jueves, 31 de mayo de 2012

Rutas turísticas: ATIENZA Y EL ROMANICO RURAL (II)

  LOS MUSEOS DE ATIENZA

      De  la  que fuera parroquia de San  Gil,  antigua  iglesia asilo,  debe  señalarse sobre todo su ábside  románico  del  XII, menos espectacular, pero muy parecido en disposición y trazado al de  La Trinidad. Fue de exquisito gusto el artesonado  de  madera que  sirve de cobertura a la nave. Se ha dispuesto la iglesia  de San  Gil como Museo de Arte Religioso y depósito de lo mejor  del arte  atencino  en general, sobre todo por cuanto  se  refiere  a pintura y a orfebrería. Se inauguró con gran júbilo por parte del vecindario en el mes de julio de 1990, obra personal y  meritoria del párroco de la villa don Agustín González.
     El contenido del Museo es de lo más variado dentro del arte religioso,  tomando como punto de partida el siglo XII,  del  que puede  admirarse  una estupenda pila bautismal,  o  un  magnífico "Cristo  en la Cruz" del XIII; buenas pinturas de  Matías  Jimeno representando  "La Anunciación" y "La Adoración de los Reyes",  o las famosas "Sibilas" y "Profetas" de Santa María del Rey,  bello muestrario de pinceles renacentistas atribuidos a Berruguete; una "Natividad"  de  excepcional  ejecución al  gusto  italiano;  dos "Ecce‑Homo",  y un conjunto completísimo de pinturas anónimas  en las  que bien merecería la pena detenerse a investigar a fondo  . La  abundancia  de  tallas  y de  imágenes  hace  imposible  una enumeración  meticulosa, si bien predominan las piezas  renacen­tistas y barrocas, entre ellas una "Virgen del Rosario", de  José Salvador Carmona. Por cuanto a vasos sagrados , cruces  procesio­nales y de altar, así como otras muchas muestras interesantes  de orfebrería, la riqueza expuesta en el Museo es de imposible valo­ración. Lo mismo ocurre con la colección de documentos en los que se  recogen algunos de los privilegios que los reyes y los  papas vinieron a conceder, a lo largo de su historia, a la villa y a la iglesia de Atienza. El Museo de Arte Religioso continúa incremen­tando su fondo paulatinamente con nuevas obras, todas ellas  pro­cedentes de las distintas iglesias de Atienza, sobre todo de  las que permanecen cerradas al culto.
     Se muestran, así mismo, muebles tallados en maderas  nobles del  siglo XVI al XVIII, hachas de piedra del Paleolítico  y  del Neolítico, ajuares visigodos de bronce, algunos utensilios  cel­tibéricos,  así como varios centenares de fósiles encontrados  en la comarca de Atienza, procedentes de la Era Secundaria,  periodo Cretáceo, con algunos otros ejemplares de más lejano yacimiento y que resultan de un alto interés paleontológico.
     Posteriormente, como consecuencia del celo del cura párroco del lugar, el ya referido don Aguistín González, y urgido por la abundancia de arte de sus antiguas iglesias, se han ido abriendo otros dos museos mas: el de San Bartolomé y el de la Trinidad, en las iglesias de esos mismos nombre. El museo de la Trinidad, está dedicado en gran parte a la Caballada; fiotografías, documentación, vestuario propio de los miembros de Hermandad, y todo lo relacionado con esta festividad historico-religiosa, de la que escribinmos a continuación 

      L A  C A B A L L A D A
  
    Se  trata del acontecimiento festivo más importante de los que,  con el  paso de los siglos, se vienen celebrando en  la provincia de Guadalajara,  al  menos por cuanto se refiere a la  antigüedad  del hecho histórico que se conmemora y a loa trascendencia que tendría después en la historia de Castilla.
     Resulta  innecesario  para los atencinos  insistir  en  los orígenes de esta fiesta con ocho siglos de tradición, nada menos, sobre  sus  espaldas. Para quienes no conocen la aventura  de  la villa desde sus orígenes, la razón que motiva este acontecimiento anual  puede  resultar interesante. Es  difícil,  pero  intentaré resumir  cuanto  sea  posible las ideas más  elementales  que  el profano debe conocer en torno a la fiesta de La Caballada.
     Es  la Historia de Castilla la que cuenta cómo  el  pequeño rey Alfonso VIII, con sólo tres años de edad, fue traído de noche a caballo desde San Esteban de Gormaz hasta el castillo de Atien­za por Pedro Núñez de Fuentealmexir, para librarle de las  garras de  su  propio tío, el ambicioso rey de León Fernando  II,  quien deseaba a toda costa acabar con la vida del niño, a fin de reunir bajo  su cetro todo el reino que había dejado al morir  su  padre Alfonso VII.
     El tierno infante de Castilla pasó en paz sólo unos días en la peña de Atienza a salvo del mortal perseguidor, pues, enterado el  rey  leonés de la estratagema y de la burla de la  que  había sido objeto, mandó de inmediato un cuerpo de su ejército para que sitiase  la  fortaleza, con intención de coger  prisionero  a  su sobrino el infante don Alfonso.
     Ahí es donde entra en acción el ingenio y la astucia de los arrieros  de la villa. Ni cortos ni perezosos,  encomendando  tal vez la operación a su patrona la Virgen de la Estrella, a las del alba del domingo de Pentecostés del año 1162 tomaron al niño,  lo disfrazaron de arriero como uno de tantos, lo montaron sobre  una cabalgadura  de las que llevaban habitualmente, y abandonaron  el caserío  dirigiéndose como por costumbre lo solían  hacer,  valle abajo hasta la ermita de la Patrona de Atienza, ante cuya portada se pusieron a danzar cumpliendo con el viejo rito, para emprender al  instante la huida por otra dirección bien distinta, fuera  ya de  la  vigilancia del ejército sitiador, sin  que  los  soldados leoneses hubieran podido sospechar lo más mínimo.
     Siete días tardaron en poner a salvo al pequeño rey  dentro de  las  murallas  de la ciudad de Avila.  Siete  tortillas  con distintos  ingredientes que cada año se comen los  herederos  de aquellos  bravos  atencinos la víspera de Pentecostés,  para  así conmemorar  el hecho y dar principio a la fiesta de La  Caballada que les tendrá ocupados durante el día siguiente.

