martes, 15 de mayo de 2012

Rutas turísticas: POR TIERRAS DEL JARAMA Y LA CAMPIÑA (III)


  
   COGOLLUDO
 
 
     Cogolludo, lo dice su nombre, es palabra que se deriva de cogollo.  Las casas de Cogolludo se presentan arracimadas, haciendo escalón como un cogollo apretado de viejos edificios que termina  con  las torres de San Pedro y de Santa María,  aún  por debajo del altozano final sobre el que se sostienen las ruinas de su castillo.
     Es  cierto  que la villa de Cogolludo no  está  situada  de lleno en tierras de la Campiña. Tampoco en las sierras del Ocejón o  del  Alto Rey propiamente dichas, si bien es posible  que, en justa proporción, participe de las ventajas y de los inconvenien­tes de una y de otra comarca.
     Los campos que rodean a Cogolludo son por lo general cali­zos,  de escasas pretensiones para el trabajo agrícola, donde  la gente  supervive  desde antiguo sin escatimar  sudores,  haciendo frente a los devaneos de la vida a fuerza de trabajo. Los  fondos de las vegas, sin embargo, suelen ser a menudo generosos, y,  con eso  y  poco  más, los labradores  tienen  por  costumbre  salir adelante.
     Si  hacemos  caso de lo que de ella nos dice  la  Historia, habremos  de hablar de Cogolludo como de una ciudad antiquísima. En sus inmediaciones se han encontrado restos abundantes de épo­cas de la vida del hombre anteriores a la Historia. En plena Edad Media, ya en el año de 1085, pasó a pertenecer a los  reyes  de Castilla  como cabecera de su propio alfoz. El rey  Alfonso  VIII hace donación del lugar y de sus tierras a la Orden de  Calatrava en 1176, a cambio de efectivos humanos para la reconquista de la ciudad de Cuenca que llevaría a cabo el año  siguiente.  En  el siglo XV, tras muchas vicisitudes habidas en torno a la villa y a sus pertenencias, Cogolludo pasa a ser posesión del primer duque de  Medinaceli, don Luis de la Cerda, quedando, hasta la aboli­ción de los señoríos en el siglo XIX, como propiedad de la  fami­lia. En tiempos de la invasión napoleónica, los soldados france­ses destruyeron una buena parte del caserío, habiendo servido en varias ocasiones como cuartel general de El Empecinado.
     Son  famosos, dentro de la rica gastronomía de Cogolludo  y de  sus pueblos vecinos, los asados de cabrito y de cordero.  Por estas  tierras  anduvo ‑sea cierto o no el origen  alcarreño  del glorioso almirante‑ el propio Cristóbal Colón en persona, comien­do  cabrito asado en Arbancón. La tradición así lo cuenta, y  con ese mismo rigor se queda escrito.
     La villa de Cogolludo tiene una magnífica Plaza Mayor ro­deada de soportales, amplísima, diseñada  seguramente  por  los duques  de  Medinaceli en el siglo XV, cuando  se  dispusieron  a iniciar  las  obras del palacio que, desde  entonces,  habría  de presidirla.  El palacio es, por sí solo, una de las piezas clave del  Renacimiento español todavía incipiente. La ornamentación  y el  buen  gusto prevalecen sobre lo que hubiera podido  tener  de fortaleza,  según costumbre al uso en períodos  precedentes  para este tipo de edificios civiles.
     Se  tiene por muy probable que fuera el arquitecto  Lorenzo Vázquez el autor del proyecto y el director de las obras, hombre muy vinculado a las construcciones mendocinas. El palacio tiene una fachada rectangular, alargada, uniforme, toda ella  revestida de sillería almohadillada con dos cuerpos separados por una larga imposta. El cuerpo inferior acoge en el centro del  edificio  la portada  de acceso. En el superior se alinean seis ventanales  en ajimez, todos iguales, enmarcados por adornos y emblemas que  van partiendo  en  mitad sendas columnillas  con  inequívoca  chispa palaciega.  Entre la admirable ornamentación de la portada: co­lumnas cubiertas de relieves, rosetas y cornucopias, candeleros y escudos  de familias, etc., aparecen como rareza exclusiva  tres majorcas  de maíz, elemento vegetal hasta  entonces  desconocido, que se ha llegado a interpretar como símbolo de la  participación personal del duque de Medinaceli en la empresa americana de Cris­tobal  Colón, quien, parece ser, que en uno de sus viajes de  re­greso desde el Nuevo Mundo, trajo, entre otros productos,  autóc­tonos, la tal especie, a fin de enraizarla en tierras españolas, como  así fue. Un soberbio escudo familiar de los  duques  ense­ñorea  desde  lo alto de la portada a todo el  edificio. Se ve recogido a  manera de enorme medallón dentro de una  corona  de laurel. El conjunto de la fachada concluye con un pretil  calado, al que van recorriendo, en toda su longitud, escudos  nobiliarios y un curioso crestón de candeleros o alfiles de ajedrez.
