ANDAR
POR SIGÜENZA
Es
bonito andar por Sigüenza. Deben ser pocas las impresiones que queden grabadas
con más fuerza en el ánimo de quienes la conocen, que la que les produjo el
encontrarse en ella por primera vez. Como a todas las ciudades y villas
castellanas, colgadas a perpetuidad en el perchero de los siglos, a Sigüenza le
sobran motivos para gustar. Cuando el visitante camina por la estrechez
antañona de alguna de sus callejuelas, se da cuenta de que el soplo de la
Historia tiene en ella su verdadero asiento, que el pasado se hace presente en
desacuerdo con los impulsos de la modernidad, ganando siempre aquel la última
batalla.
La
Catedral, a la que más adelante dedicaremos cumplido espacio, es desde
cualquier posición el eje inamovible sobre el que gira la ciudad. Nobilísimo
emporio de sillería multicentenaria, de torres piadosas, de murallones
decrépitos y de arquillos medievales, que introducen al caminante en lo más
profundo de su ser como ciudad vieja, en el corazón siempre palpitante de la
señorial Sigüenza.
La
ciudad medieval de los obispos don Bernardo y don Cerebruno, ocupa el cogollo
histórico de la moderna estructura seguntina, la barriada románica que
comienza en la Catedral y sigue hacia el barrio alto de las Travesañas, en
donde aún se guarda como fiel recuerdo de su tiempo las iglesias de Santiago y
de San Vicente Mártir, con bella portada en bocina las dos, rebosantes de
filigranas en sus respectivas series de archivoltas; la Casa del Doncel, o de
los Arce, en la que es creencia que llegó a vivir con su familia el joven don
Martín; el viejo Hospital de San Mateo, el Palacio de la Inquisición, la
Plazuela de la Cárcel, portonas y murallones que encrestan, poco más arriba,
con el Castillo de los obispos, restaurado no ha mucho, y convertido por
imperativos de este tiempo nuestro en Parador Nacional de Turismo.
Hay en Sigüenza una bellísima Plaza Mayor soportalada, con dos hileras
de columnas dóricas bajo arcos a distinto nivel, fielmente representativas de
la arquitectura castellana del Renacimiento. Ordenó que se iniciaran las obras
el Cardenal Mendoza, allá por el año 1496, quedando emplazada entre el ala sur
de la Catedral y el palacio del Ayuntamiento. Otras muestras interesantes del
arte renacentista seguntino, en cuya construcción tanto tuvo que ver el obispo
Santos de Risoba, son el antiguo Seminario Conciliar de San Bartolomé, la nueva
Universidad Seguntina y el convento de Jerónimos, hoy Palacio Episcopal y
Seminario Mayor de la diócesis. La nueva Universidad, reconstruida sobre la
primitiva que fundara en 1489 don Juan López de Medina, hace ya tiempo que
dejó de funcionar como tal.
El
obispo Díaz de la Guerra, personaje activo y eficiente, de poca estampa física
y delicado porte (1177‑1800), se encargó de la construcción y vigiló
personalmente las obras del Barrio de San Roque, naturalmente que acorde y muy
al gusto de la época neoclásica en la que se hizo. La barriada ocupa
aproximadamente un tercio del casco de la ciudad. Las casonas que la integran,
acertada muestra de la arquitectura civil española del siglo XVIII, así como
las plazas y rincones que la engalanan o los monumentos religiosos que dentro
de su entorno se levantan, son pieza capital en la estructura urbanística de
Sigüenza. Como respiradero espacioso, aunque jamás en Sigüenza podrá hablarse
con fundamento de problemas de contaminación, está el parque de La Alameda, y a
su alrededor ‑piedra labrada, artísticos herrajes y estudiadas formas‑ el
Palacio de Infantes, la romántica plazuela de Las Cruces, el Parador de San
Mateo y la iglesia conventual de las RR.MM. Ursulinas.
Sigüenza, por lo demás, es ciudad que en sus maneras de vivir no ha
perdido en absoluto el tren de los tiempos modernos. Las calles del
Humilladero, del Cardenal Mendoza y otras adyacentes, próximas todas ellas a
la Plaza Mayor, son centros comerciales que nada tienen que envidiar a las más
populosas y dinámicas de cualquier otra ciudad de su estilo. Todos los sábados,
en plena Plaza Mayor y en los aledaños de la Catedral, se celebra el famoso
"mercadillo" al que acuden por costumbre, unas veces a comprar y
otras a mirar o a estar allí simplemente, muchas gentes de los pueblos vecinos.
LA
CATEDRAL
¡Cuántas razones para no resignarse a tocar sólo veladamente la Catedral
y, sin embargo, así habrá que hacerlo!
Nos encontramos delante de los dos soberbios torreones almenados que
flanquean la fachada principal, la del poniente, de lo que a primera vista
pudiera parecer una regia fortaleza medieval o algo por el estilo, y sin
embargo no lo es. Se trata, sin duda, del primer monumento religioso que posee
la provincia de Guadalajara, y sede de su mitra episcopal desde la primera
mitad del siglo XII.
Como todas las catedrales castellanas ‑ésta por más antigua, más severa
tal vez‑, la de Sigüenza es un juego perfecto de los diferentes estilos
arquitectónicos que han conducido el arte occidental desde el medievo hasta
nuestros días. Don Bernardo de Agén dio principio a las obras una vez concluida
la reconquista de la ciudad en el año 1124. Con la importante aportación de los
obispos que le sucedieron, la Catedral quedó concluida, por cuanto a su
arquitectura, a principios del siglo XVI.
