COGOLLUDO
Cogolludo, lo dice su nombre, es palabra que se deriva de cogollo. Las casas de Cogolludo se presentan arracimadas, haciendo
escalón como un cogollo apretado de viejos edificios que termina con
las torres de San Pedro y de Santa María, aún
por debajo del altozano final sobre el que se sostienen las ruinas de su
castillo.
Es
cierto que la villa de Cogolludo
no está
situada de lleno en tierras de la Campiña. Tampoco
en las sierras del Ocejón o del Alto Rey propiamente dichas, si bien es
posible que, en justa proporción, participe de las
ventajas y de los inconvenientes de una y de otra comarca.
Los campos que rodean a Cogolludo son por
lo general calizos, de escasas
pretensiones para el trabajo agrícola, donde
la gente supervive desde antiguo sin escatimar sudores,
haciendo frente a los devaneos de la vida a fuerza de trabajo. Los fondos de las vegas, sin embargo, suelen ser
a menudo generosos, y, con eso y
poco más, los labradores tienen
por costumbre salir adelante.
Si
hacemos caso de lo que de ella
nos dice la
Historia , habremos
de hablar de Cogolludo como de una ciudad antiquísima. En sus inmediaciones se han
encontrado restos abundantes de épocas de la vida del hombre anteriores a la Historia. En plena
Edad Media, ya en el año de 1085, pasó a pertenecer a
los reyes de Castilla
como cabecera de su propio alfoz. El rey
Alfonso VIII hace donación del
lugar y de sus tierras a la
Orden de Calatrava en 1176, a cambio de efectivos
humanos para la reconquista de la
ciudad de Cuenca que llevaría a cabo el año siguiente.
En el siglo XV, tras muchas
vicisitudes habidas en torno a la villa y a sus pertenencias, Cogolludo pasa a
ser posesión del primer duque de Medinaceli, don Luis de la Cerda , quedando, hasta
la abolición de los señoríos en el
siglo XIX, como propiedad de la familia.
En tiempos de la invasión napoleónica, los soldados franceses destruyeron una
buena parte del caserío, habiendo servido en varias ocasiones como cuartel
general de El Empecinado.
Son
famosos, dentro de la rica gastronomía de Cogolludo y de
sus pueblos vecinos, los asados de cabrito y de cordero. Por estas
tierras anduvo ‑sea cierto o no
el origen alcarreño del glorioso almirante‑ el propio Cristóbal
Colón en persona, comiendo cabrito
asado en Arbancón. La tradición así lo cuenta, y con ese mismo rigor se queda escrito.
La villa de Cogolludo tiene una magnífica
Plaza Mayor rodeada de soportales, amplísima, diseñada seguramente
por los duques de
Medinaceli en el siglo XV, cuando
se dispusieron a iniciar
las obras del palacio que,
desde entonces, habría
de presidirla. El palacio es, por
sí solo, una de las piezas clave del Renacimiento
español todavía incipiente. La ornamentación
y el buen gusto prevalecen sobre lo que hubiera
podido tener de fortaleza,
según costumbre al uso en períodos
precedentes para este tipo de
edificios civiles.
Se
tiene por muy probable que fuera el arquitecto Lorenzo Vázquez el autor del proyecto y el
director de las obras, hombre muy vinculado a las construcciones mendocinas. El
palacio tiene una fachada rectangular, alargada, uniforme, toda ella revestida de sillería almohadillada con dos
cuerpos separados por una larga imposta. El cuerpo inferior acoge en el centro
del edificio la portada
de acceso. En el superior se alinean seis ventanales en ajimez, todos iguales, enmarcados por
adornos y emblemas que van
partiendo en mitad sendas columnillas con
inequívoca chispa palaciega. Entre la admirable ornamentación de la
portada: columnas cubiertas de relieves, rosetas y cornucopias, candeleros y
escudos de familias, etc., aparecen como
rareza exclusiva tres majorcas de maíz, elemento vegetal hasta entonces
desconocido, que se ha llegado a interpretar como símbolo de la participación personal del duque de
Medinaceli en la empresa americana de Cristobal Colón, quien, parece ser, que en uno de sus
viajes de regreso desde el Nuevo Mundo,
trajo, entre otros productos, autóctonos,
la tal especie, a fin de enraizarla en tierras españolas, como así fue. Un soberbio escudo familiar de
los duques enseñorea
desde lo alto de la portada a
todo el edificio. Se ve recogido a manera de enorme medallón dentro de una corona
de laurel. El conjunto de la fachada concluye con un pretil calado, al que van recorriendo, en toda su
longitud, escudos nobiliarios y un
curioso crestón de candeleros o alfiles de ajedrez.
