Hoy vamos a viajar por caminos norteños. Es
posible que no sean muchas
más las rutas por la provincia de
Guadalajara con mayor consenso que la que en este instante vamos a emprender.
Pongámonos en marcha. Volveremos tarde. El paseo de sol a sol por las sierras
atencinas, seguro que merecerá la pena.
Al
pueblo de Hiendelaencina le
llaman los colindantes, y también
sus propios vecinos, Las Minas.
La razón es por demás sabida,
puesto que durante muchas décadas
se extrajo de
allí plata en abundancia y de
excelente calidad, cosa que casi todos
sabemos. En los campos de Hiendelaencina
centellean las piedras grises cuando el
sol las mira de frente: es la plata. Se trata de un pueblo
antiguo; hay constancia de que en
plena Edad Media tomaba parte del Común de tierras de
Atienza. Por su situación es pueblo
serrano, de elegante trazado
urbanístico y, de
alguna manera, capitalidad de aquella comarca por la que, en buena ley, se
encuentra la puerta principal por la que debe entrarse a la Sierra de Atienza.
Desde 1972, en que don Bienvenido Larriba,
sacerdote titular de su parroquia, la puso en funciones a título de prueba
(más con buena voluntad que con medios para pensar en remotos éxitos), se viene
celebrando con progresiva
aceptación la ya
popular Pasión Viviente, en la mañana del Viernes Santo.
Representación escénica de los principales misterios de A T I E N Z A
Acabamos de entrar en Atienza por caminos
serranos. Atienza, en el
corto espacio de un quinquenio, se ha
convertido en centro de
interés para los visitantes, en
villa estrella del turismo. Motivos los tiene más que
sobrados, ya lo creo, pero lo importante
es que a las gentes de Madrid y de
Guadalajara, sobre todo, les ha
dado por visitar Atienza, y ello no
deja de ser en cualquier caso una
buena noticia, no sólo para los contados
pobladores de la Villa
Realenga , que bien se lo merecen, sino para todos nosotros.
Pretendo con este breve trabajo acerca de
aquellas tierras de la eterna Castilla, darte un empujón, amigo
lector, para que conozcas Atienza y por
extensión toda su comarca; para que compruebes
por ti mismo, sobre el severo empedrado de sus calles en cuesta,
el latido arrítmico de la vida
medieval; para que te
sacies de arte hallado casualmente en el sitio
mismo en
donde debe de estar; para que vivas, si ello te es posible, una jornada
repleta de impresiones agradables, de visiones nada comunes, con el aliciente en garantía de una
naturaleza limpia y transparente, con
olor a campo. Andarás, ya te lo advierto, por encima de los mil
doscientos metros de altitud sobre el nivel del mar, lo que tampoco
deja de tener su encanto y su repercusión favorable
en las temperaturas, sobre todo estivales. Te dejo en las puertas de
Atienza. Te encuentras a ochenta
kilómetros, más o menos, de la
capital y a ciento treinta, aproximadamente, de
Madrid. En la lejanía, allá por el poniente, todavía se
vislumbran las últimas vedijas de nieve
sobre las crestas de Somosierra.
Aquí, sobre nosotros, el
castillo roqueño contrastando con
los tules del cielo castellano, siempre en solemne
avanzadilla por las tierras que cabalgó
el Cid.
Atienza se llamó Tithia en tiempos muy
remotos, allá cuando nuestros abuelos de
la Celtiberia
se batieron bravamente, pero inútilmente, por impedir a precio de sus
vidas la ola dominadora de las legiones
romanas. El nombre de Atienza, o Atiença, que tal nos da, le vendría más tarde,
quizá por derivación del anterior, pero
ya en vísperas de la conquista musulmana. Los moros la destruyeron una
vez y ellos mismos la levantaron de nuevo. Tres Alfonsos consecutivos, el sexto, el séptimo y el
octavo se encargaron de
incorporarla al reino de Castilla, de
colmarla de privilegios y de rodearla de murallas, pasando a ser su
sino, a partir de entonces, el de la decadencia paulatina,
con períodos de mayor o de menor
brillantez. Hoy, con la fuerza rediviva de un heraldo burlador de siglos y de
civilizaciones, Atienza ‑piedra, viento
y poco más‑ se recrea sobre sí misma mostrando al visitante o al estudioso la
gloria enmudecida de unos tiempos muy
lejanos y muy presentes a la vez.
El
histórico caserío a que dio lugar
la vieja Tithia se alza,
al llegar ante los ojos del viajero, asentado a la salida del
sol en la falda de un montículo
que corona su castillo en ruinas. Atienza, así tal cual se le ve,
amarrada a la roca, es de algún modo la imagen más exacta de lo perdurable, de
lo incorruptible, de lo eterno. El soplo huracanado de los vientos y de los siglos
se estrella en Atienza contra las
aristas de la
peña, dejando a la postre todas
las cosas como están, lo mismo que lo
estuvieron siempre, tal y como si el tiempo para nada
hubiese contado en su vida. Ese, y no otro, es sobre todos los
demás que posee, su principal encanto.
