sábado, 21 de enero de 2012

I L L A N A


           El pueblo de Illana, aparte de ser el más meridional de la provincia de Guadalajara, cuenta con otros muchos motivos de más calado para interesarse por él. Debido a su situación en el mapa, y a la poca distancia que le separa de poblaciones importantes de otras provincias distintas a la nuestra (Tarancón por ejemplo), las gentes de Illana suelen usar menos de los servicios de su capital de provincia a como lo hacen la mayor parte de los pueblos, excepción hecha de las comarcas molinesas más cercanas a sus tierras vecinas del reino de Aragón, que a menudo se sirven de Teruel o de Zaragoza por simples razones de proximidad. Y es que, como todos sabemos, la ciudad de Guadalajara se encuentra en un extremo de la provincia, hecho que con bastante frecuencia supone una cierta extorsión para un considerable número de pueblos, entre ellos Illana, el más apartado de la Alcarria Baja, al que ahora voy, por tercera o cuarta vez en mi vida, después de aquel estúpido accidente de moto que sufrí en sus proximidades, hace ya muchos años, y en el que me atendió generosamente su médico de entonces, don Eleuterio Revuelta, nombre que llevo en la mente y en el corazón desde entonces, unido al del propio Illana.
            Desde Albalate de Zorita todavía hay que recorrer un largo trecho antes de llegar a Illana. Que aparecerá al fin como escondido en un valle en un valle de extrañas formas, de altos y de bajos, de cuestas y de descensos, rodeado de un número infinito de pequeños olivares sobre un horizonte de tierras grises, que se van perdiendo en la distancia hasta tomar por suyo un importante pellizco del mapa de Madrid al otro lado del Tajo.

            Illana, el pueblo, se divide en barrios bien determinados. El urbanismo de Illana, tal como se aprecia con cierta perspectiva antes de haber entrado en él, es uno de los más complejos que conozco. Al andar por sus calles, estrechas y enrevesadas muchas de ellas como corresponde a un pueblo antiguo, uno se encuentra con motivos que mirar y que admirar a cada paso. Aquí la portada echada al olvido de un palacio con escudo de armas del siglo XVIII, el de los Palomar, como fondo a una pequeña placita que lleva su nombre junto a la iglesia; no muy lejos de éste, y en condiciones bastante similares, la portada y el mero frontal de otro palacio de la misma época, dicen que más importante que el anterior, el de don Juan de Goyeneche, marqués de Belzunce, personaje destacado en la España de la Ilustración, que tuvo la brillante idea de instalar en Illana unos talleres para la fabricación de tejidos, de los que todavía queda alguna remota señal, como es el nombre de una amplia plaza en el barrio que dicen de las Cuevas, junto al Barranco de la fuente Vieja, y que todavía se registra en placa medio borrosa su nombre que es todo un documento: Plaza de la Tenería, en memoria, sólo en memoria, de aquellas pequeñas industrias de telar y de curtido de pieles, que por aquellos contornos puso en función don Juan de Goyeneche, personaje que como ningún otro podremos encontrar tan unido al pasado de Illana.
            De las antiguas cuevas, frente por frente a los huertos del Barranco, tan solo quedan -deshabitadas y como mero testimonio- media docena de ellas. De la fábrica de aceite, en la que suponemos debieron de trabajar varios de los habitantes de las cuevas debido a su proximidad, nada más queda que el sólido edificio, también como testigo del pasado, delante del que han levantado con dos de sus muelas y otros utensilios propios del mismo quehacer, un curioso monumento que cuando menos da prestancia a la Plaza de la Tenería, a la par de los toriles del día de la fiesta, de una fuente novísima tallada en piedra, que se adorna con altorrelieves de cabezas de faunos y de otros personajes irreales, un poco al gusto de la Roma clásica, pero sorprendente, y para mi gusto no falta de interés.  
        -Con esa goma se llenan los bidones de agua para el herbicida.
        -¡Pero será buena para beber!
        -Sí, señor. Beba usted toda la que quiera, y luego cierre el grifo.
            El hombre venía de los huertos con una legoncilla al hombro y un par de lechugas tiernas metidas en una bolsa de plástico. Lo vi desaparecer por la calle de la Fuente Vieja.
            No obstante, la primera de las plazas del pueblo, la plaza mayor de Illana, se encuentra arriba, junto al grandioso edificio de la iglesia de la Asunción. La plaza de Illana está dedicada a la Constitución, y así reza en una placa que aparece colocada sobre uno de los laterales. Es el lugar más concurrido y más conocido del pueblo, donde queda el nuevo edificio del Ayuntamiento, los bares y restaurantes, el típico arco que llaman el Puntío, y una fuente redonda en mitad. Durante los últimos treinta años creo que en la plaza de Illana he visto un modelo de fuente distinta en cada viaje. De todas me quedo con la actual, que quiero pensar que será la definitiva, aunque con esto de los bailes de autoridad tan frecuentes en pueblos y ciudades, nada es definitivo en cuestiones de estética municipal como bien sabemos por experiencia.
            La puerta de atrás de la iglesia de la Asunción estaba abierta. Desde que la conocí por primera vez, la iglesia de Illana se ha beneficiado de un cambio radical, sobre todo desde los últimos diez años. El cura, supongo que ayudado por las autoridades y sobre todo por la feligresía, han conseguido para su pueblo, después de restaurada, una iglesia que es un auténtico modelo. En contraste con el lamentable deterioro de las casonas palacio ya aludidos, se luce por dentro y por fuera el edificio común de todo el vecindario, el del monumental retablo churrigueresco en madera vista, donde a temporadas veneran la imagen menuda de su patrona, la Virgen del Socorro, y limpian y asean las mujeres del lugar en vísperas de algún acontecimiento importante, como así lo fue en esta reciente ocasión que anduve por allí, hace tan solo unos días, cuando la señora Joaquina con alguna otra mujer de su familia, se esforzaban en dejar la iglesia “como los chorros del oro”, porque al día siguiente se casaba Cristina, su hija, que por allí andaba entre las demás pasando bayeta, procurando poner las cosas en su debido orden; pues unas horas después, toda ilusión, debería atravesar aquel pasillo con su impecable vestido blanco, mientras que en uno de los laterales, dispuesta para ser devuelta a su ermita, también al día siguiente, la venerable imagen de la Virgen del Socorro contemplaría la escena desde su peana rodeada de ángeles y de flores frescas.
            A punto de dar por concluido el trabajo de hoy, tengo por seguro que tras este rápido asomo a uno de los principales pueblos de la provincia, habrá todavía muchas más cosas que decir. Y así es, efectivamente; pero eso será en otra ocasión, pasado algún tiempo a la espera de que Illana vuelva a sorprendernos en su seguir adelante, bandeando como debe ser la señal de los tiempos.       