     Los  hermanos de la cofradía ‑cuyas Ordenanzas son aún  las mismas,  las  auténticas que en su día otorgó y firmó  el  propio Alfonso VIII‑ se reunen bien de mañana en la puerta del prioste o hermano  mayor. Allí se leen las multas habidas durante  el  año, que  los  cofrades infractores acatarán y pagarán  en  libras  de cera. Acto seguido, con los músicos,los seises,el mayordomo y  el abad,  se  baja a caballo, campo abierto, hasta la ermita  de  La Estrella, donde se procede a la subasta y a la función religiosa. Es  costumbre que durante la Misa algunos cofrades dancen  en  la puerta,  organizándose  luego la procesión hasta la  Peña  de  la Bandera, en donde se reza por los cofrades fallecidos. El momen­to más emotivo quizás, y también el más pintoresco, es la galopa­da  a todo correr que, a la caída de la tarde, llevan a cabo  los cofrades   subidos sobre sus caballos en el arrabal de la  villa, con la Atienza histórica y la silueta de su castillo roquero como telón de fondo.
     Salvo contadas excepciones, que por motivos muy  especiales se dejó de celebrar en el transcurso de los últimos ocho  siglos, la fiesta de La Caballada es puntual cada año en el día de Pente­costés. Se cree que el propio Alfonso VIII, ya como rey de Casti­lla,  tuvo ocasión de asistir a ella personalmente en más de  una edición, dotándola de excepcionales privilegios.
 

     POR LAS SENDAS DEL ROMANICO RURAL
     Conviene  completar  la impresión que nos  produjo  Atienza saliendo  unos cuantos kilómetros más allá, adentrándonos en  las vecinas  sierras,  donde se conservan interesantes  muestras  del quehacer artístico de los pueblos cristianos que por allí vivie­ron,  a  caballo de los tres últimos siglos  de  la  Reconquista. Atienza  nos  pudo  servir de interesante botón  de  muestra  por cuanto al gusto arquitectónico de aquellos tiempos, sobre todo en portadas  y  en ábsides de algunas de sus  iglesias  que  todavía recordamos.  Ahora serán los pueblecitos de aquella serranía  los que  se  descubran, ante los ojos del visitante, con  sus  viejas piedras  labradas con precisión geométrica, colocadas en arco  de medio punto, y luciendo en aquellas soledades todo el encanto del estilo  cluniacense  en  su más sabrosa  modalidad  castellana  y rural.
     Cañamares  será la primera escala de esta ruta en busca  de las  muestras  románicas de las que hemos hablado. El  pueblo  de Cañamares  se quedó durante los últimos años casi sin  habitantes de  hecho.  Llaman la atención al entrar en  Cañamares  la  buena planta y mejor disposición de algunas de sus viviendas,  situadas en ambas márgenes del río que lleva su mismo nombre. Al otro lado de  las  casas, se cruzan las limpias aguas del río  Cañamares  a través de un puente medieval, muy grande, con tres ojos,  montado sobre recia piedra arenisca  en tonalidades grises y rodenas, que sirvió de vía para caminantes y carruajes durante ocho siglos, y aún sigue empleándose para la misma función. Vamos a cruzar  el puente.  Entre sombraje de acacias y de nudosos  lombardos,  si­guiendo  siempre  de cerca el cauce del arroyo, se  llega  a  la solitaria  iglesia  parroquial. El pequeño  templo  tiene  doble campanario  de sillería y portada románica que los canteros  la­braron en archivoltas lisas y acordonadas. Está oculta dentro  de un portalón añadido algunos siglos más tarde. (Continuará)

miércoles, 23 de mayo de 2012

Rutas turísticas: ATIENZA Y EL ROMÁNICO RURAL ( I )


    Hoy vamos a viajar por caminos norteños. Es posible que  no sean  muchas  más las rutas por la provincia de  Guadalajara  con mayor  consenso que la que en este instante vamos a emprender. Pongámonos en marcha. Volveremos tarde. El paseo de sol a sol por las sierras atencinas, seguro que merecerá la pena.

     Al  pueblo de Hiendelaencina le llaman los  colindantes,  y también  sus  propios vecinos, Las Minas. La razón es  por  demás sabida,  puesto  que durante muchas décadas se  extrajo  de  allí plata  en abundancia y de excelente calidad, cosa que casi  todos sabemos.  En los campos de Hiendelaencina centellean las  piedras grises cuando el sol las mira de frente: es la plata. Se trata de un  pueblo  antiguo; hay constancia de que en  plena  Edad  Media tomaba parte del Común de tierras de Atienza. Por su situación es pueblo  serrano,  de elegante trazado urbanístico  y,  de  alguna manera, capitalidad de aquella comarca por la que, en buena  ley, se  encuentra la puerta principal por la que debe entrarse  a  la Sierra de Atienza.
     Desde 1972, en que don Bienvenido Larriba, sacerdote titu­lar de su parroquia, la puso en funciones a título de prueba (más con buena voluntad que con medios para pensar en remotos éxitos), se  viene  celebrando  con progresiva aceptación  la  ya  popular Pasión  Viviente, en la mañana del Viernes Santo. Representación escénica de los principales misterios de la Pasión de Cristo,  en la que intervienen como actores los propios vecinos del pueblo, y como escenario las calles y un escogido altillo del arrabal. Acto singular, trasplantado de otras regiones españolas en donde ya es tradición de siglos, que ha conseguido carta  de  naturaleza  y nombre  propio, tras la experiencia de cuatro décadas de  represen­tación.



