miércoles, 11 de enero de 2012

G A R B A J O S A


            Lo mismo que el buen paño, que como dice el refrán en el arca se vende, este pequeño lugar de la provincia, bonito e interesante como pocos, queda apartado al margen del camino, de manera que sólo lo podrá ver aquel que tenga intención de hacerlo, que lo vaya a buscar, como yo lo hice bastantes años atrás en un primera ocasión, y ahora, recientemente, en otra segunda.
            El pueblo se anuncia de manera muy discreta una vez pasado Alcolea del Pinar camino de Molina; pero no se ve, y bien que vale la pena dedicarle un poco de tiempo. Sólo unos cuantos pedruscos oscuros cerca del depósito de las aguas, semejan monumentos prehistóricos a la vista desde la carretera, y que nada nos extrañaría habernos podido encontrar con alguno por allí, si se tiene en cuenta que en toda la zona son frecuentes las reminiscencias megalíticas, como así lo confirma el conocido dolmen del Portillo, a una hora de camino a pie en tierras de Aguilar, allá a la caída.
            El silencio y la soledad se hacen sentir a medida que uno se va adentrando por estos parajes en los que comienzan a alternarse los valles con las parameras, con las tierras grises barridas por las bajas temperaturas del invierno y tostadas por los impíos calores de cada verano.
            Sobre el altiplano, antes de entrar al pueblo, aparece el pequeño cementerio del lugar con su ermita adosada. Limpias y elegantes las cruces y las lápidas con que los habitantes de Garbajosa recuerdan a sus muertos. Alguien dijo que la condición de un pueblo, lo que distingue a unos de otros, es el estado en el que se encuentran sus cementerios, y creo que no le faltaba razón. Considerando como válido ese instrumento de medida, y a la vista de cómo tienen su camposanto, hay que convenir en que los habitantes de Garbajosa, residentes, ausentes y oriundos, merecen la más alta de las calificaciones posibles.  
                 Por todo el pueblo y por sus alrededores suenan potentes las campanadas de las cinco en un reloj que luego no llegué a ver. Ya estoy en el pequeño parque que hay al entrar, junto a la carretera. Desde el mirador del altillo quiero recordar que en compañía de tres mujeres del pueblo, las tres entradas en edad: doña Felisa Palazuelos, doña Severina Ciruelos, y doña Tere, señora del alcalde, contemplé años atrás, mirando a lo lejos, uno de los panoramas más completos y más ricos en impresiones varias que uno pueda imaginar, parte de él correspondiente al término municipal de Benamira, ya en la provincia de Soria, con el altiplano del Carrascal allá en la distancia, donde destaca el verde pálido de las encinas, con la inmensa vega al pie, larga y ancha, de terreno llano que la recién estrenada primavera va comenzando a teñir con los primeros brotes del mes de abril y el sol enciende a la vez que avanza el día. Y más hacia el saliente, como recogida sobre la loma roqueña que la sostiene, la iglesia de Aguilar con su campanario mirando hacia la vega. Pero algo importante, y desde luego novedoso hay que añadir al paisaje con el que la vista se deleita desde el mirador del Altillo: por una lado el continuo girar de las aspas en decenas de generadores eólicos, salpicando el horizonte allá a lo lejos; y por otro el paso fugaz del AVE, más hacia el poniente. Dos impresiones que no sentí en mi primera visita al pueblo años atrás, y que hoy, si no lo rompen, si que para mi gusto resultan cuando menos extraños al paisaje.
            Gozando desde aquel tranquilo mirador el regalo de la tarde, se me ha ocurrido pensar que el viaje a Garbajosa lo hice para algo más, para andar por el pueblo, para hablar con la gente, para palpar el mensaje del silencio que en horas como ésta se aprecia mejor en los pueblos pequeños.