LAS SIETE IGLESIAS DE ATIENZA
El conjunto urbanístico e histórico que
supone en su totalidad la villa, en donde todo resulta aprovechable, como muy
bien nos será fácil comprobar una vez allí, se carga
de interés al visitar
cada una de las siete iglesias que tiene Atienza. Siete sí, esas son, aunque hubo un tiempo en
el que todavía fueron más: hasta doce. La más antigua de todas las que aún
existen es la que se dedica a la Virgen del Val, situada en el fondo de un
valle que hay a extramuros de la villa. Para bajar a
esta iglesia, bordeamos muy
de cerca la llamada Puerta de la
Salida
en la muralla, por donde cuenta la tradición que los
arrieros sacaron al rey niño Alfonso VIII en la madrugada de
marras, asunto que trataremos más adelante. Sobre la piedra vieja de la Virgen del Val
se hace referencia escrita al año 1147, como fecha probable del
remate de las obras. Llama la
atención en ella la curiosa portada románica,
en la que diez frailecillos de largo
sayal retuercen sus cuerpos, como si de saltimbanquis de circo se tratase,
alrededor del cilindro de caliza que da forma a la archivolta
que tiene en el centro. Una curiosa escena de la "Huida a Egipto", románica también, luce sus
particulares y desproporcionados
relieves por encima de la piedra
clave, a la sombra del alero que hay sobre la fachada. Salvo
estos detalles valiosos que se apuntan, el resto de la iglesia del Val es obra
del siglo XVI con aditamentos
posteriores.
El rey Alfonso VIII de Castilla ordenó ‑por razones de gratitud con el pueblo atencino, de las que en su momento hablaremos‑ la construcción de varias iglesias románicas más según el estilo de moda. Varias de ellas han desaparecido, y otras se han ido reconstruyendo de nueva planta, como así parece que se hizo con la actual parroquia de San Juan en
La iglesia de Santa María del Rey alza su esbelto torreón en la falda poniente del Cerro del Castillo. Este templo data del siglo XII, y se debió levantar por mandato expreso del rey Alfonso I de Aragón. Sólo quedan de su primera época dos portadas románicas: la del norte que en la actualidad se encuentra tabicada, y la que mira hacia el mediodía como fondo al cementerio de la villa. Compone esta bellísima portada sur una bocina con siete archivoltas, cubierta por infinidad de figurillas talladas en la piedra, donde se ven apóstoles, ángeles alados, campesinos, monjes, grupos informes de bienaventurados, encapuchados anónimos con traje talar, y otros relieves de no fácil interpretación que muy bien pudieran referirse a la resurrección de los muertos o al Juicio Final. Se dice que una galería subterránea comunicaba el castillo con el presbiterio de la iglesia de Santa María del Rey, por la que solía descender a diario el obispo de Badajoz, don Alonso Manríquez, prisionero en la fortaleza a la sazón, para decir misa.
Una
de las iglesias menores de
Atienza está dedicada al Salvador. Se
encuentra situada en extramuros,
al pie
de las murallas en lo que fuera el antiguo arrabal de
Puertacaballos, entre las de Santa María del Rey y la de la Trinidad. En la actualidad
pertenece a particulares. Un
agujero como de tiro de cañón
abierto en la muralla, según se
sube hacia el Castillo, permite contemplar en impresionante visión cenital la
torre del Salvador con antepechos de
piedra, chata, de cielo raso, impecable
después de la restauración a que fue sometida en la tercera década del siglo XIX como consecuencia del
incendio que sufrió durante la guerra de la Independencia.
En la iglesia de La
Trinidad , no lejos de las dos anteriores y de regreso al
pueblo, se celebran todavía con cierta
frecuencia los actos de culto, aunque en realidad no se trate de la verdadera parroquia de Atienza. Ya hace
tiempo que dejó de serlo como
consecuencia de las fuertes emigraciones habidas. La iglesia
de La Trinidad se encuentra
situada en la parte alta
del pueblo, al sur del
Castillo.Posee un magnífico ábside románico del siglo XII, con ventanales
rasgados y capiteles de interesante ornamentación sobre columnas laterales de Matías de Torres.
La capilla rococó de la Purísima ‑regalo al
parecer de Felipe V‑ y la conocida
imagen gótica del Cristo de los Cuatro Clavos,
talla simpar del siglo XIV, completan con otros muchos detalles más de enorme valor artístico la iglesia de la Trinidad , una de las más interesantes de Atienza.
La
iglesia de San Juan del Mercado, fachada norte
de la Plaza del Trigo y flanqueada
por el famoso Arco de Arrebatacapas
en la
muralla, es la verdadera y la única parroquia que
ahora tiene la villa. Su interior está delimitado por tres
naves y cinco tramos entre columnas. El retablo mayor es
sencillamente grandioso, de
cargadas formas barrocas del siglo XVII
ajustadas al marco del ábside y al remate de la bóveda. Merecen en él
mención especial los lienzos de Alonso del Arco que lo adornan encuadrados por columnas salomónicas:
"El Bautismo de Cristo",
"La lapidación de San Esteban", "San Martín y el
pobre", y otros más que convierten
en auténtico joyel esta obra maestra de los entalladores Madrigal y Castillo,
con dorados de Agustín Vázquez. De la
rica imaginería de San Juan del Mercado destaca el Cristo del Perdón, de Luis Salvador Carmona, idéntico a los
otros dos del imaginero navarrés que se veneran en San
Ildefonso y en el convento de Agustinas
de Nava del Rey, su pueblo natal. La
gravedad y el solemne patetismo de estos Cristos de Carmona (Luis Salvador,
no conviene confundirse con otros
de la
misma familia), todos iguales, todos con la rodilla izquierda
apoyada sobre una bola del mundo, todos con los brazos
entreabiertos, son de una profundidad ascética
imposible de superar en el arte
de la imaginería. (Continuará)
(Las fotografías corresponden al Arco de Arrebatacapas, a la Pasión viviente de Hiendelaencina,a una típica calle de Atienza, y a la iglesia románica de San Bartolomé)
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