A T I E N Z A

     Acabamos de entrar en Atienza por caminos serranos.  Atien­za,  en  el corto espacio de un quinquenio, se ha  convertido  en centro  de  interés para los visitantes, en  villa  estrella  del turismo. Motivos los tiene más que sobrados, ya lo creo, pero lo importante  es  que  a las gentes de Madrid  y de  Guadalajara, sobre  todo, les ha dado por visitar Atienza, y ello no  deja  de ser en cualquier caso una buena noticia, no sólo para los  conta­dos pobladores de la Villa Realenga, que bien se lo merecen, sino para todos nosotros.

     Pretendo con este breve trabajo acerca de aquellas  tierras de  la eterna Castilla, darte un empujón, amigo lector, para  que conozcas Atienza y por extensión toda su comarca; para que  com­pruebes por ti mismo, sobre el severo empedrado de sus calles  en cuesta,  el  latido arrítmico de la vida medieval;  para  que  te sacies  de  arte hallado casualmente en el sitio mismo  en  donde debe de estar; para que vivas, si ello te es posible, una jornada repleta de impresiones agradables, de visiones nada comunes,  con el aliciente en garantía de una naturaleza limpia y transparente, con  olor a campo. Andarás, ya te lo advierto, por encima de  los mil  doscientos metros de altitud sobre el nivel del mar, lo  que tampoco  deja de tener su encanto y su repercusión  favorable  en las temperaturas, sobre todo estivales. Te dejo en las puertas de Atienza.  Te encuentras a ochenta kilómetros, más o menos, de  la capital  y  a ciento treinta, aproximadamente, de Madrid.  En  la lejanía, allá por el poniente, todavía se vislumbran las  últimas vedijas de nieve sobre las crestas de Somosierra.  Aquí,  sobre nosotros,  el  castillo roqueño contrastando con  los  tules  del cielo castellano, siempre en solemne avanzadilla por las  tierras que cabalgó el Cid.

     Atienza se llamó Tithia en tiempos muy remotos, allá cuando nuestros  abuelos de la Celtiberia se batieron  bravamente,  pero inútilmente, por impedir a precio de sus vidas la ola  dominadora de las legiones romanas. El nombre de Atienza, o Atiença, que tal nos da, le vendría más tarde, quizá por derivación del  anterior, pero ya en vísperas de la conquista musulmana. Los moros la des­truyeron  una  vez y ellos mismos la levantaron de nuevo. Tres Alfonsos  consecutivos, el sexto, el séptimo y el octavo se  en­cargaron  de  incorporarla al reino de Castilla, de  colmarla  de privilegios  y de rodearla de murallas, pasando a ser su sino,  a partir  de entonces, el de la decadencia paulatina, con  períodos de mayor o de menor brillantez. Hoy, con la fuerza rediviva de un heraldo burlador de siglos y de civilizaciones, Atienza  ‑piedra, viento y poco más‑ se recrea sobre sí misma mostrando al visitan­te o al estudioso la gloria enmudecida de unos tiempos muy  leja­nos y muy presentes a la vez.

     El  histórico  caserío a que dio lugar la vieja  Tithia  se alza,  al llegar ante los ojos del viajero, asentado a la  salida del  sol  en la falda de un montículo que corona su  castillo  en ruinas. Atienza, así tal cual se le ve, amarrada a la roca, es de algún modo la imagen más exacta de lo perdurable, de lo incorrup­tible, de lo eterno. El soplo huracanado de los vientos y de  los siglos  se  estrella en Atienza contra las aristas  de  la  peña, dejando  a la postre todas las cosas como están, lo mismo que  lo estuvieron  siempre,  tal y como si el tiempo para  nada  hubiese contado en su vida. Ese, y no otro, es sobre todos los demás  que posee, su principal encanto.



     LAS SIETE IGLESIAS DE ATIENZA

     El conjunto urbanístico e histórico que supone en su tota­lidad la villa, en donde todo resulta aprovechable, como muy bien nos  será  fácil comprobar una vez allí, se carga de  interés  al visitar  cada una de las siete iglesias que tiene Atienza.  Siete sí, esas son, aunque hubo un tiempo en el que todavía fueron más: hasta doce. La más antigua de todas las que aún existen es la que se  dedica a la Virgen del Val, situada en el fondo de  un  valle que  hay  a extramuros de la villa. Para bajar  a  esta  iglesia, bordeamos  muy  de  cerca la llamada Puerta de la  Salida  en  la muralla,  por donde cuenta la tradición que los arrieros  sacaron al  rey niño Alfonso VIII en la madrugada de marras,  asunto  que trataremos  más adelante. Sobre la piedra vieja de la Virgen  del Val  se hace referencia escrita al año 1147, como fecha  probable del  remate  de las obras. Llama la atención en ella  la  curiosa portada  románica,  en la que diez frailecillos  de  largo  sayal retuercen sus cuerpos, como si de saltimbanquis de circo se tra­tase, alrededor del cilindro de caliza que da forma a la  archi­volta  que tiene en el centro. Una curiosa escena de la "Huida  a Egipto", románica también, luce sus particulares y desproporcio­nados  relieves  por encima de la piedra clave, a la  sombra  del alero que hay sobre la fachada. Salvo estos detalles valiosos que se apuntan, el resto de la iglesia del Val es obra del siglo  XVI con aditamentos posteriores.  