miércoles, 18 de enero de 2012

EL PEDREGAL AL OTRO EXTREMO DE LA PROVINCIA


            Echarse A la carretera con destino a El Pedregal requiere, cuando menos, habérselo pensado dos veces, considerar la duración del día, el estado del tiempo, y hurgar en el ánimo antes de salir. Ya he llegado al pueblo. El contador del coche marca 174 kilómetros desde la capital cuando llego a la altura de las primeras casas. A los vecinos de El Pedregal les gusta decir que el suyo es el último pueblo de la provincia, como así es cuando se viaja por aquella dirección; pero no es el más lejano, pues quiero recordar que Alustante, Motos, y quizá algún otro superan los 200.
            Tenía verdaderos deseos de volver a El Pedregal; era ya mucho tiempo, demasiado, el que había dejado pasar sin hacerle una visita. La pereza, ese diablo activo que todos llevamos dentro, tuvo mucho que ver en tan prolongada demora. El momento llegó al fin, y aquí tengo al nuevo pedregal, tan distinto al que conocí la primera vez; un pueblo extendido en el llano, de calles limpias y bien cuidadas, con rincones románticos adornados de flores y de parras que verdean las fachadas de las casas; calles que van a concurrir a la placita de la Iglesia, sensiblemente mejoradas, con doble denominación casi todas ellas, de modo que a la calle de D. José del Cerro se le conoce también con el nombre popular de calle de Atrás; a la plaza del hermano Gumersindo, Benito López; a la de San marciano José, Filomeno López, y a la de D. Víctor Felipe Serrano, el Barrio Verde. Como en tantos de nuestros pueblos, donde a los que se marcharon les sigue importando el lugar en que nacieron y en el que fueron niños, también en El Pedregal predomina lo nuevo sobre lo viejo, las casas nuevas o reconstruidas, previstas para los periodos de vacación, sobre las típicas del pueblo viejo que, poco a poco, van desapareciendo.
            Una de esas viviendas de nueva planta, junto a la carretera, es la de mi amigo David hermosilla. Me hubiera gustado volverlo a saludar; pero por mucho que insistí pulsando el timbre, nadie dio señales de vida. Es de suponer que tanto él, como su esposa y su hijo Alberto, estuviesen fuera, en el campo quizás o de viaje.
            - No creo; la señora estaba tendiendo la ropa hace sólo un momento. Deben de haber salido.
            Eran la hermana Rosa y doña Celia, que en ese preciso instante pasaban por allí. Debo reconocer que siempre que fui a El Pedregal tuve a mi disposición como guías a personas amables, onerosas y confiadas, como suelen ser la gente de estos pueblos molineses. En otro de mis viajes fueron don Juan José López Beltrán y su hijo Alejandro los que me acompañaron e informaron, de buena fuente, acerca del lugar y de sus alrededores; pues por aquellos años, y me refiero a la primavera de 1981, don Juan José había publicado ya un libro estupendo en el que tenía cabida la historia de España a manera de síntesis, la del Señorío de Molina sexma a sexma, y la de su pueblo, El Pedregal, en una visión completa, amena y detallada. Ni qué decir que guardo el ejemplar que me regalaron con el interés que merece, sobre todo en lo que se refiere a las dos últimas partes, dedicadas al Señorío y a su propio pueblo. En esta ocasión va a ser doña Celia la que me acompañe a ver la iglesia por dentro.
            - Pues mire -le he dicho. El pueblo creo que lo acabo de recorrer calle por calle. Lo que no he visto, ni ahora ni en viajes anteriores es la iglesia por dentro. Y, la verdad, sí que me gustaría.
            - No se preocupe, que enseguida busco la llave y vamos a verla
            La llave de la iglesia estaba en la casa de otra señora que se llama María amor Reyes, algo así como el ángel bueno del pueblo al que se acude cuando hay alguna necesidad. Mientras tanto la hermana Rosa me contó que su nombre de bautismo es Faustina, y que lleva cuarenta y nueve años como religiosa en Boliva, que le tuvieron que vaciar un ojo debido a que se le metió un virus de los que dicen de hospital después de una operación de cataratas, y que ahora suele venir al pueblo cada tres años, pero que al principio fueron once los años que pasó sin volver.
