sábado, 7 de enero de 2012

EN EL PAÍS DE LA MIEL


            No es la Alcarria, como sabemos muy bien los que vivimos aquí, la comarca de la provincia que acapara todas las bendiciones, y abominaciones cuando las hay, de las tierras de Guadalajara; no. La Alcarria es una cosa y Guadalajara es otra; conviene no confundirse, y mucho menos confundir a los demás. Para quienes apenas nos conocen de oídas, o han cruzado alguna vez nuestros campos a vuelo de ventanilla de autobús o como viajeros en el ferrocarril, no debe extrañarnos que sea a sí; pero quede claro, tanto para los extraños como para los propios, que a Guadalajara en todo sus conjunto la integran otras tres comarcas geográficas que nada, o muy poco, tienen que ver con la Alcarria; comarcas bien definidas y con una personalidad tan arraigada, o más, que la propia Alcarria, aunque con menos predicamento de cara al exterior, circunstancia real que ahí está, y ante la que cualquier guadalajareño: campiñés, serrano o molinés, deberá atenerse y encajar de buen grado -tampoco hay razones mayores que lo impidan- cuando al medirle fuera de casa con el mismo patrón que a todos se nos mide, alguien opte por considerarle alcarreño.
            Pues bien, algo tendrá el agua cuando la bendicen. Algo tendrá la Alcarria para merecer, de mentes poco cultivadas, una identificación sui generis con las tierras en su conjunto de una provincia determinada a la que solamente ocupa en una determinada porción, a la vez que se extiende de manera considerable por algunas otras más de las que así mismo toma parte y cuyos pobladores se consideran, con el mismo mérito, alcarreños y a mucha honra. La provincia de Madrid tiene su trocito de tierras alcarreñas, y la de Cuenca una cuarta pare de su superficie total.  La Cuenca de Priego, de Huete, de Villar del Infantado, de Castillo de Alvaráñez o de Villarejo del Espartal, tienen (hasta en el nombre) tanto sabor a Alcarria como las vegas del Tajuña o las ásperas llanuras de Cifuentes. Uno piensa al respecto, vista la realidad sobre el propio terreno, que la Alcarria viene a ser como el sello común, inamovible, que asegura la verdad geográfica, e histórica también en buena parte, de una comarca sonora y universal, que acoge sin distinción sendos pedazos de dos provincias siamesas, aunque el renombre como tal de puertas para afuera haya venido a hundir el platillo de la balanza sobre esta porción nuestra, sobre la Alcarria de más acá de los valles del Tajo y del Guadiela, en lo que -una vez apuntadas las correspondientes salvedades- todos parecemos estar de acuerdo. La ciudad de Guadalajara queda incluida dentro del tapete alcarreño, lo que para nuestro uso viene a ser como un dato definitivo que justifique esa distinción.
            Campos ariscos y de ruda estampa; tierra de contrastes climatológicos y de complicadas maneras en su particular orografía: desierto, páramo, vallejuelo, laderas infecundas, aliagares y tomilleras, la Alcarria gozó sin razón de tiempo ni de historia, del singular privilegio de atraer hacia su enrarecida piel a lo más representativo de las alcurnias existentes dentro de la sociedad española de todos los tiempos. La ciudad romana de Ercávica en la Alcarria de Cuenca, cuyas ruinas quedan al descubierto a cuatro pasos del postrero remanso de las aguas del pantano; y la de Recópolis, fundada por Leovigildo en honor de su hijo Recaredo, a la vera del Tajo junto a Zorita, avalan suficientemente lo que acabo de decir. Tierra ésta que a lo largo de los siglos fue escenario de acontecimientos guerreros que a lo largo de los siglos marcaron los caminos del futuro en nuestro país, y que ahí están, reflejados en los libros de la Historia, o cuando no en olvidados monumentos recordatorios dentro de su propio paisaje.
