TIERRAS
Y PUEBLOS DE SIGÜENZA
Una breve escapada, por dos motivos bien concretos, se nos puede ocurrir
una vez concluida la visita a Sigüenza. Se trata de acercarnos, si el tiempo del
que se dispone y el medio de locomoción lo permiten, a los pueblecitos de
Guijosa y de Cubillas, valle arriba, a mano derecha del Henares todavía infante
y de la línea del ferrocarril; los dos vienen seguidos, muy próximos, uno a
continuación del otro.
Guijosa y Cubillas sufrieron en sus carnes muy seriamente los efectos de
la despoblación. Los dos fueron incorporados en su día como lugares anejos al
ayuntamiento de Sigüenza. Guijosa perteneció, según la Historia, al infante don
Juan Manuel, y más tarde a los señores duques de Medinaceli. Tiene a la entrada
poco más que el esqueleto de su viejo castillo que en el siglo XIV mandó
levantar allí don Iñigo López Orozco. Quedan de él un fuerte torreón central,
los muros almenados que cercan el recinto, algún cubo sólido con garitones
guardando las esquinas, y muy poco más. Varias casas y corralones del pueblo se
pegan a los paredones malheridos del castillo.
Cubillas, lugar perdido sobre una remota ladera que mira al valle, rinde
al viajero que llega su testimonio de gratitud mostrándole la perla románica de
su pequeña iglesia parroquial, con espadaña al poniente, y dos arquillos con
parteluz por los que se cuela la claridad del día al sombrío pórtico por el que
se accede al interior del templo. Es la gracia inesperada del pasado; el
sedimento de los años y de los siglos cuyo final, si Dios no lo remedia, a
quien esto dice se le antoja próximo.
Pero volvamos a Sigüenza. Con la ciudad teñida de un indefinible color
tierra detrás de nosotros, nos disponemos a estirar, ahora con dirección norte,
la ruta viajera que nos proporciona el día.
Siguiendo la carretera de Atienza nos sale al encuentro, muy pronto y a
nuestra mano izquierda, el estrecho ramal que nos llevará de inmediato al
amurallado lugar de Palazuelos, la Ávila Seguntina, recostado como fondo de una
planicie de árboles, de huertos y de tierras de labor. Palazuelos, tanto para
quienes ya lo conocen como para quienes no, es siempre un apetecible descubrimiento.
Palazuelos. No hay duda de que el nombre que ostenta le pudo venir de las
pequeñas mansiones señoriales que tuvo en
sus horas álgidas. Sin haber
entrado aún en Palazuelos, todo nos hace pensar en un coso antiquísimo en el
que habría mucho que proteger; sede de anónimos hidalgos castellanos, parejo
tal vez en sus venturas y desventuras a la vecina Sigüenza. Se entra al caserío
por tres puertas abiertas a distintas alturas de la muralla. La puerta por la
que se accede a la plaza del pueblo se encuentra encajada entre dos torreones
haciendo ángulo. El castillo ‑lo que todavía queda de él‑ es principio y
remate del imponente cerco de piedras y de argamasa que faja al pueblo. Lo
comenzó a construir en el siglo XV el Marqués de Santillana, el poeta, y
concluyó las obras su propio hijo don Pedro Hurtado de Mendoza.
Hoy viene a ser Palazuelos una nota amable y evocadora, pincelada
bajomedieval perdida entre los huertos y los ásperos oterillos de breña que
casi nadie conoce. Por las afueras, el pueblo gusta enseñar al caminante que
sube hacia Carabias la filigrana mínima
de su ermita de la Soledad, perfecta, venerable, muda, solitaria...; para mí,
la más representativa en su trazado de todas las ermitas pueblerinas de
Guadalajara.
Arriba, medio escondido en la misma ladera fragosa, está Carabias. Es
preciso subir hasta Carabias. Aunque despoblado casi, en Carabias hay que
admirar, sobre todo, el atrio porticado de su vieja iglesia. Una cenefa de
arcadas, casi a ras de tierra, que puede muy bien rayar con las cotas más altas
del arte románico popular, tan magníficamente representado en la comarca.
AHORA,
POR CAMPOS DE SAL
Puestos en camino, de nuevo en la misma carretera que habíamos dejado
atrás para entrar en Palazuelos, marchamos sin pausa por estos frescos parajes
norteños de la provincia, a fin de acceder de inmediato a las tierras de la
sal. El milagro de la sal es por estos contornos tan antiguo como el mundo; si
bien, su explotación sistemática y ordenada, es de origen claramente medieval:
Santamera, La Olmeda, Imón, son los nombres más indicados a estas alturas para
hablar de salinas. A Santamera le agracia, además, la maravilla de sus
impresionantes risqueras sobre las que, ojo avizor, otea el buitre. Las salinas
de La Olmeda y las de Imón, sorprenden al caminante en cada viaje con la estampa pastosa del cloruro sódico a
medio cuajar, en el fondo acristalado de las albercas, donde a menudo faenan
los expertos lugareños, hasta tener a punto los blancos montones de sal gorda
que, desde muy antiguo, les dieron carácter y fama. El arroyo común, el que
acarrea envuelto entre sus aguas el, en otro tiempo tan codiciado producto, se
llama Salado; el porqué no deja lugar a dudas.
