Se trata de una de las leyendas más conocidas
por aquellas serrezuelas que quedan en el mapa de la provincia de Guadalajara
entre la Hoya del Infantado y el Alto Tajo; una extensión a la redonda de cinco
o seis leguas, según la más popular de las medidas itinerarias, y que viene a
ser la distancia en línea recta que separa a los dos pueblos que comparten
protagonismo en esta tierna historia de amor imposible.
Los
furtivos amores entre el Mambrú de Arbeteta y la Giralda de Escamilla los he
llegado a conocer por dos cauces diferentes: por los textos del doctor Layna
Serrano, y por el más sencillo de la tradición oral, escuchado de viva voz a un
anciano de Escamilla, sentados plácidamente los dos en la solana allá por el
barrio alto de su pueblo, hace cuando menos una docena de años. Las diferencias
apenas son de matiz. En la exposición del Dr. Layna prevalece su decir
impecable, la referencia culta, el detalle histórico oportuno; en el relato del
anciano de Escamilla aflora el poso de lo auténtico, de lo increíble, de lo que
solamente él -y alguien más de su generación- conoce, y que varía de vez en
vez según el estado de ánimo del narrador y los dictados de la memoria, tan
voluble a ciertas edades.
Lo
que conviene saber es que, como toda leyenda, se trata del fruto maduro de la
imaginación popular con referencia a un tiempo y a un espacio, como aquí se da,
y que, por tanto, se trata de una manifestación de reconocido valor que jamás
debiera perderse. El lugar de los hechos nos es conocido, y el tiempo suponemos
que también, tal vez la década central del siglo XIX, cuando al soplo de la
corriente romántica fueron apareciendo aquí y allá historias de este tipo,
historias anónimas cuyo principal exponente pudiera ser el famoso drama de los "Amantes
de Teruel" que inmortalizó Hartzenbuch y quedó para la posteridad en el
anaquel de la literatura romántica.
La
moza, guapa y agraciada en extremo, vivía en Escamilla. Dicen que era hija del
labrador más envidiado del pueblo, dueño de una de las haciendas más fuertes de
la Alcarria. El mozo era de condición mucho más humilde; hijo del sacristán de
Arbeteta, honrado, trabajador y de muy agradable presencia. El amor entre ambos
surgió apenas conocerse, en un encuentro casual con motivo de las fiestas mayores
del pueblo de la muchacha. A partir de entonces ninguno de los dos podía vivir
sin el otro. Los días resultaban interminables en la distancia y en sus mentes
y en su corazón sólo flotaba una idea y un momento: el soñado matrimonio que
uniera sus vidas para siempre.
Cuando
el padre de la muchacha tuvo noticia del idilio bajo cuerda de su hija con el
hijo del sacristán de Arbeteta, se opuso de un modo rotundo a que tales amores
siguiesen adelante. Pesaba que su hija merecía algo más y que al zagal lo único
que le interesaba de ella era su dinero y la inmensa dote que tenía detrás de
su sombra. La oposición del padre concluyó de manera tajante; pues encerró a la
muchacha en la habitación más segura de su casa palacio y mandó a los criados
más fieles que la vigilasen con todo rigor, para que cualquier comunicación con
el mozo de Arbeteta fuera imposible.
Aseguran
que el muchacho, confiado en que ella lo esperaría el tiempo preciso, se
marchó a la guerra. Durante la campaña fue un ejemplo de lealtad y de valor
frente a los ejércitos enemigos. Regresó a su pueblo al cabo de un tiempo
vistiendo el lujoso uniforme de sargento de Granaderos de la Guardia Real, y
con una buena bolsa de monedas de oro como pago a su comportamiento. Las gentes
de Arbeteta no salían de su asombro, y desde entonces lo empezaron a llamar
"Mambrú", en memoria de un general inglés Malborough que luchó en
España durante la Guerra de Sucesión, y
que pasó a ser personaje popular de las canciones infantiles.
El
domingo siguiente al día de su regreso, con su uniforme de Sargento de
Granaderos se presentó en la misa mayor de la iglesia de Escamilla. Ni qué
decir cómo a la salida fue la admiración de chicos y mayores, pero sobre todo
el capricho de las muchachas que se paraban a mirarlo a hurtadillas, retirando
disimuladamente el velo de tul que cubría sus cabezas.
Tales
pruebas de admiración no debieron de hacer demasiada mella en el padre de la
muchacha, pues al enfrentarse con él el Sargento de Granaderos con intención de
pedirle la mano de su hija, el viejo adinerado insistió en su negativa al
tiempo que le rogaba que se marchase del pueblo, amenazando con encerrar a la
muchacha durante el tiempo que fuera preciso.
El
mozo salió desconsolado. Luego de contemplar absorto la altura y la elegancia
del campanario, pasó unas horas en la casa del sacristán, amigos de la familia,
cuya hija era incondicional confidente de su novia. Cuentan que a media tarde
salió a pie con dirección a su pueblo. Por el camino tuvo tiempo de lamentar su
fracaso, de acrecentar su amor por la muchacha y de planear lo acordado horas
antes con la hija del sacristán amiga de su novia. Era injusto dejar perder
aquellos amores limpios por el simple deseo de un padre tenaz y ambicioso.
Al
cabo de unos días, la gente de ambos pueblos pudo observar cómo mientras
sonaban las campanadas del Ángelus, el mozo, vestido con su correcto uniforme,
ondeaba un banderín desde lo alto del campanario de su pueblo mirando hacia
Escamilla, al tiempo que su novia, siempre acompañada por su amiga la hija del
sacristán, hacía lo propio con su delantal en el campanario de la iglesia de su
pueblo mirando hacia Arbeteta, desde donde aseguran que durante los días
claros se dejan ver en la distancia los dos chapiteles. Era la llama encendida
del corazón de ambos, imposible de apagar.
Un
día notaron los vecinos que el toque de campanas era demasiado largo; que el
agitar del banderín de él y del delatal de ella duró hasta que el sol se
escondió por el poniente. A la mañana siguiente el muchacho salió de su pueblo
para incorporarse de nuevo al ejército y alcanzar una graduación más alta que
lograra complacer al padre de su novia. Murió en campaña cuando ya había
conseguido el grado de capitán. La muchacha enfermó de melancolía al conocer la
noticia. Dicen que siguió subiendo hasta el campanario al toque de oración y
desde allí, con lágrimas en los ojos, agitaba cada tarde un pañuelo negro. La
muchacha murió meses después.
El
hecho, dicen, encogió el corazón a las buenas gentes de aquellos pueblos, de
manera que, para perpetuar su memoria, en los dos concejos se acordó coronar
sus respectivas torres con las siluetas de un granadero y de una muchacha que a
la vez sirvieran de veleta. De ese modo seguirían mirándose de continuo y
manifestándose su amor limpio y eterno a impulsos del viento cada tarde.
Lo
hicieron así, y el recuerdo de los amantes siguió vivo durante muchos años,
hasta que un rayo, a ella primero y a él después, los hizo desaparecer de sus
respectivos campanarios en época todavía reciente.
El Mambrú de Arbeteta y la Giralda de Escamilla pasaron
al recuerdo; se convirtieron en un mito que conviene arropar dando vida a la
leyenda. Las veletas originales, en uno y otro lugar, fueron sustituidas por
sendos muñecos de metal brillante que la gente acepta de no buen grado; pero
ahí están, intentando recordar al vecindario, como encendidos por los rayos del
sol, unos amores seguro que irreales, producto de la imaginación, que no
necesitaron de género literario alguno para sobrevivir y hacerse perpetuos.
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