            Con solo echar un ligero vistazo a los antiguos legajos de la Alcarria, y con ello quiero referirme a los que guardan entre dunas de polvo las historias particulares de sus villas más destacadas: Priego, Huete, Brihuega, Pastrana, Cifuentes, Zorita..., sería material más que suficiente para confeccionar sin esfuerzo apenas toda una nómina de personajes distinguidos que, por una u otra razón, prefirieron la adusta Alcarria sobre cualquier otro lugar de la España de su tiempo, como asiento para sus horas de solaz al amparo de la tranquila naturaleza. Y ahí tendríamos que colocar en sitiales preferentes a dos de los Alfonsos de la Castilla medieval: el VIII, fundador de monasterios, como el de Óvila, y el X, amante de doña Mayor, señora de Cifuentes; al moro Almamún, al influyente Arzobispo toledano Ximénez de Rada, a muchos y diferentes miembros de la familia Mendoza en sus diversas ramas, con la extraña flor de la Princesa de Éboli, que en la Alcarria nació, y murió dejando a la posteridad un reguero ingente de opiniones encontradas acerca de su personalidad y de su conducta; a Teresa de Ávila, la reformadora de la Orden Carmelita; a los reyes Borbones Felipe V, Carlos III y Fernando VII; a El Empecinado, que en varios momentos de su ofensiva al invasor francés montó en la Alcarria su cuartel general; al autor neoclásico Leandro Fernández de Moratín, de ascendencia pastranera; al poeta León Felipe, que se estrenó como boticario y escribió sus primeros versos en Almonacid; al último Nóbel español, Camilo José Cela, que fue su más eficiente propagandista..., entre otros muchos, sin entrar en el mundo de los vivos, que ahí están, y cuya relación acabaría por desbordar lo que en este escueto trabajo se pretende.
            Y siguiendo con esa infinidad de motivos capaces de sacar a esta tierra de su secular anonimato, se me ocurre pensar cómo, en una de las roídas ladera de matorral que tapizan los oteros de la Alcarria, ruinoso e irrecuperable, fuera de la vista del viajero desde que trazaron el desvío, queda algo más allá de Tendilla e venerable monasterio de la Salceda, donde rezó e hizo milagros San Diego de Alcalá, y abandonó un buen día camino de la Corte para ser confesor de la reina Isabel, la Católica, y regente después de las Españas, fray Francisco Jiménez de Cisneros.
            Los altos de Brihuega y de Villaviciosa fueron testigos en el año 1710 -cuando España se encontraba huérfana de rey al haber muerto sin descendencia el último de los Austrias- de una batalla decisiva que trajo como consecuencia el trasplante al trono de una nueva familia real, la de los Borbones, originaria de la Francia del Rey Sol; pues bien, así consta en los anales de nuestra historia nacional, y así se recuerda en un solitario monolito que alguien tuvo a bien plantar al borde de la carretera en donde ocurrieron los hechos, sin que parezca ser que el mundo de hoy, resultado al fin de aquella definitiva disputa por la sucesión, le haga demasiado caso. Pero no es eso todo por cuanto a escenario bélico han tenido aquellas tierras, pues más próximo a nosotros murieron por aquellos campos miles de soldados durante la Guerra Civil, y para ello copio y concluyo con aquella frase tajante, sacada con pinas de las Crónicas de guerra de Hemingway, cuando en el año 1937 anduvo por aquí como corresponsal de guerra en pleno conflicto. El ilustre autor, refiriéndose a la llamada Batalla de Guadalajara, y más concretamente a los enfrentamientos de tropas que él sitúa en las inmediaciones del Palacio de Ibarra, publicó en el diario estadounidense The New Republic un completo artículo acerca de los hechos y del que me limito a entresacar solo lo siguiente: “Sin reservas afirmo que Brihuega tendrá un lugar entre las batalla decisivas de la historia militar del mundo.”

(En la fotografía: "Las huertas de Pastrana")

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