            - Encontrará todo esto muy cambiado, desde que usted se fue –le he dicho.
            - Sí, mucho. El pueblo está mucho mejor, pero ahora hay menos gente. A los jóvenes es difícil que los conozca después de tanto tiempo sin estar aquí, y de los mayores, de las personas de mi edad quedan muy pocos.
            La población de hecho en El Pedregal se ha reducido a una quinta parte durante las tres o cuatro últimas décadas. Ahora escasamente llegan a ser durante los meses de invierno unas setenta personas, cuando no hace tantos años que el número de habitantes superaba las trescientas. Cuando llega el verano, es decir, a partir de la época que estamos, todo suele ser completamente distinto, las casas se llenan de gente siguiendo la norma general de todos nuestros pueblos, lo que no deja de ser una garantía de supervivencia.
            Doña Celia ya tenía llave, y allá que nos fuimos para ver cumplido un antiguo deseo: el de conocer por dentro la iglesia del pueblo, un edificio extraño que se sale por completo del aspecto de nuestros templos, sin atenerse a modelo ni a estilo alguno de entre los más conocidos. Esta iglesia sustituye a la que, después de haber puesto todos los medios para evitarlo, acabó por hundirse a finales del año 1894. La actual se vio acabada tres años después, a cargo de los contratistas locales Juan Bautista y Mariano Millán, por un importe total de 11.500 pesetas. Su planta es rectangular y alcanza una altura sorprendente; se remata con chapitel puntiagudo por encima del campanario, con esfera de reloj y una fecha escrita sobre el chapitel: 1943, tal vez el año en el que se llevó a cabo alguna reparación importante o se le hizo algún añadido. 
            La iglesia es por dentro de pequeña capacidad si se tiene en cuenta el tamaño medio de las de otros pueblos, aun dentro de la misma comarca. Sin duda que se tuvo en cuenta el número de habitantes que había en El Pedregal al tiempo de construirla. Tiene una sola nave, muy limpia y ordenada, y hasta cinco retablos, incluido el mayor que es de traza clásica y hecho de escayola como alguno más; los retablos que proceden de la antigua iglesia, como el que ocupa la imagen de San Marciano, son de estilo barroco, policromado, que contrasta con el aspecto general de la iglesia, la cual, como se ha dicho, apenas cuenta con poco más de un siglo.
            - Esa es la imagen de San Marciano, que era de aquí.
            - Ya me lo figuro. Todo un lujo para un pueblo. Yo creo que con Santa María de la Cabeza, es el único santo canonizado que hay en la provincia. Beatas hay tres, pero santos creo que sólo hay éste.
            - Dicen que la imagen no se parece mucho a como era él. La gente mayor, que se acuerda de haberlo visto, dice que se le parece muy poco.
            Una lápida en mármol colocada sobre un lateral del ábside, recuerda con fechas y otros detalles el hecho de su martirio y el de su beatificación en Roma por Juan Pablo II en 1990. La fecha de su canonización, nueve años después por el mismo papa, creo que no figura. La familia del Santo ha tenido la feliz idea de dedicar la casa donde nació, en la calle de Atrás, a capilla en su honor, con otras dependencias que le recuerdan, como la habitación en la que vino al mundo el 15 de noviembre del año 1900.
            Y ya casi nada más que decir. El espacio del que disponemos está ocupado sobradamente, aunque sean muchas las cosas que aún se podrían reseñar de este pueblo molinés, tan lejano y tan nuestro, donde la gente te habla con un ligero acento aragonés, influencia lógica de la comarca de la que son vecinos.

