lunes, 18 de julio de 2011

POR EL PÁRAMO MOLINÉS



Siempre que acierto a caer por aquellos pueblos del Alto Señorío, hecho que ocurre en dos o tres ocasiones a lo largo del año, contando, claro está, con las mejores condiciones climatológicas por aquello de la distancia, regreso con el sinsabor de no tenerlos más cerca. Todos ellos son pueblos interesantísimos, pero que llevan consigo la fatalidad de encontrarse lejos de todas partes. Confieso que, sin ánimo de desmerecer a pueblo alguno de otras comarcas en los que siempre que fui me encontré como en mi propia casa, es en la mitad norte de la comarca molinesa donde me crucé con la gente más acogedora y afable de todo nuestro mapa provincial; donde el semblante de los pueblos, todavía hoy, nos habla de su pasado con infinitas muestras acerca de la importancia de quienes vivieron allí, timbrando con voluminosos sellos de piedra labrada las fachadas de sus casonas más antiguas. No debemos olvidar que si Guadalajara ha dado una reina (doña María de Molina), un santo y tres beatas, todos, menos una de ellas, habían nacido por allí; y hombres de letras, y médicos notables, y jurisconsultos que hicieron historia, y militares con rango, y altas dignidades de la Iglesia, cuya presencia pasados los años y los siglos, continúa como diluida en el ambiente general por estos lugares.
Hinojosa y Tartanedo son dos de esos pueblos molineses a los que me acabo de referir. Los he visto en ocasiones diferentes y siempre he encontrado en ellos algo por descubrir. Cualquiera de ellos ha mejorado de aspecto de manera bien visible, pero se han ido quedando sin gente que los habite de manera continua. No sé si superarán en mucho el medio centenar de habitantes cada uno, cuando si echamos la mirada atrás, el censo de población no era el doble, sino cinco o seis veces mayor. Sí, es la medida general de un porcentaje elevadísimo de pueblos de agricultores en la mayor parte de España, pero eso no nos debe servir de consuelo a la vista de tantas puertas cerradas, de calles enteras con las casas cerradas en nuestro medio rural del que, directa o indirectamente, procedemos una inmensa mayoría de los que vivimos en las ciudades.
Hemos dejado a Labros atrás, recostado en la ladera. A Hinojosa se llega inmediatamente, sólo unos minutos separan a ambos pueblos. A Hinojosa lo tenemos aquí, a nuestra mano derecha, extendido en el llano, a los pies del cerro peñascoso que las gentes de la comarca conocen por la Cabeza del Cid. Hinojosa, ya desde su entrada, es un pueblo atendido con gusto, un pueblo de calles impecables y de viviendas restauradas que todavía rezuman aquella noble condición de los que fueron sus primeros moradores; casi todas cerradas, eso es verdad; pues tanto en Hinojosa como en el resto de los pueblos de su entorno, las glorias del pasado se han quedado como enquistadas en las piedras y en los escudos.
Aquí la señorial ermita barroca de la Virgen de los Dolores, con inscripción sobre la fachada que uno no consigue descifrar por completo debido a la altura, y el escudo de armas de los garcía Herreros, de cuya familia, don José, canónigo en Valladolid y caballero de la Real Orden de Carlos III, mandó levantar, gallarda y sobria, como regalo al pueblo donde nació. Nada más limpio, más cuidado y más atractivo que el Paseo de la Virgen que tiene delante.
Los Malos, los Ramírez, los Morenos, los Iturbes, además de los García Herreros, conservan en las diferentes calles de Hinojosa las sólidas mansiones que los recuerdan, como testimonio de un pasado lejano escrito en piedra sillar y franqueado con los escudos heráldicos de tantas familias como en siglos atrás habitaron en estas casonas, cerradas hoy a cal y canto.
El olmo viejo de la plazuela, donde se acostumbraba dar la batalla final en la fiesta de la Soldadesca, tampoco existe, ni siquiera el tronco, que sostenido mientras se pudo de forma casi antinatural, acabó por desaparecer y hoy, como casi todo lo grande en Hinojosa, ha pasado a ser recuerdo.
Dejamos el pueblo atrás, pasando de largo dos monumentos más que forman parte de la riqueza monumental del pueblo: la iglesia de San Andrés, que encontré cerrada, y la ermita románica de Santa Catalina, allá en el sabinar camino de Milmarcos, toda una joya de nuestro arte medieval más auténtico. Vamos camino de Tartanedo.
La primera vez que estuve en Tartanedo fue a la salida del invierno del año ochenta y dos. Me impresionó el pueblo y me impresionaron las buenas gentes con las que me encontré en aquel viaje. Y tanto fue así, que en el reportaje que publiqué días después en este mismo periódico, se me ocurrió llamarlo con un apelativo sincero, pero tal vez un poco cursi: “la perla del Señorío”. Es verdad que en todo el Señorío hay algunos Tartanedos más, otras “perlas” a las que referirse en justicia; pero sucedió que a alguien de por allí no le pareció ajustada la apreciación, y dirigió a la redacción del entonces semanario una carta que me pareció injusta e inconveniente, a la que no respondí. Han pasado muchos años desde entonces y a pesar de aquello sigo pensando lo mismo. Pelillos a la mar, el tiempo lo borra todo, aunque no así la verdad de las cosas. Tartanedo, amigo lector, por su historia, por esa nómina de personajes ilustres que ha dado al mundo, por la actual condición de sus gentes -muy escasas, por cierto-, sigue mereciendo no sólo mis respetos, sino también mi admiración.
Cuando se entra en Tartanedo desde Torrubia se hace dejando atrás una ermita y una cruz de hierro que se alza sobre un romántico pedestal de piedra vieja. Si se hace llegando desde Hinojosa, el primero y principal detalle de interés será la fuente pública que nos sale al borde de la carretera. Una fuente que nunca dejó de manar desde los tiempos de su construcción que ya va para dos siglos. Es una fuente de pilón bajo, rectangular, con cuatro caños, de cuyo fondo se levanta un muro de sillería con inscripción latina, en el que se dice cómo fue mandada construir en 1816 por don Manuel Vicente Martínez, arzobispo de Zaragoza y natural de Tartanedo.
Al lado de la fuente y de la carretera se eleva la torre de la iglesia de San Bartolomé, de la que quiero recordar por anteriores visitas su magnífico retablo barroco, que, según me explicó mi amigo alejando Moreno, un hombre cabal ya fallecido, lo regaló don Bartolomé Munguía, cirujano del Rey y natural de Tartanedo. A la torre se sube por una escalera de caracol sin espigón central, una meritoria obra de arquitectura.
La plaza del pueblo está dedicada a la Beata María de Jesús López Rivas, elevada a los altares el 14 de noviembre de 1976, en una ceremonia memorable que acarreó hasta la iglesia de San Pedro en Roma a una buena parte de sus paisanos. La Beata María de Jesús, fue en vida algo así como la mano derecha de Santa Teresa, a manera de asesora o de secretaria. La Santa de Ávila la solía llamar cariñosamente “Mi letradillo”.
Las anécdotas que se cuentan en Tartanedo acerca de sus hijos más insignes son muchas. Recuerdo, para terminar, aquella que me contaron con relación a don Francisco Javier de Utrera, cuya casona familiar nos llama la atención siempre que pasamos por allí. Cuentan que siendo niño, el pequeño Francisco Javier apuntaba buenas maneras para el estudio. El muchacho debió de pedir permiso a su familia para marcharse, seguramente al seminario. Su padre accedió, no sé si de buen grado; pero se cuenta en el pueblo que en el momento de marchar le dijo algo así como: ¡Vete y no vuelvas por aquí hasta que no seas obispo! Y volvió, claro que volvió, siendo obispo de Cádiz.
Pueden suponer nuestros lectores que les aconsejo darse una vuelta por allí aprovechando el tiempo a favor. La excursión puede alargarse por otros pueblos más: Torrubia, con su fuente y su campanario impresionantes; Tortuera la de los hidalgos palacetes; Rueda, más hacia Molina, la cuna del primer obispo de Madrid; y, si sobra tiempo, la propia Molina en donde hay tanto que ver.

