domingo, 27 de abril de 2014

HISTORIA DEL "MAMBRÚ" DE ARBETETA


Se trata de una de las leyendas más conocidas por aque­llas serrezuelas que quedan en el mapa de la provincia de Guadalajara entre la Hoya del Infantado y el Alto Tajo; una extensión a la redonda de cinco o seis leguas, según la más popular de las medidas itinerarias, y que viene a ser la dis­tancia en línea recta que separa a los dos pueblos que compar­ten protagonismo en esta tierna historia de amor imposible.
            Los furtivos amores entre el Mambrú de Arbeteta y la Giralda de Escamilla los he llegado a conocer por dos cauces diferentes: por los textos del doctor Layna Serrano, y por el más sencillo de la tradición oral, escuchado de viva voz a un anciano de Escamilla, sentados plácidamente los dos en la solana allá por el barrio alto de su pueblo, hace cuando menos una docena de años. Las diferencias apenas son de matiz. En la exposición del Dr. Layna prevalece su decir impecable, la referencia culta, el detalle histórico oportuno; en el relato del anciano de Escamilla aflora el poso de lo auténtico, de lo increíble, de lo que solamente él -y alguien más de su gene­ración- conoce, y que varía de vez en vez según el estado de ánimo del narrador y los dictados de la memoria, tan voluble a ciertas edades.
            Lo que conviene saber es que, como toda leyenda, se trata del fruto maduro de la imaginación popular con referencia a un tiempo y a un espacio, como aquí se da, y que, por tanto, se trata de una manifestación de reconocido valor que jamás debiera perderse. El lugar de los hechos nos es conocido, y el tiempo suponemos que también, tal vez la década central del siglo XIX, cuando al soplo de la corriente romántica fueron apareciendo aquí y allá historias de este tipo, historias anónimas cuyo principal exponente pudiera ser el famoso drama de los "Amantes de Teruel" que inmortalizó Hartzenbuch y quedó para la posteridad en el anaquel de la literatura romántica.
            La moza, guapa y agraciada en extremo, vivía en Escami­lla. Dicen que era hija del labrador más envidiado del pueblo, dueño de una de las haciendas más fuertes de la Alcarria. El mozo era de condición mucho más humilde; hijo del sacristán de Arbeteta, honrado, trabajador y de muy agradable presencia. El amor entre ambos surgió apenas conocerse, en un encuentro casual con motivo de las fiestas mayores del pueblo de la muchacha. A partir de entonces ninguno de los dos podía vivir sin el otro. Los días resultaban interminables en la distancia y en sus mentes y en su corazón sólo flotaba una idea y un momento: el soñado matrimonio que uniera sus vidas para siem­pre.
            Cuando el padre de la muchacha tuvo noticia del idilio bajo cuerda de su hija con el hijo del sacristán de Arbeteta, se opuso de un modo rotundo a que tales amores siguiesen adelante. Pesaba que su hija merecía algo más y que al zagal lo único que le interesaba de ella era su dinero y la inmensa dote que tenía detrás de su sombra. La oposición del padre concluyó de manera tajante; pues encerró a la muchacha en la habitación más segura de su casa palacio y mandó a los criados más fieles que la vigilasen con todo rigor, para que cualquier comunicación con el mozo de Arbeteta fuera imposible.

            Aseguran que el muchacho, confiado en que ella lo espera­ría el tiempo preciso, se marchó a la guerra. Durante la campaña fue un ejemplo de lealtad y de valor frente a los ejércitos enemigos. Regresó a su pueblo al cabo de un tiempo vistiendo el lujoso uniforme de sargento de Granaderos de la Guardia Real, y con una buena bolsa de monedas de oro como pago a su comportamiento. Las gentes de Arbeteta no salían de su asombro, y desde entonces lo empezaron a llamar "Mambrú", en memoria de un general inglés Malborough que luchó en España durante la Guerra de Sucesión,  y que pasó a ser personaje popular de las canciones infantiles.
            El domingo siguiente al día de su regreso, con su unifor­me de Sargento de Granaderos se presentó en la misa mayor de la iglesia de Escamilla. Ni qué decir cómo a la salida fue la admiración de chicos y mayores, pero sobre todo el capricho de las muchachas que se paraban a mirarlo a hurtadillas, retiran­do disimuladamente el velo de tul que cubría sus cabezas.
            Tales pruebas de admiración no debieron de hacer demasia­da mella en el padre de la muchacha, pues al enfrentarse con él el Sargento de Granaderos con intención de pedirle la mano de su hija, el viejo adinerado insistió en su negativa al tiempo que le rogaba que se marchase del pueblo, amenazando con encerrar a la muchacha durante el tiempo que fuera preci­so.
            El mozo salió desconsolado. Luego de contemplar absorto la altura y la elegancia del campanario, pasó unas horas en la casa del sacristán, amigos de la familia, cuya hija era incon­dicional confidente de su novia. Cuentan que a media tarde salió a pie con dirección a su pueblo. Por el camino tuvo tiempo de lamentar su fracaso, de acrecentar su amor por la muchacha y de planear lo acordado horas antes con la hija del sacristán amiga de su novia. Era injusto dejar perder aquellos amores limpios por el simple deseo de un padre tenaz y ambi­cioso.
            Al cabo de unos días, la gente de ambos pueblos pudo observar cómo mientras sonaban las campanadas del Ángelus, el mozo, vestido con su correcto uniforme, ondeaba un banderín desde lo alto del campanario de su pueblo mirando hacia Esca­milla, al tiempo que su novia, siempre acompañada por su amiga la hija del sacristán, hacía lo propio con su delantal en el campanario de la iglesia de su pueblo mirando hacia Arbete­ta, desde donde aseguran que durante los días claros se dejan ver en la distancia los dos chapiteles. Era la llama encendida del corazón de ambos, imposible de apagar.
       

     Un día notaron los vecinos que el toque de campanas era demasiado largo; que el agitar del banderín de él y del dela­tal de ella duró hasta que el sol se escondió por el poniente. A la mañana siguiente el muchacho salió de su pueblo para incorporarse de nuevo al ejército y alcanzar una graduación más alta que lograra complacer al padre de su novia. Murió en campaña cuando ya había conseguido el grado de capitán. La muchacha enfermó de melancolía al conocer la noticia. Dicen que siguió subiendo hasta el campanario al toque de oración y desde allí, con lágrimas en los ojos, agitaba cada tarde un pañuelo negro. La muchacha murió meses después.
            El hecho, dicen, encogió el corazón a las buenas gentes de aquellos pueblos, de manera que, para perpetuar su memoria, en los dos concejos se acordó coronar sus respectivas torres con las siluetas de un granadero y de una muchacha que a la vez sirvieran de veleta. De ese modo seguirían mirándose de continuo y manifestándose su amor limpio y eterno a impulsos del viento cada tarde.
            Lo hicieron así, y el recuerdo de los amantes siguió vivo durante muchos años, hasta que un rayo, a ella primero y a él después, los hizo desaparecer de sus respectivos campanarios en época todavía reciente.

            El Mambrú de Arbeteta y la Giralda de Escamilla pasaron al recuerdo; se convirtieron en un mito que conviene arropar dando vida a la leyenda. Las veletas originales, en uno y otro lugar, fueron sustituidas por sendos muñecos de metal bri­llante que la gente acepta de no buen grado; pero ahí están, intentando recordar al vecindario, como encendidos por los rayos del sol, unos amores seguro que irreales, producto de la imagina­ción, que no necesitaron de género literario alguno para sobrevivir y hacerse perpetuos.

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