A pesar de su nombradía como río destacado de la Meseta, el Henares nace pobre; sale a la luz humildemente, a borbotones y sin hacer el menor ruido, al pie de unas nogueras que hay en las proximidades del pueblecito de Horna, allá por Sierra Ministra. Alumbra sus aguas el Henares a través de un sinfín de fuentecillas que brotan de manera simultanea, todas a la vez del santo suelo, uniendo el débil chorrillo que aporta cada una en un regato sin pretensiones que descenderá abriendo zanja hacia la ciudad de Sigüenza, como nervio central de un pintoresco valle por el que silba el tren, y se agazapan los silenciosos caseríos que la gente casi dejó olvidados. Luego se alargará, poco a poco, allegando por ambas márgenes el agua de los manaderos que van asomando a su paso, para tomar forma definitiva cuando ya es adulto, en su curso medio, en plena Campiña que lleva su nombre, ya próximo a la capital de provincia. A partir de su paseo por los aledaños de Guadalajara, el Henares discurre dejando sobre ambas márgenes una comarca superpoblada y fabril, hasta que se entrega, sucio y maltrecho al fin, a otro hermano gemelo, el Jarama, en tierras de Madrid por Mejorada del Campo, para fundirse más adelante con el padre común: el Tajo.
Aquí vamos a ocuparnos del río Henares en su infancia y en su juventud. Digamos, más bien, que nos vendrá a servir de compañero de viaje, si no como pretexto, a fin de entretener la jornada por las tierras más próximas al sitio de su nacimiento, con las consiguientes escapadas, eso sí, que durante la marcha se nos vayan ocurriendo, o de cara al lector vayamos considerando más oportunas. Así pues, vamos a entrar en el Alto Henares tomando como referencia, o como punto de partida, la carretera que desde la Nacional II sale hacia Sigüenza, a la altura aproximada del kilómetro 105; un lugar por todos conocido; la cosa, por tanto, es fácil.
CON
EL RIO DULCE CONTRA CORRIENTE
Aragosa viene después. Está a muy poca
distancia de la carretera por la que vamos, pero no se ve, queda escondido en
un recodo de peñascales abruptos, detrás de una alameda, sobre el mismo paso del río. Aragosa ‑pienso que nadie
lo pondrá en duda‑ es uno de los pueblecitos más pintorescos que tienen las
vegas del Alto Henares y la provincia entera. El mínimo caserío, en el que
habitualmente viven un par de docenas de personas, está encajado al pie de
enormes cortes rocosos en donde anidan las rapaces; testigo perpetuo de los
rumores del río que escapa de allí juguetón y limpio, deshaciéndose a veces en
pequeños saltos de agua entre la alameda. Se dice, y será cierto, que en este
escondido lugar se fabricó, hará dos siglos, el primer papel moneda que empleó
para su uso el Banco de España, lo que no deja de ser un dato de interés para
la Historia. De los antiguos molinos de papel
en el río Dulce no queda nada.
La Cabrera reclama nuestra atención con
sus casucas diseminadas en la hoya por junto al río. Merece la pena en
cualquier momento tomarse la molestia de bajar hasta La Cabrera. Seguro que el
viajero encontrará allí, en cualquiera de los rincones de la solana, un anciano
pensativo descansando al abrigo de los malos vientos; ágiles truchas de criadero
surcando el arroyo a su paso por medio del pueblo; o una mulilla quizás, blanca
seguramente, mordisqueando el tierno yerbazal de la pradera. Este recogido
rincón seguntino es el remedio ideal para los males del siglo, para los males
del cuerpo y para los del espíritu, entiéndase; se luce como una flor intacta,
asentado en la hondonada como una vieja estampa de calendario.