(La fotografía corresponde al Paseo de la Virgen de Hinojosa. Picota y ermita Barroca de la Virgen de los Dolores)

jueves, 14 de julio de 2011

A U Ñ Ó N



Hacía tiempo que no había vuelto a visitar la villa de Auñón. Lo hice días atrás y debo confesar que he vuelto gratamente impresionado. Los pueblos de Guadalajara han dado un cambio radical durante el último cuarto de siglo, y en Auñón se nota todavía más esta diferencia. Un pueblo con brillante pasado cuyas glorias, convertidas hoy en piedra para el recuerdo, reclaman cuando menos ser sacadas del olvido, que se les de la importancia que merecen, como ya se la procuran dar una buena parte del vecindario unida a muchos de los hijos del pueblo que viven fuera, cuya acción se deja notar en un sinfín de detalles destinados a conservar lo que es suyo.
Auñón, con lo mucho que posee para ver y admirar, se encuentra un tanto escondido entre los pliegues del olvido para los que no son de allí, sin que se tenga en cuenta lo que antes fue y lo que todavía conserva de todo aquello; no así para los que son de allí o tienen con el pueblo alguna relación familiar o de convivencia, que bien saben aprovechar lo que tienen y lo procuran cuidar para evitar que se pierda. Las viejas viviendas de piedra noble; la monumental iglesia de San Juan Bautista; ese regalo de valor impagable heredado de sus antepasados, que es el santuario de la Virgen del Madroñal; las costumbres que procuran mantener vivas, entre las que sobresale la devoción a su Patrona, constituyen una riqueza que no todos los pueblos poseen, y que, naturalmente, pasan a engrosar el enorme patrimonio artístico y cultural de la provincia, aunque no se le haya tenido mucho en cuenta, por lo menos hasta el día de hoy
Con el desvío de carretera abierto años atrás, el transito por aquellos parajes alcarreños ha mejorado de manera sensible, se ha evitado aquel revoltillo de curvas peligrosas y se han acortado las distancias, pero se ha perdido la visión tan personal de las casas empinadas sobre la roca, que tantas veces al pasar nos recordaron las de las hoces de la ciudad de Cuenca. Ahora se entra al pueblo por la parte opuesta, si bien se permite alcanzar con la vista al pasar junto a ellos algunos monumentos importantes que destacan en esa especie de vertiente hacia la vega en la que asienta el pueblo: la altiva torre de la iglesia, toda de piedra sillar, rematada por cuatro hileras de pequeños pigotes; la capilla mandada construir por don Diego de la Calzada, obispo de Salona, en 1612; la ermita de la Soledad, abajo en la vega. Pero es preciso subir hasta la Plaza Mayor, y para ello, al cabo de una entrada en cuesta, nos sorprenderá ver frente a nosotros una vivienda de aspecto rigurosamente señorial, con arcada de dovelas en la puerta de entrada, que no es sino la casa-palacio del Marqués de Auñón, título nobiliario que ostentó por primera vez el caballero don Melchor de Herrera y Rivera, una vez comprado el pueblo a la Orden de Calatrava, de la que había sido con anterioridad cabecera de Encomienda, y haber recibido del rey Felipe II el título de nobleza. Esta familia de los Herrera fue dueña de la villa de Auñón durante varios siglos, hasta el siglo XIX en que el pueblo pudo comprarse a sí mismo. Como detalle de interés, debe quedar constancia al hablar de Auñón, de que uno de sus últimos herederos fue don Ángel Saavedra y Herrera, duque de Rivas, el famoso escritor romántico autor de obras tan importantes dentro de nuestra literatura nacional del siglo XIX como el “Don Álvaro, o la fuerza del sino”.
Han sido varias las ocasiones en las que la villa de Auñón se hizo notar a través de la Historia. Una de ellas lo fue en el siglo XV, cuando la sublevación de aquel famoso oportunista al que se le conoció con el apodo de Carne de Cabra, de nombre don Juan Ramírez de Guzmán, quien se propuso asolar todas las tierras de Zorita después de haberse nombrado él mismo Maestre de la Orden de Calatrava; y así se fue adueñando por razón de la fuerza, y de la oportunidad, de todos los pueblos, menos de Auñón, que se hizo fuerte y resistió el duro y prolongado cerco al que se vio sometido sin llegar a entregarse. Otra oportunidad más en la que el vecindario demostró su resistencia y su bravura, tuvo lugar el día 23 de marzo de 1811, cuando unidos a las guerrillas del Empecinado, arrollaron a una guarnición de más de medio millar de soldados franceses mandados por el entonces coronel Hugo (padre, por cierto, de otro célebre romántico francés: Víctor Hugo). En aquella ocasión les hicieron más de cien bajas entre muertos y heridos, además de otro centenar de prisioneros. Los demás franceses, viéndose perdidos, se refugiaron dentro de la iglesia, poniéndose a salvo al final favorecidos por una lluvia intensa que obligó a que se detuviesen los ataques, circunstancia que permitió que dos columnas más del ejército francés acudiesen en su socorro.