     Dentro  del  palacio de Cogolludo quedan las columnas que entornan su patio renacentista. Uno de los salones en  el  piso alto luce todavía una artística chimenea de escayola decorada con formas góticas y mudéjares, en el centro de las cuales destaca el escudo familiar de Medinaceli, sostenido por una pareja de sera­fines.
     La iglesia parroquial de Santa María es renacentista en  el tiempo,  y gótica por su estructura y ornamentación. Componen  el interior tres naves separadas por columnas de sillería, formando otras tantas bóvedas, en las que el capricho de las nervaduras se extiende  por toda la superficie en un incomparable laberinto de dibujos y de formas geométricas, que ponen de manifiesto su clara inspiración ojival. En una de las naves laterales se lució  hasta hace poco, como fondo, un lienzo de Ribera conocido popularmente como "El Capón de Palacio", aunque, en realidad, la escena que en él se representa no es otra que la de "Cristo despojado de sus vestiduras". Por motivos de seguridad se conserva de forma provisional en Sigüenza, a fin de evitar en lo posible  un segundo robo de la tela, como ya ocurriera en una noche  invernal de 1987, desgraciada para Cogolludo y para toda la provincia, en la  que  el famoso lienzo desapareció de la  iglesia sin  dejar rastro, siendo recuperado meses más tarde de forma inesperada, y devuelto a su lugar de origen. El pueblo ‑no  era  para  menos‑ recibió su famoso cuadro con repique de campanas y grandes  mues­tras de júbilo colectivo.
     Aparte de las ruinas del castillo sobre el cerro que  lleva su  nombre, y de los dos conventos  ya  inexistentes  de  San Francisco  y  de Carmelitas, conviene hacer  referencia  final, cuando  menos,  a la iglesia de San Pedro,  con  esbelto  torreón junto a la parroquial de Santa María, sin más de particular en su interior  que unas cuantas laudas sepulcrales, perdidas entre  el polvo y el olvido.
     Estamos ya muy cerca de concluir la apretada ruta del  día. De regreso hacia la capital, las tierras  del Henares se  dilatan a  contraluz. Una pareja de cigüeñas mantienen fija  su  silueta sobre la torre en la iglesia del pueblo. El cielo, en los atarde­ceres de estío por estos llanos campiñeses, siempre lleva consigo un ligero tinte añil con algo de escarlata. Estamos en Humanes.
     Humanes  de  Mohernando,  o simplemente  Humanes,  es  por tradición y quizá por merecimiento, la capitalidad de la  comar­ca.  Fue, agarrándonos a su historia, cabecera de  condado  desde los  tiempos del rey Felipe IV, quien le otorgó tal título en  la persona  de su gentilhombre don Francisco de Eraso,  miembro  de una  linajuda familia, titular de la ya existente  encomienda  de Mohernando. A mediados de septiembre celebra la villa  importan­tes  festejos patronales en honor de la Virgen de Peñahora,  cuya ermita  e imagen se encuentran en las inmediaciones  del  pueblo, muy cerca de la conjunción de los ríos Sorbe y Henares. En tardes apacibles de discreta brisa por las alturas, es fácil  contemplar desde  Humanes y desde sus aledaños el atrayente  espectáculo de ver volar a los hombres‑pájaro, que sin necesidad de  motor,  y sólo  a merced de las corrientes de aire, navegan en  el  espacio sobre  su ala delta en torno al cerro de La Muela, al  otro  lado del río en la vecina localidad de Alarilla; un deporte atrevido y espectacular,  que  tiene como segundo pago el  poder  contemplar desde la altura, a vuelo de águila, el panorama siempre  singular de la vega media del Henares.

1 comentario:

  1. Amiga, gracias a ti, y a José Serrano Belinchón... Una delicia de lectura.

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