     El  rey  Alfonso VIII de Castilla ordenó  ‑por  razones  de gratitud con el pueblo atencino, de las que en su momento habla­remos‑ la construcción de varias iglesias románicas más según  el estilo de moda. Varias de ellas han desaparecido, y otras se  han ido  reconstruyendo de nueva planta, como así parece que se  hizo con  la actual parroquia de San Juan en la Plaza del  Trigo;  sin embargo  son  bellas muestras las que todavía quedan, tal  es  el caso  de  la de San Bartolomé, la que más a mano nos  coge  según volvemos de la iglesia del Val, que guarda íntegro su atrio por­ticado del siglo XIII, si bien, el resto se corresponde con  re­construcciones  más  tardías y lujosos  ornamentos  barrocos,  de entre  los que es obligado señalar el retablo mayor,  con  buenas pinturas de la escuela madrileña del siglo XVII, y sobre todo  el de la capilla lateral dedicada al Cristo de Atienza, con excelen­tes dorados  y formas cargadísimas, en cuya hornacina central  se luce  la  escena del Descendimiento, talla  policroma  con  siete siglos  de antigüedad, en la que aparecen las figuras de José  de Arimatea,  San Juan y Santa María Virgen, contemplando el  cuerpo muerto de Cristo que pende de la Cruz con la mano derecha descla­vada. La imagen cuenta desde tiempo inmemorial con el fervor sin condiciones de los atencinos, si bien en lo artístico, aunque  su valor  sea  incalculable,  es tan sólo uno de  los  tres  Cristos famosos que tiene Atienza.


     La  iglesia de Santa María del Rey alza su esbelto  torreón en la falda poniente del Cerro del Castillo. Este templo data del siglo  XII,  y  se debió levantar por mandato  expreso  del  rey Alfonso I de Aragón. Sólo quedan de su primera época dos  porta­das  románicas:  la del norte que en la actualidad  se  encuentra tabicada, y la que mira hacia el mediodía como fondo al cemente­rio  de la villa. Compone esta bellísima portada sur  una  bocina con  siete  archivoltas,  cubierta por  infinidad  de  figurillas talladas  en la piedra, donde se ven apóstoles,  ángeles alados, campesinos, monjes, grupos informes de bienaventurados,  encapu­chados  anónimos  con traje talar, y otros relieves de  no  fácil interpretación que muy bien pudieran referirse a la  resurrección de  los muertos o al Juicio Final. Se dice que una  galería  sub­terránea comunicaba el castillo con el presbiterio de la  iglesia de  Santa María del Rey, por la que solía descender a  diario  el obispo de Badajoz, don Alonso Manríquez, prisionero en la  forta­leza a la sazón, para decir misa.

     Una  de  las iglesias menores de Atienza está  dedicada  al Salvador.  Se  encuentra  situada en extramuros, al  pie  de  las murallas  en lo que fuera el antiguo arrabal  de  Puertacaballos, entre las de Santa María del Rey y la de la Trinidad. En la  ac­tualidad  pertenece  a particulares. Un agujero como de  tiro  de cañón  abierto  en la muralla, según se sube hacia  el  Castillo, permite  contemplar en impresionante visión cenital la torre  del Salvador con antepechos de piedra, chata, de cielo raso, impeca­ble  después de la restauración a que fue sometida en la  tercera década  del siglo XIX como consecuencia del incendio  que  sufrió durante la guerra de la Independencia.

     En la iglesia de La Trinidad, no lejos de las dos anterio­res y de regreso al pueblo, se celebran todavía con cierta  fre­cuencia los actos de culto, aunque en realidad no se trate de  la verdadera parroquia de Atienza. Ya hace tiempo que dejó de  serlo como consecuencia de las fuertes emigraciones habidas. La  igle­sia  de  La Trinidad se encuentra situada en la  parte  alta  del pueblo,  al sur del Castillo.Posee un magnífico  ábside  románico del siglo XII, con ventanales rasgados y capiteles de interesante ornamentación  sobre columnas laterales de Matías de  Torres.  La capilla  rococó de la Purísima ‑regalo al parecer de Felipe V‑  y la conocida imagen gótica del Cristo de los Cuatro Clavos,  talla simpar del siglo XIV, completan con otros muchos detalles más  de enorme valor artístico la iglesia de la Trinidad, una de las  más interesantes de Atienza.

     La  iglesia  de San Juan del Mercado, fachada norte  de  la Plaza del Trigo y flanqueada por el famoso Arco de  Arrebatacapas en  la  muralla, es la verdadera y la única parroquia  que  ahora tiene  la  villa. Su interior está delimitado por  tres  naves  y cinco  tramos entre columnas. El retablo mayor  es  sencillamente grandioso,  de cargadas formas barrocas del siglo XVII  ajustadas al marco del ábside y al remate de la bóveda. Merecen en él men­ción especial los lienzos de Alonso del Arco que lo adornan  en­cuadrados por columnas salomónicas: "El Bautismo de Cristo",  "La lapidación de San Esteban", "San Martín y el pobre", y otros  más que convierten en auténtico joyel esta obra maestra de los enta­lladores Madrigal y Castillo, con dorados de Agustín Vázquez.  De la rica imaginería de San Juan del Mercado destaca el Cristo  del Perdón,  de Luis Salvador Carmona, idéntico a los otros  dos  del imaginero navarrés que se veneran en San Ildefonso y en el  con­vento de Agustinas de Nava del Rey, su pueblo natal. La  gravedad y el solemne patetismo de estos Cristos de Carmona (Luis  Salva­dor,  no  conviene confundirse con otros de  la  misma  familia), todos  iguales, todos con la rodilla izquierda apoyada sobre  una bola  del mundo, todos con los brazos entreabiertos, son  de  una profundidad  ascética  imposible  de superar en el  arte  de  la imaginería. (Continuará)

