Un viaje a propio intento a este importante rincón de la provincia siempre vale la pena, y más en estos atardeceres apacibles del verano, cuando la naturaleza en medio del silencio se manifiesta joven, plena de vida, como recién salida de las manos de Dios.
Llego a Bustares por retaguardia, es decir, de sierra para acá. Los densos pinares por entre los que se va abriendo camino, casi exangüe, el río Pelagallinas, darán paso poco después a las laderas suaves y a los llanos de roble y de matorral que se extienden al pie de la Montaña Sagrada. En el fondo de un valle profundo, junto a la carretera, se dejan ver por un instante los tejados ocre -antes lo fueron negros- del lugar de Aldeanueva. Una corza, ágil y huidiza, cruza de un lado a otro la carretera en un decir amén y se pierde en el interior del bosque. Las antenas y los radares brillan con el sol de las siete sobre la cima de la montaña. Y poco más allá Bustares, solitario, luminoso, como escondido dentro del cristal de la tarde.
Antes de entrar me he detenido a ver a cuatro pasos del camino lo que no esperaba: casi un centenar de caballos hermosos, jóvenes, de pelo brillante y sano color, pastando en la pradera. Su dueño se llama Pablo Garrido, un hombre de Bustares que, según el mismo me explicó, llegado el momento oportuno se los llevarán para Cataluña con destino al matadero. Uno, que siente verdadera devoción por los de esa especie, no comprende que al animal más hermoso del mundo le espere ese final, sin haber sido útil para otra cosa; pero la vida es así, un revoltijo de contrastes bruscos y de realidades ilógicas, que cuando menos zarandean el ánimo.
La Fuente Nueva atestigua en mitad de la Plaza los efectos de la escasez. La fachada de la iglesia de San Lorenzo es el motivo principal en la plaza de Bustares; tiene una portada románica interesante, y está casi toda ella construida con piedra ganéis, esa piedra de color plomizo, mezcla de pizarra y de granito, con la que los primeros habitantes de la comarca levantaron sus recias viviendas, de las que muchas de ellas todavía pueden verse. Algo así como la historia gráfica de otras maneras de vivir que ya muy pocos conocen.
No es mucho, si lo comparamos con el que hemos dejado atrás en la capital, el calor que se siente a estas horas de la tarde en los pueblos de la sierra; no obstante, puede ser bueno el momento para entrar y tomar algo en el bar de Garrido. Juan no es el dueño del bar, pero está despachando tras el mostrador en este instante. Bustares es un pueblo afortunado en servicio de bar; pues son cincuenta y cuatro personas en invierno y lo tienen abierto casi todos los días del año. Durante el verano suelen abrir en el pueblo, además, algún otro establecimiento.
La hermana de Juan se llama Rosario. La hermana de Juan está dispuesta a acompañarme a ver la iglesia. Por lo general, y a falta de sacerdote que resida en el pueblo, suele ser ella la que guarda la llave de la iglesia, pero que en ese momento no la tenía en casa. Mi interés por conocer la iglesia de Bustares es doble; por una parte me gustaría saber qué es lo que queda del enterramiento de don Juan Arias Saavedra, aquel hidalgo jadraqueño, íntimo en amistad con Jovellanos, y anfitrión durante algunos días de don Francisco de Goya, que por no sé qué avatares de la vida, murió en Bustares y fue enterrado en una capilla lateral de su iglesia; por otra parte me hubiera gustado ver la pequeña imagen de la Virgen de la Trapa, esa joyita emblema de la escultura barroca en piedra de alabastro que fue a parar allí, sin que se tenga una idea cierta del cómo y el porqué, aunque a mí, como simple opinión personal, se me ocurre pensar que pudiera proceder de la familia del antes dicho señor Arias Saavedra, por venir a coincidir, más o menos, el estilo con la época en la que aquella familia vivió: finales del siglo XVIII.
Pudimos ver la iglesia al fin, pero antes fue preciso darnos una paseo hasta el huerto de la señora Concha, que viene a estar a diez o quince minutos de camino a pie por la Dehesa de la Iglesia. Por el camino, Rosario me habló de que el pueblo se ha quedado en una décima parte de lo que antes fue en número de habitantes, que mal que mal la gente fue aguantando hasta que les quitaron la escuela, medida fatal que obligó amuchas familias a marcharse de allí. Hablamos también del hecho vandálico que tuvo lugar durante el invierno del año pasado en la pequeña ermita que hay en la cima del Alto Rey, cuando algunos desalmados destrozaron las imágenes que había dentro. Su valor material era escaso, pues estaban construidas toscamente con cemento blanco, pero eran algo consustancial con la montaña, con la devoción de la comarca, con la ermita, con la leyenda y con la historia de aquel significativo paraje. Lo más triste del caso no es el hecho en sí de desconocer quién fue el culpable, sino que ha pasado más de una año, y unos por otros, a quienes corresponda, no se hayan tomado medidas para reponer las imágenes y asegurar mejor las puertas de la ermita.
La dehesa, ocupada de robles y de pequeños huertecillos es uno más de los encantos que tiene Bustares en tiempo de verano. El campo ejerce hoy por estos pueblos de montaña una mera función de recreo. La abundante ganadería de la que vivieron en tiempos pasados tantas generaciones, y lo poco de agricultura que durante décadas y siglos ayudó a nutrir las despensas de cada familia, han disminuido en su actividad en la misma proporción que el número de habitantes, quedando reducido a poco más de medio centenar de reses vacunas, a alguna que otra manada testimonial de cabras que viven en el campo, y a los setenta u ochenta caballos que cría para la venta Pablo Garrido. La agricultura tiene su fuerte en las pequeñas parcelas o cercas de hortaliza que aparecen dentro o en las inmediaciones del pueblo, donde apreciamos cómo destacan las apretadas copas de los árboles frutales, cuya cosecha anual está condicionada por los rigores de la climatología, duros como cabe suponer durante los inviernos por estas latitudes.
De regreso hemos visto a un grupo de hombres sentados junto a la Fuente Vieja. Es ésta la fuente de la que el pueblo se sirvió durante toda la vida, en la que nunca faltó el agua, con su largo abrevadero pegado al muro. Entre la Fuente Vieja y la Fuente Nueva está la calle Entrefuentes, por la que regresamos de nuevo hasta la plaza para ver cumplido mi antiguo deseo de visitar la iglesia, y comprobar in situ lo poco o lo mucho que gustaba conocer.
Bustares, el pueblo con todos sus huertos, sus dehesas, y el extenso robledal que tiene a cada lado, se ha ido cubriendo de sombras. La tarde anda de caída. En la cumbre del Alto Rey, por encima de nosotros, todavía luce el sol, un sol limpio en tono anaranjado que preludia la llegada de la noche
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