Predomina en su estructura el estilo gótico cisterciense. La planta
tiene forma de cruz latina, con tres naves y girola como lo más significativo
de su distribución interior. En la fachada principal puede apreciarse la triple
arcada de acceso, de puras formas románicas que completan algunos ventanales y
un magnífico rosetón central del mismo estilo. Se trata de la parte más antigua,
aportación y memoria del propio don Bernardo de Agén y del obispo don
Cerebruno; si bien las torres, primero la de nuestra derecha y la de nuestra
izquierda después, se irían construyendo durante los siglos XIV y XVI
respectivamente. Varias arcadas góticas por añadidura sobre el rosetón y los
ventanales, así como la pétrea balaustrada que la corona, dejan ya en la
fachada el anuncio de la diversidad de estilos que después comprobaremos
dentro. La fachada sur, escaparate de buena sillería, en el que siguen
predominando los arcos de medio punto con alguna que otra ojiva que delata
tiempos más recientes, luce, con su mínimo tejadillo y saeteras acribilladas a
balazos, la espigada torre que llaman del Santísimo, y un excelente rosetón del
siglo XIII con calados difícil de emparejar con ningún otro de su tiempo. El
resto de ésta fachada sur son arreglos
ornamentales del obispo Díaz de la Guerra, añadidos durante el siglo XVIII,
cuyo escudo figura en el interior del
triángulo barroco que cubre la portada.
Por anotar únicamente los detalles más considerables que la Catedral
lleva por dentro, habremos de referirnos sobre todo a tres: el Claustro, el altar de Santa Librada
y la famosa Capilla de los Arce;
dejando un poco al margen, que no en el olvido, la Capilla Mayor, el Coro, el
Museo Catedralicio con su valiosa "Anunciación" del Greco, e incluso
la Sacristía Mayor, o "de las cabezas", en cuyo diseño intervino
Alonso de Covarrubias y en su ejecución el maestro entallador seguntino Martín
de Vandoma.
El
claustro corresponde al estilo gótico de finales del siglo XV. Tiene forma
cuadrada con siete arcadas ojivales en cada una de sus caras. En el centro
existe todavía el lujoso brocal renacentista de un pozo del que se sirvieron
los clérigos de la catedral y no pocos vecinos de los aledaños. En los
corredores, el visitante se suele sorprender ante las portadas de
"Jaspes" y la plateresca de la capilla de Santiago, sellada ésta
última en su tímpano con el escudo del obispo don Fadrique.
El
altar de Santa Librada pone en el interior de la Catedral la nota exquisita del
arte plateresco de la mejor factura. En el centro del segundo cuerpo queda,
tras artística reja, la urna en plata repujada donde se guardan los restos y
reliquias de la santa. El retablo lo adornan pinturas manieristas al gusto italiano
de Juan de Pereda; tallas de santos y de santas entre las que se encuentran las
ocho hermanas de la titular, y parejas de ángeles tenantes sujetando el escudo
de don Fadrique de Portugal, cuyo mausoleo, del mismo estilo y ejecución,
completa en ángulo con este altar, los inicios del plateresco español,
aportación de Alonso de Covarrubias, que aquí se ofrece en toda su elegancia, a
la altura del crucero de la catedral seguntina.
¿Y
qué decir, llegado el momento, de la capilla de los Arce? O mejor: ¿Qué decir
de la estatua recostada y silente de don Martín, el Doncel, la pieza más
universal de toda Sigüenza? El joven santiaguista que dejó su vida peleando
contra los moros en la Acequia Gorda de Granada en octubre de 1486, duerme y
piensa con sueños de eternidad sobre su propio sepulcro, teniendo por armadura
y por carne la piedra alabastrina mejor trabajada del mundo. Obra de ángeles y
no de hombres pudiera ser la estatua de don Martín Vázquez de Arce, con la
mirada y el pensamiento suspendidos sobre las páginas del libro que sostiene
entre sus manos, sin que en el gesto sereno de su rostro de adolescente parezca
contar el tiempo, ni la vida, ni siquiera la muerte. se desconoce quién pudo
ser el autor de la obra, lo que no deja de acrecentar su encanto. Hay quienes
apuestan por Juan Guas "maestro mayor de las obras de mis señores los
Reyes Católicos, don Fernando y doña Isabel, muerto en 1495", apreciación
poco probable. Otros le asignan como artífice al maestro Sebastián de Toledo,
sin que tampoco para ello se cuente con argumentos definitivos. Como todo lo
sublime, el Doncel tiene entre sus insuperable méritos el de ser modelo único
y culmen del arte gótico sepulcral, además del ya referido de su anonimato.
Piedra espiritualizada en sobresaliente exposición de lo imposible; arte humano
fraguado a lo divino y capaz de ennoblecer por sí sólo el joyero de la
Catedral, cuando no a toda Sigüenza.
Yacen en la misma capilla los restos mortales de los padres del Doncel,
don Fernando de Arce y doña Catalina de sosa, dados por las estatuas yacentes
de ambos que, juntas las dos, ocupan el centro de la capilla. Su hermano, el
que fuera obispo de Canarias don Fernando Vázquez de Arce, espera el momento de
la resurrección en su tumba plateresca, con
imagen yacente revestida de pontifical, bajo un arco de triunfo abierto
en el muro. El silencio de la piedra, el frío de la muerte, se dan con
increíble sensación de paz en la capilla de los Arce.
A
la salida de la Catedral, conviene detenerse en el Museo Diocesano de Arte
Religioso. Una feliz iniciativa del obispo Castán Lacoma, que recoge en unas
cuantas salas lo más interesante de la pintura, la imaginería, así como los
ornamentos y vasos sagrados que se consiguieron traer de las muchas parroquias
semiabandonadas que existen en la diócesis.
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