miércoles, 11 de enero de 2012

G A R B A J O S A


            Lo mismo que el buen paño, que como dice el refrán en el arca se vende, este pequeño lugar de la provincia, bonito e interesante como pocos, queda apartado al margen del camino, de manera que sólo lo podrá ver aquel que tenga intención de hacerlo, que lo vaya a buscar, como yo lo hice bastantes años atrás en un primera ocasión, y ahora, recientemente, en otra segunda.
            El pueblo se anuncia de manera muy discreta una vez pasado Alcolea del Pinar camino de Molina; pero no se ve, y bien que vale la pena dedicarle un poco de tiempo. Sólo unos cuantos pedruscos oscuros cerca del depósito de las aguas, semejan monumentos prehistóricos a la vista desde la carretera, y que nada nos extrañaría habernos podido encontrar con alguno por allí, si se tiene en cuenta que en toda la zona son frecuentes las reminiscencias megalíticas, como así lo confirma el conocido dolmen del Portillo, a una hora de camino a pie en tierras de Aguilar, allá a la caída.
            El silencio y la soledad se hacen sentir a medida que uno se va adentrando por estos parajes en los que comienzan a alternarse los valles con las parameras, con las tierras grises barridas por las bajas temperaturas del invierno y tostadas por los impíos calores de cada verano.
            Sobre el altiplano, antes de entrar al pueblo, aparece el pequeño cementerio del lugar con su ermita adosada. Limpias y elegantes las cruces y las lápidas con que los habitantes de Garbajosa recuerdan a sus muertos. Alguien dijo que la condición de un pueblo, lo que distingue a unos de otros, es el estado en el que se encuentran sus cementerios, y creo que no le faltaba razón. Considerando como válido ese instrumento de medida, y a la vista de cómo tienen su camposanto, hay que convenir en que los habitantes de Garbajosa, residentes, ausentes y oriundos, merecen la más alta de las calificaciones posibles.  
                 Por todo el pueblo y por sus alrededores suenan potentes las campanadas de las cinco en un reloj que luego no llegué a ver. Ya estoy en el pequeño parque que hay al entrar, junto a la carretera. Desde el mirador del altillo quiero recordar que en compañía de tres mujeres del pueblo, las tres entradas en edad: doña Felisa Palazuelos, doña Severina Ciruelos, y doña Tere, señora del alcalde, contemplé años atrás, mirando a lo lejos, uno de los panoramas más completos y más ricos en impresiones varias que uno pueda imaginar, parte de él correspondiente al término municipal de Benamira, ya en la provincia de Soria, con el altiplano del Carrascal allá en la distancia, donde destaca el verde pálido de las encinas, con la inmensa vega al pie, larga y ancha, de terreno llano que la recién estrenada primavera va comenzando a teñir con los primeros brotes del mes de abril y el sol enciende a la vez que avanza el día. Y más hacia el saliente, como recogida sobre la loma roqueña que la sostiene, la iglesia de Aguilar con su campanario mirando hacia la vega. Pero algo importante, y desde luego novedoso hay que añadir al paisaje con el que la vista se deleita desde el mirador del Altillo: por una lado el continuo girar de las aspas en decenas de generadores eólicos, salpicando el horizonte allá a lo lejos; y por otro el paso fugaz del AVE, más hacia el poniente. Dos impresiones que no sentí en mi primera visita al pueblo años atrás, y que hoy, si no lo rompen, si que para mi gusto resultan cuando menos extraños al paisaje.
            Gozando desde aquel tranquilo mirador el regalo de la tarde, se me ha ocurrido pensar que el viaje a Garbajosa lo hice para algo más, para andar por el pueblo, para hablar con la gente, para palpar el mensaje del silencio que en horas como ésta se aprecia mejor en los pueblos pequeños.