(Las fotografías corresponden al Arco de Arrebatacapas, a la Pasión viviente de Hiendelaencina,a una típica calle de Atienza, y a la iglesia románica de San Bartolomé)

martes, 15 de mayo de 2012

Rutas turísticas: POR TIERRAS DEL JARAMA Y LA CAMPIÑA (III)


  
   COGOLLUDO
 
 
     Cogolludo, lo dice su nombre, es palabra que se deriva de cogollo.  Las casas de Cogolludo se presentan arracimadas, haciendo escalón como un cogollo apretado de viejos edificios que termina  con  las torres de San Pedro y de Santa María,  aún  por debajo del altozano final sobre el que se sostienen las ruinas de su castillo.
     Es  cierto  que la villa de Cogolludo no  está  situada  de lleno en tierras de la Campiña. Tampoco en las sierras del Ocejón o  del  Alto Rey propiamente dichas, si bien es posible  que, en justa proporción, participe de las ventajas y de los inconvenien­tes de una y de otra comarca.
     Los campos que rodean a Cogolludo son por lo general cali­zos,  de escasas pretensiones para el trabajo agrícola, donde  la gente  supervive  desde antiguo sin escatimar  sudores,  haciendo frente a los devaneos de la vida a fuerza de trabajo. Los  fondos de las vegas, sin embargo, suelen ser a menudo generosos, y,  con eso  y  poco  más, los labradores  tienen  por  costumbre  salir adelante.
     Si  hacemos  caso de lo que de ella nos dice  la  Historia, habremos  de hablar de Cogolludo como de una ciudad antiquísima. En sus inmediaciones se han encontrado restos abundantes de épo­cas de la vida del hombre anteriores a la Historia. En plena Edad Media, ya en el año de 1085, pasó a pertenecer a los  reyes  de Castilla  como cabecera de su propio alfoz. El rey  Alfonso  VIII hace donación del lugar y de sus tierras a la Orden de  Calatrava en 1176, a cambio de efectivos humanos para la reconquista de la ciudad de Cuenca que llevaría a cabo el año  siguiente.  En  el siglo XV, tras muchas vicisitudes habidas en torno a la villa y a sus pertenencias, Cogolludo pasa a ser posesión del primer duque de  Medinaceli, don Luis de la Cerda, quedando, hasta la aboli­ción de los señoríos en el siglo XIX, como propiedad de la  fami­lia. En tiempos de la invasión napoleónica, los soldados france­ses destruyeron una buena parte del caserío, habiendo servido en varias ocasiones como cuartel general de El Empecinado.
     Son  famosos, dentro de la rica gastronomía de Cogolludo  y de  sus pueblos vecinos, los asados de cabrito y de cordero.  Por estas  tierras  anduvo ‑sea cierto o no el origen  alcarreño  del glorioso almirante‑ el propio Cristóbal Colón en persona, comien­do  cabrito asado en Arbancón. La tradición así lo cuenta, y  con ese mismo rigor se queda escrito.
     La villa de Cogolludo tiene una magnífica Plaza Mayor ro­deada de soportales, amplísima, diseñada  seguramente  por  los duques  de  Medinaceli en el siglo XV, cuando  se  dispusieron  a iniciar  las  obras del palacio que, desde  entonces,  habría  de presidirla.  El palacio es, por sí solo, una de las piezas clave del  Renacimiento español todavía incipiente. La ornamentación  y el  buen  gusto prevalecen sobre lo que hubiera podido  tener  de fortaleza,  según costumbre al uso en períodos  precedentes  para este tipo de edificios civiles.
     Se  tiene por muy probable que fuera el arquitecto  Lorenzo Vázquez el autor del proyecto y el director de las obras, hombre muy vinculado a las construcciones mendocinas. El palacio tiene una fachada rectangular, alargada, uniforme, toda ella  revestida de sillería almohadillada con dos cuerpos separados por una larga imposta. El cuerpo inferior acoge en el centro del  edificio  la portada  de acceso. En el superior se alinean seis ventanales  en ajimez, todos iguales, enmarcados por adornos y emblemas que  van partiendo  en  mitad sendas columnillas  con  inequívoca  chispa palaciega.  Entre la admirable ornamentación de la portada: co­lumnas cubiertas de relieves, rosetas y cornucopias, candeleros y escudos  de familias, etc., aparecen como rareza exclusiva  tres majorcas  de maíz, elemento vegetal hasta  entonces  desconocido, que se ha llegado a interpretar como símbolo de la  participación personal del duque de Medinaceli en la empresa americana de Cris­tobal  Colón, quien, parece ser, que en uno de sus viajes de  re­greso desde el Nuevo Mundo, trajo, entre otros productos,  autóc­tonos, la tal especie, a fin de enraizarla en tierras españolas, como  así fue. Un soberbio escudo familiar de los  duques  ense­ñorea  desde  lo alto de la portada a todo el  edificio. Se ve recogido a  manera de enorme medallón dentro de una  corona  de laurel. El conjunto de la fachada concluye con un pretil  calado, al que van recorriendo, en toda su longitud, escudos  nobiliarios y un curioso crestón de candeleros o alfiles de ajedrez.
     Dentro  del  palacio de Cogolludo quedan las columnas que entornan su patio renacentista. Uno de los salones en  el  piso alto luce todavía una artística chimenea de escayola decorada con formas góticas y mudéjares, en el centro de las cuales destaca el escudo familiar de Medinaceli, sostenido por una pareja de sera­fines.
     La iglesia parroquial de Santa María es renacentista en  el tiempo,  y gótica por su estructura y ornamentación. Componen  el interior tres naves separadas por columnas de sillería, formando otras tantas bóvedas, en las que el capricho de las nervaduras se extiende  por toda la superficie en un incomparable laberinto de dibujos y de formas geométricas, que ponen de manifiesto su clara inspiración ojival. En una de las naves laterales se lució  hasta hace poco, como fondo, un lienzo de Ribera conocido popularmente como "El Capón de Palacio", aunque, en realidad, la escena que en él se representa no es otra que la de "Cristo despojado de sus vestiduras". Por motivos de seguridad se conserva de forma provisional en Sigüenza, a fin de evitar en lo posible  un segundo robo de la tela, como ya ocurriera en una noche  invernal de 1987, desgraciada para Cogolludo y para toda la provincia, en la  que  el famoso lienzo desapareció de la  iglesia sin  dejar rastro, siendo recuperado meses más tarde de forma inesperada, y devuelto a su lugar de origen. El pueblo ‑no  era  para  menos‑ recibió su famoso cuadro con repique de campanas y grandes  mues­tras de júbilo colectivo.
     Aparte de las ruinas del castillo sobre el cerro que  lleva su  nombre, y de los dos conventos  ya  inexistentes  de  San Francisco  y  de Carmelitas, conviene hacer  referencia  final, cuando  menos,  a la iglesia de San Pedro,  con  esbelto  torreón junto a la parroquial de Santa María, sin más de particular en su interior  que unas cuantas laudas sepulcrales, perdidas entre  el polvo y el olvido.
     Estamos ya muy cerca de concluir la apretada ruta del  día. De regreso hacia la capital, las tierras  del Henares se  dilatan a  contraluz. Una pareja de cigüeñas mantienen fija  su  silueta sobre la torre en la iglesia del pueblo. El cielo, en los atarde­ceres de estío por estos llanos campiñeses, siempre lleva consigo un ligero tinte añil con algo de escarlata. Estamos en Humanes.
     Humanes  de  Mohernando,  o simplemente  Humanes,  es  por tradición y quizá por merecimiento, la capitalidad de la  comar­ca.  Fue, agarrándonos a su historia, cabecera de  condado  desde los  tiempos del rey Felipe IV, quien le otorgó tal título en  la persona  de su gentilhombre don Francisco de Eraso,  miembro  de una  linajuda familia, titular de la ya existente  encomienda  de Mohernando. A mediados de septiembre celebra la villa  importan­tes  festejos patronales en honor de la Virgen de Peñahora,  cuya ermita  e imagen se encuentran en las inmediaciones  del  pueblo, muy cerca de la conjunción de los ríos Sorbe y Henares. En tardes apacibles de discreta brisa por las alturas, es fácil  contemplar desde  Humanes y desde sus aledaños el atrayente  espectáculo de ver volar a los hombres‑pájaro, que sin necesidad de  motor,  y sólo  a merced de las corrientes de aire, navegan en  el  espacio sobre  su ala delta en torno al cerro de La Muela, al  otro  lado del río en la vecina localidad de Alarilla; un deporte atrevido y espectacular,  que  tiene como segundo pago el  poder  contemplar desde la altura, a vuelo de águila, el panorama siempre  singular de la vega media del Henares.