Para llegarse hasta Pelegrina
‑y, desde luego, que es muy recomendable hacerlo‑ nos debemos apartar por la
desviación que sale a nuestra derecha, antes de dar vistas a Sigüenza. Pelegrina,
el pueblo, aguarda por costumbre al visitante antojadizo alzando, sobre el duro
mojón de un cerro vecino, lo que todavía prevalece del viejo castillo de los
obispos: unos lienzos de muro y de torreón, a los que rodea el solemne
espectáculo natural de sus dos vegas. Qué pocos lugares de la Península
Ibérica, por agrestes que sean, podrán compararse a los despeñaderos, a las
cárcavas, a los crestones pedregosos, que entornan por ambas márgenes la
chorrera del río Dulce. Aquí fue, sí señor, donde el malogrado doctor Rodríguez
de la Fuente vio convertidos en realidad sus sueños de naturalista imaginativo
en perfecta colaboración con el paisaje; aquí fue donde se rodaron los más
célebres reportajes para la televisión que él realizó en su vida; aquí es,
sobre lo más alto del precipicio, al lado mismo de la carretera por la que
hemos venido, donde se alza el sencillo y emotivo monumento a su memoria,
dominando el paraje violento sobre el que inmortalizó el vuelo majestuoso de
las águilas y de los alcotanes que nacen, crecen y se reproducen, en las
covachas de las peñas con el sol encendiéndoles los ojos.
Pero volvamos otra vez sobre nuestras rodadas, a fin de tomar de nuevo
la carretera que dejamos atrás y caer con buen pie en la ciudad de Sigüenza.
Pocos, como lo hiciera en su momento Ortega y Gasset, han conseguido pintar con
palabras exactas la impresión que se siente al acercarse por primera vez a
Sigüenza: "la vieja ciudad episcopal ‑copio de "El Espectador"‑,
aparece rampando por una ancha ladera, a poca distancia del talud que cierra
por el lado frontero el valle. En lo más alto el castillo lleno de heridas, con
sus paredones blancos y unas torrecillas cuadradas, cubiertas con un airoso casquete.
En el centro del cerro se incorpora la
catedral del siglo XII."
SIGÜENZA
Dicen que la primitiva Segontia existía ya quinientos años antes de Cristo como ciudadela celtibérica, si bien no en el mismo lugar sobre el que ahora está, sino algo más arriba de la ciudad vieja. Durante los años de la Dominación Romana, y así hasta el siglo XII, Sigüenza apenas si contaba en el concierto general de las tierras de la Meseta. Sería su resurgir en el año de 1124, cuando el obispo guerrero don Bernardo de Agén ‑francés de Aquitania‑ se encargó de reconquistarla con el beneplácito del monarca castellano Alfonso VII, pasando a ser, también en lo temporal, señor de la ciudad conquistada por concesión real; era el año 1138. Los obispos seguntinos ostentaron durante varios siglos el título de Señores de Sigüenza, hasta el 31 de julio de 1796, fecha en la que uno de ellos, don Juan Díaz de la Guerra, renunció formalmente a tal privilegio.
La influencia de los obispos en la vida y en la formación de la nueva Sigüenza ha sido definitiva. A ellos debe la ciudad sus pasadas glorias, y a ellos la atrayente imagen que ofrece en la actualidad. Para su completo conocimiento, conviene dividir a Sigüenza, tal y como hoy la vemos, en tres partes bien diferenciadas, según otros tantos períodos de su formación que vienen a coincidir con importantes innovaciones en la civilización occidental y, por supuesto, con los nombres de sus obispos más activos que, desde el siglo XII hasta el XIX, la regentaron: románica, renacentista y barroca.
Además de ser una ciudad discreta, hermosa y evocadora, Sigüenza es hoy un foco importante dentro de la vida cultural en la provincia de Guadalajara, con repercusión a otras tierras debido a los habituales cursos de verano que en sus instalaciones suele llevar a cabo cada año la Universidad de Alcalá. Varios centros escolares de Educación Primaria y de Enseñanzas Medias, una escuela para la Formación del Profesorado, y el Seminario Mayor de la diócesis, dan idea en este sentido de la actividad seguntina a lo largo del año, lo que duplica su población de derecho, que aumentará todavía más durante la temporada de estío, debido a la afluencia de veraneantes que acuden al reclamo de su clima, y de su oferta artística, histórica o artesanal.
(Las fotografías están tomadas en La Cabrera, Aragosa y Pelegrina)
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