            El pueblo está solo. No es nada nuevo. Los trabajos de restauración en calles y viviendas han sido intensos durante los últimos veinte años. Muchas de las casas se ven arregladas con gusto, incluso con lujo. El frontón de pelota ocupa casi en su totalidad la Plaza de la Reina María Cristina. Sobre la fachada de la que pudiera ser la sede de la Asociación Cultural, hay una placa en azulejos donde está escrito: “Para las antiguas y nuevas generaciones de hombres y mujeres, que han colaborado y colaboran para mantener vivo este pueblo. 15 Agosto 2003. Asociación Cultural de Garbajosa”. Las puertas de las casas están cerradas. Me acerco a tomar una fotografía del relieve que hay marcado en la piedra sobre el dintel de una puerta cercana. Ladra un perro con vozarrón potente a la vuelta de la esquina. Los perros de los pueblos tienen predilección por los que no conocen. Es un perro grande, entre blanco y color canela, las orejas casi le arrastran por el suelo, y se llama Chuli. Al verme, se viene hacia mí ladrando desesperadamente. Una niña intenta tranquilizarlo, pero no puede. Poco después Isabel, la niña, ayudada por su madre, consiguen atarlo. Los escandalosos ladridos de Chuli se oyen por todo el pueblo.
            - No hace nada. Es que tiene la voz muy fuerte.
            - Qué bonito es vuestro pueblo, Isabel.
            - Ahí detrás hay una casa antigua que está muy bien.
            - Me hubiese gustado sacar una fotografía a la portada de la iglesia; pero veo que la reja está cerrada con llave.
            - Sí; la tiene el cura, que vive en Alcolea. Le puede llamar por teléfono.
            - No; intentaré hacerla desde fuera, y si no sale bien tampoco pasa nada.
            Debo reconocer que no he tenido suerte con la iglesia de San Miguel de Garbajosa en ninguna de las ocasiones que he pasado por aquí. En el primero, allá por el mes de abril del año ochenta y cinco, tenían en obras todo su interior en un intento de sacar a la vista la piedra de las paredes. Recuerdo, eso sí, la delicada joya del arte barroco popular castellano-aragonés de su retablo mayor, con impecable dorado y algunas tallas que preside la del Arcángel titular lanceando al diablo. Hoy tan sólo he podido volver a ver, y a cierta distancia,  la rica portada renacentista, algo restaurada también, sobre todo las columnas laterales dañadas por los hielos y por los años, en la que todavía se puede leer escrito sobre el friso superior: “Ave María Celorum. Ave María Angelorum”. El toque personal de la portada, muy al estilo de Covarrubias, se adivina a través de los siglos.
            Algo más por debajo de la plaza está la fuente pública, manando abundantemente por sus dos caños. Le han pintado una franja de un verde chillón muy llamativo. El agua del pilón es clara y transparente; se nota que como en algunos otros más de los detalles comunes, la gente se ocupa de cuidarlos, cosa vital para el subsistir de los pueblos, que como en éste tan sólo son tres o cuatro familias las que viven en él de manera continua.
            - ¿Cuántos chicos sois ahora, Isabel?
            - Somos dos. Mi hermano y yo.
            - ¿Adónde vais al colegio?
            - Vamos a Sigüenza. Nos lleva mi mamá por la mañana, y volvemos a comer a casa. Mi madre trabaja en Sigüenza.
            - Tú irás al Instituto, claro.
            - No voy al Instituto aún. Estoy en quinto. Es que como soy muy alta, a la gente le parece que soy mayor.
            - Os aburriréis aquí en el pueblo, todas las tardes solos tu hermano y tú.
            - No nos aburrimos. Los fines de semana vienen otros chicos, y luego en el verano hay bastantes.
            Pienso que no haya mucho más que ver en Garbajosa. A la salida me encuentro con una furgoneta que acaba de entrar en el pueblo. Son dos vendedores ambulantes de fruta que vienen desde Morata de Jiloca, en Zaragoza, a vender el producto de su cosecha por algunos pueblos de Guadalajara y Soria. El tendero, que habla con cerrado acento aragonés, se ha empeñado en venderme unos kilos de manzanas, y me ha dicho que de Guadalajara lo más que llegan es hasta Mirabueno.              