Dentro
del palacio de Cogolludo quedan
las columnas que entornan su patio renacentista. Uno de los salones en el
piso alto luce todavía una artística chimenea de escayola decorada con
formas góticas y mudéjares, en el centro de las cuales destaca el escudo
familiar de Medinaceli, sostenido por una pareja de serafines.
La iglesia parroquial de Santa María es
renacentista en el tiempo, y gótica por su estructura y ornamentación.
Componen el interior tres naves
separadas por columnas de sillería, formando otras tantas bóvedas, en las que
el capricho de las nervaduras se extiende
por toda la superficie en un incomparable laberinto de dibujos y de
formas geométricas, que ponen de manifiesto su clara inspiración ojival. En una
de las naves laterales se lució hasta
hace poco, como fondo, un lienzo de Ribera conocido popularmente como "El
Capón de Palacio", aunque, en realidad, la escena que en él se representa
no es otra que la de "Cristo despojado de sus vestiduras". Por
motivos de seguridad se conserva de forma provisional en Sigüenza, a fin de
evitar en lo posible un segundo robo de
la tela, como ya ocurriera en una noche
invernal de 1987, desgraciada para Cogolludo y para toda la provincia,
en la que el famoso lienzo desapareció de la iglesia sin
dejar rastro, siendo recuperado meses más tarde de forma inesperada, y
devuelto a su lugar de origen. El pueblo ‑no
era para menos‑ recibió su famoso cuadro con repique
de campanas y grandes muestras de
júbilo colectivo.
Aparte de las ruinas del castillo sobre el
cerro que lleva su nombre, y de los dos conventos ya
inexistentes de San Francisco
y de Carmelitas, conviene
hacer referencia final, cuando
menos, a la iglesia de San
Pedro, con esbelto
torreón junto a la parroquial de Santa María, sin más de particular en
su interior que unas cuantas laudas
sepulcrales, perdidas entre el polvo y
el olvido.
Estamos ya muy cerca de concluir la
apretada ruta del día. De regreso hacia
la capital, las tierras del Henares se dilatan a
contraluz. Una pareja de cigüeñas
mantienen fija su silueta sobre la torre en la iglesia del
pueblo. El cielo, en los atardeceres de estío por estos llanos campiñeses,
siempre lleva consigo un ligero tinte añil con algo de escarlata. Estamos en
Humanes.
Humanes
de Mohernando, o simplemente
Humanes, es por tradición y quizá por merecimiento, la
capitalidad de la comarca. Fue, agarrándonos a su historia, cabecera
de condado desde los
tiempos del rey Felipe IV, quien le otorgó tal título en la persona
de su gentilhombre don Francisco de Eraso, miembro
de una linajuda familia, titular
de la ya existente encomienda de Mohernando. A mediados de septiembre
celebra la villa importantes festejos patronales en honor de la Virgen de Peñahora, cuya ermita
e imagen se encuentran en las inmediaciones del
pueblo, muy cerca de la conjunción de los ríos Sorbe y Henares. En
tardes apacibles de discreta brisa por las alturas, es fácil contemplar desde Humanes y desde sus aledaños el
atrayente espectáculo de ver volar a los
hombres‑pájaro, que sin necesidad de
motor, y sólo a merced de las corrientes de aire, navegan
en el
espacio sobre su ala delta en
torno al cerro de La Muela ,
al otro
lado del río en la vecina localidad de Alarilla; un deporte atrevido y
espectacular, que tiene como segundo pago el poder
contemplar desde la altura, a vuelo de águila, el panorama siempre singular de la vega media del Henares.
Amiga, gracias a ti, y a José Serrano Belinchón... Una delicia de lectura.
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