Las fechas de la Semana
Santa han ido perdiendo durante las últimas décadas una parte de su antiguo
contenido popular, no sólo en el aspecto religioso, que por sí mismo significa
la desaparición de toda una serie de valores nobles difíciles de recuperar, sino
también en el aspecto costumbrista, unido al anterior de modo inseparable como
producto de los años y de los siglos emanado del ambiente rural principalmente.
Las costumbres desaparecidas fueron el fruto caduco de generaciones pasadas, al
que nosotros, los que ahora vivimos, no hemos sido capaces, o no hemos querido
mantener por considerarlo intemporal, poco rentable, y ahora nos estamos
quedando sin ello como pilar de nuestra cultura autóctona. Hago votos por que
jamás nos tengamos que arrepentir, a la vez que invito a quienes les sea
posible para que lleven al papel escrito lo que a este respecto su memoria no
sea capaz de mantener por mucho tiempo, entre otras razones porque la vida es
breve y otros vendrán después que podrían necesitarlo.
Y entrados en tema,
aprovecho la ocasión para felicitar una vez más y agradecer su trabajo, al que
tituló “Cancionero tradicional de Guadalajara” a María Asunción Lizarazu de
Mesa, autora de tres volúmenes que son un verdadero tesoro. Si los pueblos y
sus costumbres desaparecen, como está ocurriendo y ocurrirá en lo sucesivo,
bueno es que se queden en el papel impreso, o en cualquier otro sistema al que
nos lleve la tecnología moderna, como única manera de perpetuarse y de llegar,
al cabo de los años y de los siglos, a quienes alguna vez precisen de ello.
Después de este prólogo
imprevisto a mi trabajo de hoy, les animo a viajar, como casi siempre por los
pueblos de nuestra Provincia. Lo haremos hacia uno de los lugares más
escondidos y más interesantes de los que yo conozco: El Sotillo, en la Alcarria de Cifuentes,
camino de Las Inviernas, donde la gente, los pocos que ahora son y los que
fueron antes, acostumbran beber el agua riquísima de una fuente de seis caños
que allí conocen como de “La cabeza del perro”, debido al relieve de una cabeza
esculpida sobre un lateral, que más parece de un ternerillo lechón que de un
perro, como desde antiguo dicen allí.
Hoy
no tomamos por nuestro el pueblo de El Sotillo por el agua de su fuente
generosa, ni por los bellísimos parajes que tiene alrededor, sino por algo bien
distinto, y que como antes dije, conviene dejar marcado en letra impresa,
porque mucho me temo que ya, en estos años primeros del siglo y del milenio, se
trate de algo que marchó sin billete de vuelta. Me lo contaron hace algunos
años las mujeres del pueblo, y tal cual fue, en ello me baso.
Doña
María y doña Marciana Barbas fueron entre algunas más las que me contaron todas
estas cosas dentro de la pequeña iglesia que, por cierto, aún tenían a la vista
de todos colocada sobre sus andas a la Patrona
del pueblo, la Virgen
de Aranz. Unas y otras, todas las señoras del lugar que habían acudido como
cada tarde del sábado a rezar a la iglesia, me intentaron explicar aquello de
“los mil Jesuses”, de “los treinta Credos”, de “los cantos penitenciales de la
Sagrada Cena y del Reloj de Jesús”; pero hablando todas al mismo tiempo. Luego
de poner las cosas en orden, fue lo primero que me enteré de la costumbre
antiquísima que allí tenían de cantar en la noche del Jueves Santo el “Reloj de
Jesús”, compuesto por veinticuatro estrofas, una por cada hora del día y de la
noche, y que comenzaba con ésta a manera de introducción:
Es la Pasión de Jesús
un reloj de gracia y vida,
reloj y despertador
que a gemir y a orar convida.
Una manera seria, acorde con las circunstancias y
con el momento, que las buenas mujeres del lugar empleaban por tradición para
entrar con las debidas disposiciones en el Viernes Santo.
Sin que nadie del pueblo, ni aun los más ancianos, pueda
dar noticia del cuándo y el porqué de su origen, fue costumbre en El Sotillo
que el día de Viernes Santo, bien por la mañana o bien por la tarde se rezaran
“los treinta y tres credos” que manda nuestra señora la Tradición sin volver la
cabeza atrás por nada del mundo, y en caso de hacerlo por descuido o por
cualquier otro motivo, tenían que empezar de nuevo. Jamás había oído hablar de
nada semejante hasta el día que estuve allí por primera vez, y la verdad, me
cogió de sorpresa. Procuraré llevarlo al conocimiento de nuestros lectores,
aprovechando las mismas palabras con las que me lo contó doña Marciana Barbas
aquella tarde del mes de octubre de 1985. Ella lo dijo así: «Pues es muy fácil
de entender. Nos juntamos unas cuantas mujeres, nos vamos a un camino por el
campo, y nos rezamos treinta y tres credos sin mirar atrás. Cuando éramos
chicas, venían los mozos a seguirnos y nos tiraban piedras. Entonces, siempre
había alguna que no aguantaba sin mirar y nos costaba empezar otra vez. Antes
de cada credo se dice: Satanás, en mí no
has tenido parte, ni tienes ni tendrás. Treinta y tres credos he rezado sin
volver la cabeza atrás.»
Estas costumbres en la Semana Santa del pueblecito
alcarreño de El Sotillo, deberían
esperar para ser completas hasta el día de la Cruz de Mayo, cuando las mujeres
volvían a reunirse otra vez para rezar “los mil Jesuses”. La cuenta, para no
perderse, la llevaban valiéndose de un rosario. Veinte vueltas a las cincuenta
cuentas del rosario diciendo “Jesús” en cada cuenta y la costumbre estaba
cumplida: mil veces justas. Cada cincuenta Jesuses entonaban un canto piadoso y
seguían adelante con otros cincuenta. Un canto como éste que transcribo, tomado
de viva voz para la ocasión en el mismo pueblo:
¿De dónde vienes,
mi buen Jesús
tan triste y
desconsolado?
Vengo recién azotado
y de espinas coronado,
a cuestas traigo la
Cruz.
No hay duda de que la Semana Santa , como la Navidad y algunas fiestas
locales con raigambre y tradición en muchos de nuestros pueblos, varias de
ellas con un riquísimo fondo sobre el que investigar en busca de su origen y
sentido, son piezas de un extraordinario valor cultural, y en ocasiones también
literario si se tiene en cuenta el ambiente primitivo en el que debieron de
nacer. Preferimos dejar a un lado tan hondos caminos para el estudio e
insistir, en cambio, acerca de la urgencia por conservar lo que tenemos y
aquello otro que nos sea posible recuperar. Se ha hecho mucho durante los
últimos años en ese sentido, ciertamente. Etnólogos, costumbristas y
escritores, se marcaron la tarea de extraer del fondo del arca con olor a
alcanfor la letra y el espíritu de muchas de nuestras tradiciones ya olvidadas,
y lo hicieron bien; pero no es suficiente. Confiamos en que las generaciones
jóvenes, más desarraigadas del medio rural, pero mejor preparadas para hacerlo,
retomen el testigo usando como base lo que ya hay, y empleen algunas de sus
horas de ocio en indagar y en recuperar cuanto todavía quede escondido en el
ambiente pueblerino de sus mayores y sea susceptible de ser sacado a la luz.
Seguro que se llevarán muchas satisfacciones.
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