sábado, 7 de enero de 2012

EN EL PAÍS DE LA MIEL


            No es la Alcarria, como sabemos muy bien los que vivimos aquí, la comarca de la provincia que acapara todas las bendiciones, y abominaciones cuando las hay, de las tierras de Guadalajara; no. La Alcarria es una cosa y Guadalajara es otra; conviene no confundirse, y mucho menos confundir a los demás. Para quienes apenas nos conocen de oídas, o han cruzado alguna vez nuestros campos a vuelo de ventanilla de autobús o como viajeros en el ferrocarril, no debe extrañarnos que sea a sí; pero quede claro, tanto para los extraños como para los propios, que a Guadalajara en todo sus conjunto la integran otras tres comarcas geográficas que nada, o muy poco, tienen que ver con la Alcarria; comarcas bien definidas y con una personalidad tan arraigada, o más, que la propia Alcarria, aunque con menos predicamento de cara al exterior, circunstancia real que ahí está, y ante la que cualquier guadalajareño: campiñés, serrano o molinés, deberá atenerse y encajar de buen grado -tampoco hay razones mayores que lo impidan- cuando al medirle fuera de casa con el mismo patrón que a todos se nos mide, alguien opte por considerarle alcarreño.
            Pues bien, algo tendrá el agua cuando la bendicen. Algo tendrá la Alcarria para merecer, de mentes poco cultivadas, una identificación sui generis con las tierras en su conjunto de una provincia determinada a la que solamente ocupa en una determinada porción, a la vez que se extiende de manera considerable por algunas otras más de las que así mismo toma parte y cuyos pobladores se consideran, con el mismo mérito, alcarreños y a mucha honra. La provincia de Madrid tiene su trocito de tierras alcarreñas, y la de Cuenca una cuarta pare de su superficie total.  La Cuenca de Priego, de Huete, de Villar del Infantado, de Castillo de Alvaráñez o de Villarejo del Espartal, tienen (hasta en el nombre) tanto sabor a Alcarria como las vegas del Tajuña o las ásperas llanuras de Cifuentes. Uno piensa al respecto, vista la realidad sobre el propio terreno, que la Alcarria viene a ser como el sello común, inamovible, que asegura la verdad geográfica, e histórica también en buena parte, de una comarca sonora y universal, que acoge sin distinción sendos pedazos de dos provincias siamesas, aunque el renombre como tal de puertas para afuera haya venido a hundir el platillo de la balanza sobre esta porción nuestra, sobre la Alcarria de más acá de los valles del Tajo y del Guadiela, en lo que -una vez apuntadas las correspondientes salvedades- todos parecemos estar de acuerdo. La ciudad de Guadalajara queda incluida dentro del tapete alcarreño, lo que para nuestro uso viene a ser como un dato definitivo que justifique esa distinción.
            Campos ariscos y de ruda estampa; tierra de contrastes climatológicos y de complicadas maneras en su particular orografía: desierto, páramo, vallejuelo, laderas infecundas, aliagares y tomilleras, la Alcarria gozó sin razón de tiempo ni de historia, del singular privilegio de atraer hacia su enrarecida piel a lo más representativo de las alcurnias existentes dentro de la sociedad española de todos los tiempos. La ciudad romana de Ercávica en la Alcarria de Cuenca, cuyas ruinas quedan al descubierto a cuatro pasos del postrero remanso de las aguas del pantano; y la de Recópolis, fundada por Leovigildo en honor de su hijo Recaredo, a la vera del Tajo junto a Zorita, avalan suficientemente lo que acabo de decir. Tierra ésta que a lo largo de los siglos fue escenario de acontecimientos guerreros que a lo largo de los siglos marcaron los caminos del futuro en nuestro país, y que ahí están, reflejados en los libros de la Historia, o cuando no en olvidados monumentos recordatorios dentro de su propio paisaje.