La monumental iglesia del XVI, con su torre cuadrada y el rotundo ábside que da a la plaza, es el edificio más importante que hay en el pueblo. Tanto en lo que corresponde al exterior como a lo que se puede apreciar dentro de ella, la iglesia de Auñón es un dato más de la categoría que en otro tiempo tuvo el pueblo como entidad, pues bien metidos en la década del diecinueve llegó a alcanzar un millar de habitantes, si bien, hoy esa cifra es bastante menor. Con respecto a la iglesia queda constancia de que la torre fue construida en el año 1526, teniendo como maestro de obras a Juan Sánchez del Pozo, y el interior de tres naves, repartidas entre elevadas e imponentes columnas, todo de piedra sillar, tiene como fondo al presbiterio un retablo de gran tamaño, estilo plateresco, tallado en 1583 por Nicolás de Vergara, con pinturas de Juan de Velasco.
Pero no es la monumental iglesia de San Juan, pese a todo lo dicho y a lo mucho más que de ella se podría decir si se dispusiera del espacio suficiente, el lugar donde se recogen los detalles de piedad y los afectos a la Madre común por parte de los hijos del pueblo, sino el santuario del Madroñal, que se encuentra apartado a unos seis u ocho kilómetros de distancia, en un declive fragoso del campo de la Alcarria con vistas al pantano, en el que los naturales del lugar suelen depositar con frecuencia sus afectos a la Patrona.
Cuando fui al Madroñal por primera vez, hace ahora 25 años, vivía en el santuario con su familia una buena mujer, la señora Paca, que se encargaba de cuidar todo aquello con sus escasas fuerzas. Ahora no vive nadie de manera continua.
La devoción a la Virgen en aquel lugar, parece ser que tiene su origen en el año 1085, tiempo aquel en el que refiere la tradición que se apareció sobre un madroño. Se habla de que el pueblo se negó en principio a aceptar aquel hecho sobrenatural, pero que cambió de opinión después de haber visto con sus propios ojos cómo había sido curado por medio de su intervención el brazo del pastor vidente. El santuario es posterior al hecho milagroso. He leído recientemente en un documento muy antiguo que es posible que lo mandasen construir los caballeros calatravos y lo empleasen en principio como lugar de defensa. La primera imagen de la Virgen del Madroñal desapareció en la guerra del 36; de aquella imagen se contaba que fue esculpida por San Lucas. La imagen actual es muy pequeña en tamaño; se venera presidiendo el retablo de la capilla del santuario y tiene su fiesta mayor en el mes de septiembre, previa novena a la que acuden un gran número de devotos, de manera tal que algunos de ellos pasan allí toda la novena con sus días y con sus noches, cocinando y pernoctando en las distintas dependencias que hay en el interior del santuario preparadas con ese fin.
Los hechos milagrosos ocurridos en aquel lugar por la intercesión de la Virgen han sido muchos a lo largo de la historia del santuario. Cuando esto se escribe está a punto de aparecer un interesante volumen, en magnífica edición, titulado «Aparición y milagros de Nuestra Señora del Madroñal, Patrona de la villa de Auñón», escrito en 1667 por un religioso de nombre Fray Miguel de Yela, cuya trascripción directamente del manuscrito, selección y estudio, se deben al profesor Alberto del Amo Delgado, natural de esta villa; y en el que se recogen, además de la historia del venerable lugar, una buena parte de los hechos milagrosos que se atribuyen a la intervención directa de la Virgen en esa advocación.
Desde hace cuatro o cinco años, y a iniciativa del párroco actual, el santuario cuenta con fluido eléctrico e importantes mejoras, lo que, tanto para los actos de culto que con cierta frecuencia se celebran allí, como para romeros o residentes de temporada, permite ciertas comodidades que antes no tenía. (“Nueva Alcarria”. 2005)

