«Y
hasta el can pisábalos». La frase, como para fijar a partir de ella en su
origen el nombre del pueblo, carece de rigor toponímico suficiente, hasta el
punto de que para muy poco nos podría servir en ese sentido; pero así recuerdo
que me lo contó hace años un anciano erudito del lugar, asegurando como dogma
de fe que en tiempos muy lejanos -siglos más bien, si es que por siglos se
pudiera medir el tiempo de Maricastaña- se dio una batalla cruel por aquellos
páramos, y fueron tantos los muertos que no sólo el caballo y el caballero
pasaban por encima de los cadáveres de los vencidos, sino que "hasta el
can pisábalos", y de ahí el nombre con el que este simpático lugar de la
serranía atencina, a tiro de piedra de las tierras de Soria y de Segovia, ha
llegado hasta nosotros.
Y
puestos a referir anécdotas, de aquellas que se perderán en el tiempo
irremisiblemente si antes nadie se preocupa de asentarlas sobre el papel
escrito para que perduren, ahí va otra inocente historia que tiempo atrás
alguien me contó en aquella amplia y cuestuda Plaza Mayor de Campisábalos y
que, por segunda vez después de muchos años, vuelvo a contar a nuestros
lectores.
Dicen
-o por lo menos así me lo contaron los más viejos del lugar-, que siendo rey de
las Españas Fernando VII, un ricachón de Campisábalos apostó con él que sus
perros sesteaban en una cama de mucho más valor que la del propio rey. La
apuesta, con hombres de solvencia como testigos, quedó en pie. Se compararon
las camas en las que dormía el rey y las que usaban para sestear los perros del
referido ricachón serrano y, efectivamente, el adinerado del lugar ganó la
apuesta; pues si bien las alcobas reales eran, como cabía suponer,
extraordinariamente ricas, todavía eran de mucho más valor los diez mil vellones
de lana de ovejas y carneros sobre los que pasaban la noche y sesteaban durante
el día los perros del aludido magnate. Eran otros tiempos, qué duda cabe; no
obstante, la historia es muy posible que tenga algo de verdad; pues este límite
entre las dos Castillas debió de ser una especie de tierra de promisión, a
pesar de sus bajas temperaturas, en tiempos de la Mesta, cuando la lana llegaba
a las ferias de toda Europa a precio de oro, y la trashumancia del ganado lanar
durante el invierno a tierras más cálidas, una manera de vivir para ricos y
pobres: para acaparadores de fortuna, prestamistas y otras malas hierbas del
pasado, y para los humildes servidores de aquellos que no tenían otra salida
para sobrevivir y sacar adelante a sus familias.
Sí
es cierto que El Empecinado, en sus muchas incursiones desde su Castilla natal
a esta otra de las Alcarrias, asentó por estos recovecos serranos de
Campisábalos y Somolinos repetidas veces, donde parece que el invasor francés
no tenía entrada o, por lo menos no la supo buscar. En cualquier caso, uno se
encuentra, urgido por la historia y la leyenda, en la plaza de este pueblecito
singular, diezmado en población de lo que fue antes, y teniendo frente a sí una
de las muestras más admirables de nuestro arte medieval, que bien quisieran
contar entre su patrimonio muchos pueblos y ciudades prósperos. Falta la
presencia humana en éste como en tantos lugares más de su entorno geográfico en
muchas leguas a la redonda, el latir del corazón del hombre se echa en falta,
pero ahí queda, estirada sobre el muro de su iglesia de San Bartolomé, la
huella del pasado en una serie de altorrelieves esculpidos sobre la superficie
de la piedra caliza de finales del siglo XII, y que significa, cuando menos,
una carta de salutación valiosísima de nuestro pasado lejano. Y ahí está
mirando al sol de la mañana, burladora de siglos, de guerras, de soles
tórridos, de hielos e intemperies, para quienes deseen comprobar sobre pétreo
documento, el vivir diario de nuestros campesinos por aquellos tiempos en los
que hacer frente a la vida en su humilde condición, debió de ser obra de
excepcional mérito.
No
creo que sean muchos más de cincuenta los habitantes de Campisábalos en un día
cualquiera que no coincida con el fin de semana. Cuando llegué a este pueblo
por primera vez, y en él pasé por azares del destino la primera noche en la
sierra, eran muchos más de esa cifra los niños que tenía en edad escolar.
Campisábalos sufrió con saña el azote del éxodo en los años sesenta, lo que en
nada afecta al encanto de su antigüedad, como podrá comprobar in situ quien
vaya a conocerlo.
Eran
las doce de la mañana. El párroco de ésta y de algunas más de las feligresías
serranas, se dispone a celebrar misa en la capilla anexa a la iglesia local. La
capilla se abre tras una extraordinaria portada románica, hermana gemela de la
que tiene la iglesia bajo el atrio acolumnado y familiar no lejano de aquella
otra que podríamos ver en Villacadima, a cuatro pasos de allí, y que por su
indudable mérito habremos visto tantas veces fotografiada en libros y en
revistas de arte.
La
capilla es pequeña: una nave con un presbiterio chiquito y cinco o seis bancos
de madera donde se sientan los fieles. Los capiteles sobre columnas que separan
al presbiterio de la pequeña nave, se adornan con figuras mitológicas en
relieve, casi irreconocibles. Dentro de un nicho abierto en la pared lateral,
protegida por una reja secular de buena forja, hay una urna sepulcral con una
lápida cuya larga inscripción sobre la piedra comienza así: "En esta
capilla donde está la rexa de hierro está enterrado el caballero Sangalindo, y
de la dicha capilla y ospital y vienes y rentas suyas son patronos la Justicia y Regimiento de
la villa de Atienza..." Referida al insigne hidalgo del que hay constancia
que empleó una buena parte de su hacienda en favor de los enfermos y
menesterosos de la comarca.
Campisábalos
no es pueblo para ser contado con palabras, ni con el frío de la letra impresa
sobre el papel de una guía turística o de un periódico, sino para ser visto. La
transparencia de la mañana a 1350 metros de altura sobre el nivel del mar,
el color de la piedra, el silencio de sus calles, el balido lejano de un rebaño
de ovejas, el rostro de la viejita que te mira al pasar desde el ventanuco de
la puerta de su casa..., también es Campisábalos. Y a cuatro pasos más al norte
la Sierra de
Pela, la sierra por la que anduvo el Cid camino del destierro. Páginas
desvaídas de la historia y del arte de Castilla expuestas al sol y a las
lluvias de abril en pleno páramo de la Sierra Atencina.
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