martes, 8 de mayo de 2012

Rutas turísticas: POR TIERRAS DEL JARAMA Y LA CAMPIÑA ( I I )


     Desde Uceda vamos a volver sobre lo andado, siguiendo con­tra  corriente las vegas del Jarama. Las distancias, con  fortuna para quienes han de viajar por aquí con frecuencia, no son  lar­gas, y sí que resulta atrayente y novedoso el espectáculo  visual que vamos dejando entre pueblo y pueblo. Durante un largo  trecho será protagonista el paisaje.

     El Cubillo nos queda ahora a la derecha de la carretera,  y algo  más adelante, pero a nuestra izquierda, Casas de Uceda,  el pueblo que alza sobre el llano la mole monumental de su  iglesia. Algo más adelante se informa en un cruce de caminos que Cogolludo queda a 31 kilómetros si seguimos en la misma dirección, que a la izquierda por la carretera serrana se va al Pontón de la Oliva, y que al mediodía, al remate de una recta de dos o tres kilómetros, está Villaseca. Vamos a tomar el ramal que parte hacia las  sie­rras del norte. La carretera es más estrecha, pero aceptable y en buen estado. El paisaje se compone de campos de cultivo,  algunos oterillos baldíos, y como vegetación arbórea más frecuente se  da la  encina,  el chaparrillo y las sabinas; más  adelante  se  ven también  nogueras. A medida que el camino se introduce  hacia  la sierra,  los campos se van tornando ásperos  paulatinamente,  las jaras  ocupan  su sitio sobre los descampados y  las  laderas  en donde es la maleza la que manda. Varios cuarteles de labor ocupan en  buena parte la hondonada del Valle del Jarama. El  río  corre manso  por debajo del puente. Ahora se nos brindan  dos  opciones interesantes: conocer Valdepeñas de la Sierra y conocer Tortuero, dos  lugares serranos tan próximos como  diferentes.  Conoceremos los dos con riguroso orden, comenzando por el que queda más cer­ca, es decir, por Valdepeñas.