lunes, 11 de julio de 2011

PAISAJE CON MURALLAS



No tengo duda de que en este trabajo contarán más las murallas que el paisaje, aludiendo al título con el que he creído oportuno encabezarlo. La estampa de los campos por allí no es otra que la propia de la meseta fría sobre la que en tiempos ya lejanos se aposentó la Historia, y lo que es más, dejó una huella perdurable que ha llegado hasta nosotros. Es la eterna imagen del campo de Sigüenza la que, en el interesante recorrido de hoy, habremos de tener como escenario.
Apenas un arroyuelo, y otro más allá, con nombres confusos, o sin nombre siquiera; unos con los bordes teñidos de blanco de sal y otros con las márgenes verdes erizadas de carrizo, apenas ofrecen al caminante un hilillo sutil de agua corriendo por su fondo, que acaba por desaparecer cuando llega el verano. Y allá, a nuestra mano izquierda, se distingue metido entre murallas Palazuelos. La carretera sigue adelante abriéndose paso camino de Atienza, primero, y de Soria, después. Palazuelos es una reliquia del pasado. Lo es cada vez menos, pero ahí está, escondido dentro del fortísimo cerco al borde de la vega, al pie de un páramo al que dan forma los parajes de la Tainilla, del Cañejo y del Alto de los Mirones. Todos ellos nombres con vieja remembranza.
El cerco de murallas atrae al viajero que pasa por sus aledaños. En casi todos los pueblos antiguos, marcados a perpetuidad por el punzón de la Historia, hay que ir a buscar los detalles artísticos e históricos que puedan tener allá donde los haya. No es ese el caso de Palazuelos, en donde la presencia de las piedras pregona su noble condición desde la distancia. Una vez dentro hay veces en que las cosas son distintas; seguro que las nuevas maneras que ha dejado sobre los hombres y su modo de vivir el roce de los siglos, en las que se intenta que prevalezcan sobre todo lo demás el confort y la buena imagen, vayan dejando a un lado el poso de lo que antes fue, y que es en realidad lo que hoy busca la gente, lo que llama la atención y hace distinto a éste de aquel otro lugar. El impacto del turismo llamado rural es uno de los últimos recursos que quedan a los pueblos para sobrevivir, y Palazuelos, al que acabo de llegar, es sin duda uno de los que cuentan con mayores posibilidades de éxito en ese posible despertar.
Se llega a la plaza después de haber cruzado en ángulo una de las tres puertas por las que se entra a la villa, además del arco de la Fuente que bien podría considerarse como otra puerta más. La plaza es ancha y estirada en vertiente. Algunas de las casas que la entornan han sido restauradas y otras no. Un vendedor ambulante acaba de instalar su negocio en mitad de la plaza. Poco después llegaría sonando el claxon la furgoneta del panadero. Desde la plaza parte la Calle Mayor siguiendo la dirección de las murallas hasta la puerta de San Roque, después de haber dejado en mitad, a un lado y al otro, la fuente abrevadero y la iglesia de San Juan Bautista con su portalejo sobre dos columnas cubriendo la portada románica. La Calle Mayor, a pesar de las muchas reformas habidas en varias de sus viviendas durante los últimos quince o veinte años, sigue mostrando ese sabor señorial que tuvo siempre. Uno piensa que si en la provincia existe algún pueblo con auténticas reminiscencias altomedievales es precisamente éste, una afirmación que autoriza y que avala su magnífico cerco de murallas, regalo a la posteridad del Marqués de Santillana, don Iñigo López de Mendoza en el siglo XV, y de su hijo el adelantado de Cazorla, don Pedro Hurtado de Mendoza, cuyo escudo de armas figura, dando vistas al campo, por encima del arco en la puerta de San Roque.
Como propiedad mendocina que fue, y bien que se nota, el recinto amurallado alza anexo el castillo sobre un lateral situado al poniente. Hoy es propiedad particular este castillo, pero desde el momento de su construcción a la par que las murallas, y hasta casi la mitad del siglo XIX en que se abolieron los señoríos, la fortaleza fue propiedad de la familia Mendoza en sus distintas ramas.
Un paseo más, ahora por callejuelas pinas hasta la tercera de las puertas de la villa: la puerta del Monte. Un vistazo a la vega y otra vez Calle Mayor adelante imaginando el otro Palazuelos, el de los grandes señores que anduvieron por estas tierras, tales como el Infante don Juan Manuel, que muy cerca de aquí, en la otra vertiente de la ancha vega, puso punto final en Pozancos a la primera parte de uno de sus libros más reconocidos: el Libro de los estados; o a cualquiera de los Mendozas, desde el propio don Iñigo, hasta los últimos Iñigos y los Pedros Hurtado que en diferentes épocas debieron de ocupar las estancias del sólido castillo que tenemos enfrente, y cabalgar por sus senderos cercanos, y cazar por las laderas hoy mondas y grises de estos campos de Sigüenza.