Queda la villa de Atienza no muy lejos de aquí. Con la silueta erguida
de su castillo encima de la histórica peña, lo dejaremos en esta ocasión fuera
de ruta; entre otras razones porque volveremos ahí, a la vieja Tithia, para
tomarla en su día como estrella de otra correría viajera. Por la carretera de
Soria vamos atravesando, algunos a cierta distancia, pueblecitos evocadores
del pasado. En Cincovillas queda junto a nosotros al pasar una vetusta casona
que fuera hace cien años importante mesón de arrieros trashumantes. Luego,
surgirá a nuestra derecha, muy cerca del camino, un torreón en ruinas; se trata
de la torre medieval que tuvo la iglesia del desaparecido lugar de Morenglos;
el resto del templo, se llevó, piedra a piedra, en el siglo XVI, hasta la Plaza
del Trigo de Atienza, aplicándose para la reconstrucción de la iglesia de San
Juan. Sí que hay, a los pies del torreón de Morenglos, unas cuantas tumbas en
diferente tamaño cavadas en la roca; algunas de ellas se adivina que sirvieron
de enterramiento a niños de corta edad; cuando las visité la última vez, aún se
veían en su interior huesos humanos.
El
pueblo de Alcolea de las Peñas está situado a mano derecha de la carretera.
Desde Morenglos se llega en un instante. Alcolea es un pueblo sorprendente. La
iglesia parroquial se ajusta al estilo gotico‑renacentista del siglo XV, con
espadaña románica de época anterior y un garitón que recuerda la arquitectura
civil de su tiempo. Pero lo más interesante es aquí, sin duda, lo que en el
pueblo llaman "La Cárcel". Se trata de una legendaria prisión abierta
en el interior de las peñas, con dos plantas, celdas de presos y pasillos sin
otra salida que la del abismo. Uno sigue sin comprender el abandono a que se ve
sometida y, desde luego, la falta de información que acerca de su existencia
suelen tener las gentes que viven lejos de aquí. En el pueblo, aseguran que
fue ahuecada por los moros.
La
verdad es que, por estos andurriales de la Castilla en olvido nos hemos ido
demasiado lejos. Estamos en Paredes de Sigüenza. A cuatro pasos el páramo
soriano y los Altos de Barahona algo más allá del límite de provincia. Es un
hermoso pueblo éste de Paredes. Sentenciado a muerte por la emigración, pero
bonito. Muy cerca de las primeras casas persisten aún, después de veinte
siglos, las piedras desgastadas de una importante vía romana, que después se ha
utilizado como vereda de ganados. En Paredes hay viviendas antañonas con un
visible toque señorial de hará un par de siglos; en muchas de ellas no vive
nadie. A un kilómetro del pueblo, junto a la carretera de regreso, que no será
la misma por la que llegamos a Paredes, sino la que sale de allí hacia Sigüenza
por La Riba, existe un enorme balsón de agua estancada, muy profundo y de
considerable extensión, casi como una plaza de toros. En Paredes lo conocen por
"La Sima". Se trata en realidad de una torca, es decir, del
hundimiento del terreno como consecuencia de las corrientes subterráneas de
agua que pasan por aquel sitio. El día 7 de agosto de 1979, las gentes del
pueblo vieron con estupor cómo las fauces de la tierra se iban tragando aquel
trozo de rastrojo, hasta desaparecer
para nunca ser visto, en el fondo de las aguas; de unas aguas que jamás
existieron.
Vamos a concluir la larga aventura por tierras del Alto Henares junto al
castillo de La Riba de Santiuste. No sé cuando verás, amigo lector, o si lo
harás alguna vez siquiera, este indescriptible espectáculo natural que a las
últimas del día tengo delante de los ojos. Una llanura inmensa que las luces
del ocaso han pintado de hirientes, de inmaculados ocres, con firlachos sobre
las laderas orientadas al sol de amarillo real, y campos rojizos enmarcados en
singular desorden por lomas pardas, redondeadas, silenciosas, viejas, de la
vecina sierra. Detrás, el cielo arrebolado sacude las últimas luces del día,
arrastrando por la llanura la sombra del
castillo que se encresta encima de las peñas.
Santiuste quiere decir San Justo, y fue a San Justo a quien se dedicó la
tal fortaleza en la antigüedad. En el siglo XII fue donado por los reyes
castellanos al obispado de Sigüenza. Luego, con el correr de los años y de los
siglos, se convirtió durante largas temporadas en el toma y daca entre la
corona real y la mitra seguntina. Pasó definitivamente a ser posesión de los
obispos, quienes hubieron de verlo arrasado en 1811, bajo el pie demoledor de
las tropas francesas. Algo parece que le asistió la mano del restaurador
durante los últimos años, a expensas, claro está, de su último dueño. Su
recortada estampa a contraluz, en el frío atardecer de la sierra, es una visión
paradisíaca de las que difícilmente se olvidan. La sombra de Santiuste acaba al
fin por apoderarse de los campos, de los tesos, de la carretera... En las
esquinas de La Riba han comenzado a alumbrar las bombillas. Cerró la noche.
(Las fotos corresponden a los lugares de Palazuelos, Carabias, Imón y Riba de Santiuste)
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