     Una vez situados en el ramal que sube hasta Valdepeñas,  el pueblo se deja ver muy pronto, encrestado al final de un  fecundo vallejo de mies. La temperatura ambiente al subir a Valdepeñas se nota que desciende. El pueblo tiene todo el aspecto de una resi­dencia  veraniega,  mimado por los que vienen de la  capital  los fines  de  semana. Sobre la hilera de edificios que  miran  a  la solana  destaca el robusto torreón de la iglesia del pueblo,  con triple  vano  en la cara sur por la que mira al  barranco  de  la Fuente del Cubillo. La iglesia de Valdepeñas de la Sierra es  uno de  los contados ejemplos del arte protogótico que  la  provincia tiene para ofrecer en toda su longitud y anchura; en ella hay una voluminosa pila bautismal, en piedra repujada, que es pareja  en antigüedad y en estilo con el propio templo.
     Cuando se han recorrido los primeros metros por la carrete­ra que baja hasta Tortuero, uno se da cuenta de que pisa  tierras anónimas, si no desconocidas por lo menos muy poco frecuentadas, lo  que en cualquier caso supone una tremenda equivocación;  pues estas  primeras  estribaciones de Somosierra, agrestes  y  crudas como cualquier tierra alpina que se precie, resultan de una  be­lleza  fuera  de lo habitual, muy próximas a  la  metrópoli,  por cierto,  circunstancia  que algunos madrileños conocen  y  saben aprovechar en sus horas de asueto.

     Tortuero,  muy  al  contrario que  su  vecino  Valdepeñas, aparece medio arracimado en el fondo de una hoya por la que  pasa el  río Concha, afluente del Jarama con el que se unirá poco  más abajo. Desde la primera curva de la carretera que nos aboca en el barranco  se divisa la iglesia con su grupo de casas ocre que  la rodean; el cerro Campillo y el de la Cresta cierran la decoración de  manera  completa. Al otro lado del pueblo uno se  imagina  la chorrera  de  agua espumosa en  donde se despeña  el  arroyo,  un puente antiquísimo de piedra oscura por el que los campesinos  y pastores  de Tortuero regresaban al son de campana en cada  ano­checida, mientras que a nuestros pies, cuatro muros de argamasa y lajas de pizarra enmarcan tres cipreses afilados y otras  cuantas crucecillas de madera que florecen en medio de yerbas  silvestres y de flores de lis; es el cementerio. La primera sensación  jus­tifica cumplidamente una visita a Tortuero. Luego, metidos en las calles del pueblo, uno se encuentra con el consabido espectáculo de  la despoblación que amenaza con acabar con todo. Las  huertas de  tierra mullida, entre el pueblo y el arroyo, han  sido  desde antiguo  la  despensa común de los lugareños, ahora  en  vías  de inminente  desaparición,  si las formas de vivir  no  cambian  de rumbo.

     Dejaremos  aquí estas tierras para cruzar la  vertiente  en busca  de  otros  motivos  de interés.  Todavía  quedan  en  las proximidades de donde ahora estamos lugares que podrían  merecer la pena, siempre al hilo de estos que acabamos de ver, en los que la Naturaleza es dueña absoluta de hombres y de haciendas,  donde las  viejas  formas de desenvolverse van unidas  al  mandato  que desde antiguo les impuso el entorno. Seguro que alargar el viaje, si  acaso queda tiempo, hasta Valdesotos o hasta Alpedrete de  la Sierra, nunca será tiempo perdido.
 

POR LAS SIERRAS DE ALLENDE EL JARAMA

     La distancia en kilómetros que separa  a Tortuero de Puebla de  Valles es relativamente corta; por medio, las corrientes  se­rranas del Jarama, la estrecha franja de su cuenca y nada más. No obstante,  las  pésimas comunicaciones en tan  corto  espacio  de tierra, nos colocan al llegar a Puebla en un mundo diferente.

     Puebla de Valles, lo mismo que Tortuero, es otro de nuestro pequeños paraísos anónimos; un mar de calma hundido en la  ladera y  en los bajos de un barranco, que invita a contemplarlo  a  di­stancia antes de decidirse a bajar hasta él. La carretera  brinda desde  los altos una gratificante visión de este pequeño  munici­pio,  casi deshabitado. Desde el augusto mirador del camino,  uno se da cuenta en seguida de que se trata de un pueblo con  cober­tura  parda,  de iglesia esbelta colocada a  propio  intento  por encima del ramaje de una alameda, de pintoresca estampa que ador­na, como en los cuadros de los impresionistas franceses, el  seco barandal  de  un puente sobre el arroyo. Todo ello,  ocupando  la solana de un cerro que se corona con las tronqueras retorcidas de viejos  olivos. En el pueblo interesa la iglesia  parroquial,  en mal  estado;  se cubre el muro absidal con  un  sencillo  retablo neoclásico, en donde se ven pintadas figuras de obispos y escenas de  la  Pasión y Muerte de Nuestro Señor; sobre el suelo,  a  los pies  del altar mayor, hay nueve lápidas mortuorias con  sus  co­rrespondientes epitafios, que cubren los restos mortales de  hon­rados  caballeros del siglo XVII, prohombres, cabe  imaginar,  de aquellos valles, dueños quizá de honores sin cuento, de  personas y de haciendas hará cuatro centurias.