En las afueras, camino de Carabias, está la más fotogénica de todas las ermitas de Castilla, modelo de construcciones piadosas del siglo XVIII, de las que tanto abundan en nuestros pueblos, pero menos pulidas y coquetonas que esta que luce al sol fuera del cerco amurallado de Palazuelos. Y algo más allá, un poco a mitad de ladera, otro pueblecito, Carabias, testimonio de siglos, de nueve siglos atrás. En Carabias vive muy poca gente de manera continua, diez personas tal vez, o quizás menos.
Las casas en Carabias se ven por el barrio de arriba diseminadas e inconexas. Ahí el antiguo paredón de adobe y entramado; más allá la fuente de la Escopeta, con su piloncillo seco. La vega, capricho por generaciones de los hombres del campo, ahí a la caída. La fuente neoclásica que surte al pueblo mana por sus dos caños, y con el agua del sobrante se riegan los huertos de la Roqueña; el agua baja hasta los huertos por unos canales ocultos que los hombres del lugar entienden muy bien y hacen funcionar por medios rudimentarios, pero efectivos. Los huertos de la Roqueña dieron para vivir a hombres y animales domésticos durante toda la vida, incluso cuando en el pueblo eran no sólo diez, sino más de cien personas.
Lo mismo que Plazuelos, también Carabias perteneció en tiempo inmemorial a los Mendoza. La estrella de Carabias, la buena estrella de Carabias es su iglesia. Solo el placer de verla detenidamente y de sacar algunas fotografías desde ángulos diferentes, justifica acercarse hasta el pueblo. Es un ejemplo más de lo mucho y bueno que, a Dios gracias, todavía conservamos en la provincia como muestra simpar del arte románico. La restauración a la que fue sometida tiempo atrás ha vuelto a darle su primitivo esplendor. Hasta siete arcos entre columnillas parejas se cuentan a cada lado de la pilastra central por la cara del atrio que mira al mediodía. En la cara poniente tiene el artístico corredor otros siete arcos más. La torre campanario es posterior al resto de la iglesia, pienso que sustituye a la espadaña en su propio estilo que pudo tener en origen.
Es buen momento de tirarse al camino, amigo lector. El invierno con sus fríos y rigores por estas latitudes del campo de Sigüenza es ya cosa pasada. La distancia no cuenta, y el tiempo parece el más oportuno. Sigüenza, Palazuelos, Carabias, Pozancos. Motivos no faltan para dedicarles todo un día de tu descanso, y si vienes de lejos, mejor todo un fin de semana.