            Con solo echar un ligero vistazo a los antiguos legajos de la Alcarria, y con ello quiero referirme a los que guardan entre dunas de polvo las historias particulares de sus villas más destacadas: Priego, Huete, Brihuega, Pastrana, Cifuentes, Zorita..., sería material más que suficiente para confeccionar sin esfuerzo apenas toda una nómina de personajes distinguidos que, por una u otra razón, prefirieron la adusta Alcarria sobre cualquier otro lugar de la España de su tiempo, como asiento para sus horas de solaz al amparo de la tranquila naturaleza. Y ahí tendríamos que colocar en sitiales preferentes a dos de los Alfonsos de la Castilla medieval: el VIII, fundador de monasterios, como el de Óvila, y el X, amante de doña Mayor, señora de Cifuentes; al moro Almamún, al influyente Arzobispo toledano Ximénez de Rada, a muchos y diferentes miembros de la familia Mendoza en sus diversas ramas, con la extraña flor de la Princesa de Éboli, que en la Alcarria nació, y murió dejando a la posteridad un reguero ingente de opiniones encontradas acerca de su personalidad y de su conducta; a Teresa de Ávila, la reformadora de la Orden Carmelita; a los reyes Borbones Felipe V, Carlos III y Fernando VII; a El Empecinado, que en varios momentos de su ofensiva al invasor francés montó en la Alcarria su cuartel general; al autor neoclásico Leandro Fernández de Moratín, de ascendencia pastranera; al poeta León Felipe, que se estrenó como boticario y escribió sus primeros versos en Almonacid; al último Nóbel español, Camilo José Cela, que fue su más eficiente propagandista..., entre otros muchos, sin entrar en el mundo de los vivos, que ahí están, y cuya relación acabaría por desbordar lo que en este escueto trabajo se pretende.
            Y siguiendo con esa infinidad de motivos capaces de sacar a esta tierra de su secular anonimato, se me ocurre pensar cómo, en una de las roídas ladera de matorral que tapizan los oteros de la Alcarria, ruinoso e irrecuperable, fuera de la vista del viajero desde que trazaron el desvío, queda algo más allá de Tendilla e venerable monasterio de la Salceda, donde rezó e hizo milagros San Diego de Alcalá, y abandonó un buen día camino de la Corte para ser confesor de la reina Isabel, la Católica, y regente después de las Españas, fray Francisco Jiménez de Cisneros.
            Los altos de Brihuega y de Villaviciosa fueron testigos en el año 1710 -cuando España se encontraba huérfana de rey al haber muerto sin descendencia el último de los Austrias- de una batalla decisiva que trajo como consecuencia el trasplante al trono de una nueva familia real, la de los Borbones, originaria de la Francia del Rey Sol; pues bien, así consta en los anales de nuestra historia nacional, y así se recuerda en un solitario monolito que alguien tuvo a bien plantar al borde de la carretera en donde ocurrieron los hechos, sin que parezca ser que el mundo de hoy, resultado al fin de aquella definitiva disputa por la sucesión, le haga demasiado caso. Pero no es eso todo por cuanto a escenario bélico han tenido aquellas tierras, pues más próximo a nosotros murieron por aquellos campos miles de soldados durante la Guerra Civil, y para ello copio y concluyo con aquella frase tajante, sacada con pinas de las Crónicas de guerra de Hemingway, cuando en el año 1937 anduvo por aquí como corresponsal de guerra en pleno conflicto. El ilustre autor, refiriéndose a la llamada Batalla de Guadalajara, y más concretamente a los enfrentamientos de tropas que él sitúa en las inmediaciones del Palacio de Ibarra, publicó en el diario estadounidense The New Republic un completo artículo acerca de los hechos y del que me limito a entresacar solo lo siguiente: “Sin reservas afirmo que Brihuega tendrá un lugar entre las batalla decisivas de la historia militar del mundo.”

(En la fotografía: "Las huertas de Pastrana")