     Luego  Retiendas. El pueblo de Retiendas cae más al  norte, desviado a la izquierda según se avanza por la carretera que sube hasta  Tamajón. Retiendas une a su particular encanto  de  pueblo serrano,  acogedor y pintoresco, el contar en su término ‑sólo  a dos kilómetros de las últimas casas‑ las ruinas venerables de  un famoso cenobio medieval, levantado en aquel rincón ribereño  allá por los años finales del siglo XII. Se trata del monasterio cis­terciense de Bonaval. Tuvo monjes, naturalmente, esta joya aban­donada  y  maltrecha del tardorrománico castellano.  Vinieron  de Palencia hasta él en el año 1170 los frailes del Cister, bajo  la obediencia  a  un tal don Nuño, que fue su primer  abad;  y  allí permanecieron durante muchos años, hasta 1821 en que lo tuvieron que abandonar definitivamente. Tanto el paraje en donde se  halla como  las  ruinas en sí del monasterio, son un recogido  coso  de sosiego,  de  evocaciones  lejanas para quien  goce  de  corazón sensible,  de calma  hasta el extremo, de paz, de mucha paz.  En las  húmedas  praderas de Bonaval se conjugan, al abrigo  de  los hoscos cerros de su cercanía, las formas románicas de los capite­les  y  las corrientes del arroyo, en un  juego  entretenido  que vislumbran por doquier los álamos y las nogueras, el jaral y  las delicadas varillas del brezo. Los turistas de ocasión, que acuden por  aquí atraídos por la maravilla natural del rincón  en  donde reposa la piedra sillar del monasterio, acostumbran a no detener­se  bajo  los arcos apuntados que surgen en el  muro,  por  cuyas oquedades  se cuela el ramaje silvestre de las higueras y  tapiza la  yedra. El mecenas del viejo convento ‑ya hace años  de  ello‑ fue, según dice la Historia, el rey castellano Alfonso VIII.

     Tamajón es por estos lares  la capital de la Sierra, y  por añadidura  de todo el Macizo, al que volveremos más  adelante  en trabajo exclusivo y monográfico. Es muy probable que en la actual Tamajón estuviera la antigua Tamalla, refiriéndonos a los prime­ros siglos de nuestra era. Resulta de fe que en la antigüedad fue Tamajón  una ciudad importante. Existen en sus inmediaciones  las ruinas  de un convento de Franciscanos, fundado en 1592 por  doña María de Mendoza y de la Cerda,  y las de una importante  fábrica de  cristal  que estuvo produciendo vidrio de gran  estima  hasta mediados del siglo XIX. Se cuenta, que fue en esta llanura serra­na de Tamajón, donde el rey Felipe II pensó edificar en principio el célebre monasterio de San Lorenzo, que definitivamente  cons­truiría  en El Escorial de la sierra madrileña. También  aseguran sus  vecinos  que en el Arroyo de las Damas, que corre  junto  al pueblo,  se dieron en otros tiempos ‑dudo si históricos o de  le­yenda‑  las piedras preciosas. Fue célebre durante la  Independ­encia Española contra los franceses el "Cura de Tamajón",  Matías Vinuesa, famoso guerrillero que, el 4 de abril de 1821, fue saca­do violentamente de la cárcel  donde cumplía diez años de condena  por un grupo de liberales descontrolados y ávidos de sangre y de venganza, los cuales le asesinaron de inmediato y arrastraron después  su cuerpo por las calles de Madrid. El recién  instalado ayuntamiento  de la villa, permite hacernos idea de lo  que  pudo ser su viejo palacio de los Mendoza.


     Hoy es Tamajón un pueblo saneado y de impecable imagen. Los cerros  plomizos y los collados de su contorno lo  resguardan  de los  malos vientos, como quien preserva una joya del orín de  los tiempos. Sitio ideal para dedicarse a la profunda meditación,  al descanso y a la  contemplación en vivo de la naturaleza en su más pura y escueta desnudez.
     A  la salida de Tamajón por la carretera de la  sierra,  se alza  el robusto torreón de la parroquia. La primera iglesia  que tuvo  Tamajón fue románica, pero la actual, con  atrio  porticado incluso,  es  toda ella obra del siglo XVI. Más  allá  queda  la ermita patronal de Nuestra Señora de los Enebrales, desde la que se dominan las alturas más destacadas de la sierra con sus  pica­chos  oscuros y con sus aristas. Aquellas praderas mesetarias  de enebros y de abetos poco desarrollados, fueron  por  tradición sede de populosas romerías, a las que solían acudir devotos pro­cedentes de todas las aldehuelas del contorno. Es costumbre  que las  portonas de la ermita de Los Enebrales permanezcan  siempre abiertas  de par en par. Ahora impide la libre entrada  al  sacro recinto una reja de hierro; si bien, las puertas continúan abier­tas con arreglo a la costumbre. Son curiosas por allí las  formas que  suelen adoptar las piedras en los alrededores, pues las  hay haciendo  figura de arco, otras se doblan en  comedidas  curvas, otras, en fin, se contornean en farallones que la erosión consi­guió modelar con maneras caprichosas.
     A  las  sierras del poniente volveremos  después, en otro tiempo pero no demasiado tarde; allí tendremos ocasión de  vivir, en colaboración estrecha con los caprichos  paisajísticos  del Macizo,  la "aventura de los Pueblos Negros". De momento vamos  a regresar en buena hora hacia las veguillas de blancal que  regó, cuando  era más caudaloso, el arroyo Aliendre. Vamos a tomar  por sorpresa, zigzagueando por la carretera retorcida que baja de  la sierra,  la  histórica villa de Cogolludo, uno  de  los  antiguos cabeceras  de partido judicial, en donde habrá que detenerse  por un sinfín de razones que lo aconsejan. En el camino tenemos muy a mano  las aguas rugidoras del río Sorbe, que desciende a  trechos encajado  entre peñas; los pueblos escondidos de Muriel y  Arba­ncón, y, al final, Cogolludo, un clásico de la Geografía  Histó­rica de Guadalajara.

(Las fotos corresponden a una calle de Valdepeñas, al monastserior en ruinas de Bonaval, y a una plazuela de Tamajón)