(En la fotografíaparece la iglesia románica de Carabias)

lunes, 4 de julio de 2011

E M B I D


Viajar hasta los confines de la provincia por el saliente requiere, entre otras cosas, que el tiempo acompañe; y aun así, cuando uno se va aproximando a los primeros sabinares de la comarca molinesa, se da cuenta de que las cosas siempre cambian con respecto a la climatología que dejamos atrás. Solamente es preciso viajar de un extremo al otro de la provincia en cualquier dirección, para darse cuenta de la variedad de paisaje, de temperamento, de costumbres y hasta de maneras de vivir, de unos lugares a otros apenas desplazarse desde el punto de partida durante una hora de viaje. La facilidad -y la necesidad- que ahora tenemos de ir de un sitio a otro por causas distintas va limando estas diferencias, pero aun así en el medio rural todavía son notorias.

A Embid, pueblo de los rayanos molineses al que acudo por segunda vez después de tanto tiempo, se puede llegar directamente desde Cillas por la carretera que sigue hacia Tortuera, o dando un poco de vuelta por La Yunta, obligándose de esta manera a pisar durante unos minutos caminos de Aragón. No es la ruta más aconsejable para llegar a Embid desde Molina, pero tomé ésta segunda opción a pesar de que la distancia sea un poco mayor, pues se cuenta con la ventaja de andar por tierras menos conocidas y con la posibilidad de descubrir algo nuevo: un viejo monumento en ruinas, un arroyo seco, o una ermita solitaria, como ésta de Santo Domingo de Silos que aparece junto a nosotros en una leve hondonada al poco de volvernos a incorporar en tierras guadalajareñas. Una ermita en la que quienes van de paso se pueden deleitar con la apretada serie de esgrafías e inscripciones grabadas sobre la piedra, que son un valioso documento a la vez que una muestra de la singular paciencia y de los deseos de perpetuar su memoria por parte de muchos de los habitantes de la comarca, a lo largo de los dos o de los tres últimos siglos.

La solitaria ermita de Santo Domingo ocupa los bajos de un pequeño promontorio, por cuyas pedregosas cercanías pasa la carretera comarcal que sigue hacia Daroca. A cuatro pasos de la ermita queda el cauce exangüe del río Piedra y una especie de fortaleza natural de rocas erosionadas que se recortan en formas caprichosas.

La ermita de Santo Domingo es un lugar apacible. Uno siente verdadera devoción por estos sitios tan apartados y tan silenciosos que nuestra civilización ha ido excluyendo, y en cuyos centenarios sillares queda constancia de horas inolvidables, de emociones amarillentas por el paso del tiempo, de idilios, quién sabe, que comenzaron en lugares así con ocasión de una romería y acabaron juntando dos vidas para siempre en tiempo de nuestros abuelos.

Sobre las dovelas de la ermita aparecen inscritas, con letras nobles que el romero trabajó y pulió con esmero, nombres de pueblos y de personas que ya son historia. Gentes llegadas hasta allí para honrar al Santo procedentes de Tortuera, de Cimballa, de Monterde..., y fechas que arrancan de 1770, pasan por 1884, y otras recientes incluso de nuestro nuevo siglo. Allí hay un viejo reloj de sol señalado en la piedra, en medio de vivas y de vítores en honor del santo taumaturgo, y cuatro paredones encalados por los que corretean, recién salidas del letargo, las lagartijas.

Embid, a paso de automóvil, se alcanzará a ver algo más adelante. El pueblo aparece como extendido sobre la cuesta mirando al mediodía. Encima de un leve alcor, a la entrada del pueblo y mirando hacia las casas de Embid, están los muros, los torreones hundidos, las agujas enhiestas de piedra desgranada de lo que fue el castillo. Estampa de un valor evocador después de tanta distancia, de tanto campo y de tanta soledad por todas partes.

Me acabo de parar al lado de la iglesia. El coche se refresca entre dos contrafuertes. Unos pasos más y alcanzo las murallas del castillo. No tenía intención de emprender la escalada, pero la senda por la que se sube hasta el castillo no parece ofrecer demasiadas dificultades. Sopla un poco de viento. Ya dentro de las ruinas venerables de la antigua fortaleza apenas se distinguen las formas cilíndricas de tres torreones, algunas saeteras, media docena de almenas y el muro puntiagudo de la torre del homenaje. Sobre las piedras mal altas de los paredones en ruinas se airean algunas antenas de televisión.

Quiero recordar ahora cómo en el anterior viaje a Embid, aquí mismo al pie del castillo, me encontré con un señor extraordinariamente amable y abierto conversador. El buen hombre se llamaba don Nazario Martínez, por entonces tenía ya noventa años y de haber vivido en estos momentos sobrepasaría los cien sobradamente. El señor Nazario subía todos los días durante el buen tiempo al cerro del castillo y llevaba la cuenta de las piedras que cada invierno se iban desprendiendo de la torre mayor.