            El pueblo está solo. No es nada nuevo. Los trabajos de restauración en calles y viviendas han sido intensos durante los últimos veinte años. Muchas de las casas se ven arregladas con gusto, incluso con lujo. El frontón de pelota ocupa casi en su totalidad la Plaza de la Reina María Cristina. Sobre la fachada de la que pudiera ser la sede de la Asociación Cultural, hay una placa en azulejos donde está escrito: “Para las antiguas y nuevas generaciones de hombres y mujeres, que han colaborado y colaboran para mantener vivo este pueblo. 15 Agosto 2003. Asociación Cultural de Garbajosa”. Las puertas de las casas están cerradas. Me acerco a tomar una fotografía del relieve que hay marcado en la piedra sobre el dintel de una puerta cercana. Ladra un perro con vozarrón potente a la vuelta de la esquina. Los perros de los pueblos tienen predilección por los que no conocen. Es un perro grande, entre blanco y color canela, las orejas casi le arrastran por el suelo, y se llama Chuli. Al verme, se viene hacia mí ladrando desesperadamente. Una niña intenta tranquilizarlo, pero no puede. Poco después Isabel, la niña, ayudada por su madre, consiguen atarlo. Los escandalosos ladridos de Chuli se oyen por todo el pueblo.
            - No hace nada. Es que tiene la voz muy fuerte.
            - Qué bonito es vuestro pueblo, Isabel.
            - Ahí detrás hay una casa antigua que está muy bien.
            - Me hubiese gustado sacar una fotografía a la portada de la iglesia; pero veo que la reja está cerrada con llave.
            - Sí; la tiene el cura, que vive en Alcolea. Le puede llamar por teléfono.
            - No; intentaré hacerla desde fuera, y si no sale bien tampoco pasa nada.
            Debo reconocer que no he tenido suerte con la iglesia de San Miguel de Garbajosa en ninguna de las ocasiones que he pasado por aquí. En el primero, allá por el mes de abril del año ochenta y cinco, tenían en obras todo su interior en un intento de sacar a la vista la piedra de las paredes. Recuerdo, eso sí, la delicada joya del arte barroco popular castellano-aragonés de su retablo mayor, con impecable dorado y algunas tallas que preside la del Arcángel titular lanceando al diablo. Hoy tan sólo he podido volver a ver, y a cierta distancia,  la rica portada renacentista, algo restaurada también, sobre todo las columnas laterales dañadas por los hielos y por los años, en la que todavía se puede leer escrito sobre el friso superior: “Ave María Celorum. Ave María Angelorum”. El toque personal de la portada, muy al estilo de Covarrubias, se adivina a través de los siglos.
            Algo más por debajo de la plaza está la fuente pública, manando abundantemente por sus dos caños. Le han pintado una franja de un verde chillón muy llamativo. El agua del pilón es clara y transparente; se nota que como en algunos otros más de los detalles comunes, la gente se ocupa de cuidarlos, cosa vital para el subsistir de los pueblos, que como en éste tan sólo son tres o cuatro familias las que viven en él de manera continua.
            - ¿Cuántos chicos sois ahora, Isabel?
            - Somos dos. Mi hermano y yo.
            - ¿Adónde vais al colegio?
            - Vamos a Sigüenza. Nos lleva mi mamá por la mañana, y volvemos a comer a casa. Mi madre trabaja en Sigüenza.
            - Tú irás al Instituto, claro.
            - No voy al Instituto aún. Estoy en quinto. Es que como soy muy alta, a la gente le parece que soy mayor.
            - Os aburriréis aquí en el pueblo, todas las tardes solos tu hermano y tú.
            - No nos aburrimos. Los fines de semana vienen otros chicos, y luego en el verano hay bastantes.
            Pienso que no haya mucho más que ver en Garbajosa. A la salida me encuentro con una furgoneta que acaba de entrar en el pueblo. Son dos vendedores ambulantes de fruta que vienen desde Morata de Jiloca, en Zaragoza, a vender el producto de su cosecha por algunos pueblos de Guadalajara y Soria. El tendero, que habla con cerrado acento aragonés, se ha empeñado en venderme unos kilos de manzanas, y me ha dicho que de Guadalajara lo más que llegan es hasta Mirabueno.              

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