Hacia un lado, el pueblo queda todo él extendido al descubierto desde el castillo, con la torre en espadaña de la iglesia en primer término, luciendo un arco del XVI que abre la entrada y una cúpula recortada en perfecto octógono. Alrededor, extramuros del pueblo, se ven algunos macizos desgastados de tierras viejas, oteros grises en los que no hay vida, y una ermita pequeña, la de la Soledad, que apreciamos en la media distancia como a vista de pájaro. En dirección opuesta, muy a lo lejos, se recortan en el horizonte los picachos dentados de la Sierra de Caldereros, otro más de los referentes principales de la comarca molinesa, donde se sostiene enhiesta sobre la fuerte peña, desafiando vientos y tempestades, la torre del castillo de Zafra.

Es la de hoy una hora cualquiera de un día de trabajo. La mañana no invita a estar en la calle. Durante el poco tiempo que me he quedado en Embid, apenas si he podido ver a dos personas por sus calles: una señora tendiendo ropa en un balcón y a un hombre que salía del ayuntamiento con unos papeles en la mano. Como en tantos pueblos más de esta misma comarca, también aquí nos suelen sorprender a cada paso casonas de sólida estructura, que invitan a pensar en un tiempo que se fue. Embid es uno de los pueblos que más han sufrido durante siglos y siglos los reveses de la Historia. Primero, hasta su despoblamiento en el siglo XIV, debido a las luchas fronterizas entre castellanos y aragoneses, volviéndose a repoblar poco más tarde por autorización expresa de Alfonso XI de Castilla, fechada en 1331, a don Diego Ordóñez de Villaquirán, que fue quien construyó el castillo. Luego sería rehecho un siglo más tarde por don Juan Ruiz de los Quemadales, conocido en su tiempo por el “Caballero viejo”. En 1698, el último rey de la dinastía de los Austrias, Carlos II, le concedió marquesado propio que vino a caer en el que por entonces era su noveno señor, don Diego de Molina.

Dos detalles más, con dos fechas separadas por varios siglos de por medio, me han llamado la atención momentos antes de emprender el viaje de regreso. El primero de ellos lo encuentro marcado sobre la piedra en el arco de entrada a la iglesia en la solana; se trata de un escudo tallado en la prolongación de la piedra clave con la cifra de 1530, fecha que por su antigüedad no es demasiado corriente verla escrita en las piedras de nuestros edificios. El segundo de estos detalles sería una fuente desangelada que a alguien se le ocurrió situar en una esquina de la plaza. La fuente tiene una placa escrita, con mucha más pomposidad en el texto que la causa que la motivó, incluso que su propia presencia: “Año 1953. Fuente del Teniente General Abriat. Lograda merced a su beneficiosa actuación en pro de este pueblo, con la ayuda del Estado y Excma. Diputación Provincial. El vecindario de Embid, agradecido.”

Ha pasado la hora del medio día. Un denso nubarrón se ha formado por el poniente. Sobre el pueblo y el castillo merodean unas cuantas parejas de aves rapaces.

sábado, 2 de julio de 2011

L U Z Ó N


La memoria me dice que esta es la tercera vez que paso por Luzón, un pueblo singular anclado por aquellas serrezuelas del Alto Tajuña, en donde todavía quedan de manera continua algunas docenas de personas manteniendo encendida la llamita de su nombre y de su antigüedad, como uno de los primeros lugares que selló su nombre, no sólo en lo que hoy ha venido a ser la provincia de Guadalajara o toda nuestra región, sino aun de España entera. En años precedentes anduve por Luzón en otras dos ocasiones: en el verano de 1982, tomando los datos oportunos para el reportaje correspondiente en “Plaza Mayor” de este mismo periódico, y once años más tarde, en junio de 1993, con ocasión del cálido homenaje que el pueblo dedicó a su hijo más ilustre, el doctor Layna Serrano, con motivo del primer centenario de su nacimiento.

Como en el primero de mis viajes a Luzón sorprendo al pueblo de buena mañana. Cuando antes de llegar hasta él se da vista a la fecunda vega que riega el Tajuña acabado de nacer, el pueblo se descubre en silencio, antiguo y señorial, sobre una ligera ondulación del terreno, resbalando los rayos del primer sol sobre las esquinas de las torres y sobre los ventanales en ojiva de Los Escolapios, tiñendo de un color encendido los sillares de arenisca rodena que conforman el monumental campanario de la iglesia de San Pedro.

Si la tradición no nos engaña, ya que, al menos que yo sepa no hay documento alguno que lo demuestre, aunque tampoco exista nada en contra que invite a sospecharlo, en el valle que tenemos delante de los ojos, resguardado al bajar por vertientes abruptas y rudos roquedales, debieron de instalar su cuartel general y tomar estas tierras como suyas las primitivas familias de los lusones, un pueblo celtíbero que, veinticinco siglos atrás, ocupo por estas latitudes una franja extensa de terreno mesetario, cuya capitalidad pudo estar situada precisamente aquí, en lo que ahora es el pueblo de Luzón o en sus alrededores. El pueblo está encajado entre cerros ásperos de piedra gris y rojiza, que se manifiestan en roquedales pintorescos, enhiestos como vigías que velasen desde sus puestos respectivos en el Alto de las Peñas, en Los Frailes o en la Veracruz, el sueño de los hombres, procurando garantizar la paz de la vega tantas veces alterada por los reveses de la historia desde que sus primeros pobladores tuvieron a bien instalarse en aquel escogido lugar.

Ya dentro, enseguida nos sale al paso la estupenda fuente del pueblo, con sus nueve caños de manar abundante, muy cerca del cauce del Tajuña, cuyas aguas del sobrante le aporta después de pasar por las solitarias albercas del lavadero. Desde la fuente, una calle estrecha nos lleva a la Plaza Mayor.

La plaza de Luzón se despereza bien entrada la mañana al pie de la torre de la iglesia. Una placa conmemorativa clavada sobre la pared del ayuntamiento, recuerda que en este pueblo nació el insigne historiador -al que tanto de nuestro saber debemos todos- don Francisco Layna Serrano, nombre que el pueblo ha dado también a una calle contigua que viene a caer a la misma plaza, en donde todavía está, también con su placa conmemorativa correspondiente, la casa en que nació el autor de tantas obras memorables en las que se recoge el pasado, más que completo, de Guadalajara y de casi toda su provincia.

Luzón es sobre todo un pueblo para ver, para ser observado en silencio mientras se camina despacio por sus calles en cuesta, en las que a cada paso van apareciendo motivos para detenerse a contemplar: callejones retorcidos, puertas cerradas, un dintel, un ventanuco, y más arriba las antiguas escuelas en piedra sillar como parte que son, junto a la capilla que tienen al lado, del tan elegante como inservible hoy colegio de escolapios. Aula de niñas y aula de niños. “Escuelas católicas fundadas por Juan Bolaños y Ayuso”, se puede leer con claras letras de molde marcadas en relieve en lo más alto de la fachada. Un edificio sorprendente donde la piedra lo dice todo, mientras que el silencio y el olvido no dicen nada, o por lo menos nada de lo que nos gustaría oír o adivinar. Por una de las ventanas de la escuela he podido ver maderas y palitroques amontonados, como si sus dueños lo empleasen de almacén trastero.

- Es el mejor edificio que hay en el pueblo ¿No le parece?

- Claro que sí. La pena es que no le den algún uso mejor.

- Todos los que vienen por aquí suben a verlo.

- ¿De quién es esto ahora?

- Ahora pertenece al ayuntamiento.

Los Escolapios, llamativa construcción al gusto neogótico, según proyecto del arquitecto Sr.Marañón, es lo que queda de una fundación creada por el ya dicho don Juan Bolaños, un eclesiástico nacido en Luzón a finales del siglo XIX, que en vida llegó a ostentar el cargo, dentro de su ministerio, de canónigo de la catedral de Málaga.

Comprenderá el lector que en una mañana fría, cuando en los pueblos uno se encuentra con las puertas cerradas, y los pocos habitantes que pudieran ser ausentes de las calles, no es posible conocer tantas cosas como a cualquiera que llega le gustaría conocer. De mis viajes anteriores a Luzón quiero recordar la llamativa oscuridad de su iglesia por dentro, con doble cúpula y un retablo monumental bien dorado, que preside una imagen centenaria de San Pedro revestido con los ornamentos pontificios. La Patrona es, como en Brihuega, la Virgen de la Peña, que tiene su ermita en la parte más alta del pueblo, mirando a la vega del Tajuña.

Las bajas temperaturas serán probablemente la nota negativa para el campo de Luzón, pero su vega es fecunda, rica en aguas y privilegiada por cuanto a la calidad del suelo. A pesar de todo, tanto beneficio no fue suficiente para retener a la población, que en una buena parte prefirió marcharse de allí durante los años sesenta y dejar el pueblo en bastante menos de la mitad de lo que hasta entonces fue; aunque, eso sí, haciéndose presentes con frecuencia en el lugar de sus mayores durante ciertas temporadas y en fechas muy concretas a lo largo del año, manteniendo así, aunque a distancia, activos los movimientos del viejo corazón de uno de nuestros pueblos más interesantes y con mayor vitalidad, pese a su exigua población de hecho y de derecho.

- Ah, pues le advierto que ahora el pueblo tendrá que subir.

- ¿Y eso?

- Porque nos van a dar mucho dinero cuando pongan los molinos esos que producen energía eléctrica. Se habla de doscientos millones.

- ¿De euros?

- No creo. Serán de pesetas. En el ayuntamiento lo saben bien.

El interlocutor no me da más explicaciones; acaba de llegar a la plaza desde Madrid en el momento justo que pongo el coche en marcha para volver a casa. Son más de las doce del medio día; el frío persiste; el cielo se ha nublado en un decir amén, y estamos en los últimos días de un invierno en el que los problemas del tráfico por estas latitudes a causa de la nieve y de los hielos nos hacen pensar en lo peor.