viernes, 29 de octubre de 2010

EN ALCOLEA DE LAS PEÑAS



Las ruinas de una iglesia medieval, tumbas abiertas en la roca, y una cárcel natural horadada dentro de un peñasco inaccesible, es lo que aporta al conjunto de intereses habidos en la provincia aquel bello pueblo serrano situado en el Alto Salado.
Si de algo no carece Guadalajara, sino que muy por el contrario los posee abundantes y cargados de interés, es de lugares a los que dedicar algunas horas de nuestro tiempo. Pequeñas maravillas anónimas que atrapan la atención y luego el afecto de quienes las descubren; ello de una manera tal, que al cabo del tiempo uno se las vuelve a proponer como motivo de viaje para algún fin de semana.
La franja presoriana de Guadalajara, la cinta norte de la provincia desde las escarpas más orientales de Sierra Ministra hasta las más occidentales de la Sierra de Pela, sigue siendo el pequeño mundo sin explorar al que todo guadalajareño que se precie debiera pedir disculpas por haberlo echado al olvido. Debo reconocer que las mayores sorpresas a lo largo de mis muchos años de viaje por la Provincia, las encontré precisamente por aquellos apartados pueblecitos que, por no figurar, no figuran siquiera en los tratados que se escriben como puntos de interés en donde exista algo que valga la pena conocer de cerca.
Preferí en esta ocasión tomar desde Sigüenza la carretera de Paredes para llegar a Morenglos. Desde Atienza, siguiendo la carretera de Soria, el viaje será tanto o más fácil. Morenglos fue un poblado que desapareció hace siglos, cuyas ruinas quedan a cuatro pasos de Alcolea de las Peñas. Los murallones que cercan al simpar Palazuelos, las salinas de Imón con sus albercas comenzando a blanquear tímidamente, el castillo encrestado de La Riba, la sima de Paredes junto a la carretera, pueden ser en todo caso un motivo más que justificado para detenerse. Los fríos páramos sorianos andan por aquí cerca; tierras de promisión, sólo de promisión porque las bajas temperaturas les impiden que se conviertan en paraíso, por donde merodea el gavilán, corre el lebrato, y se riza al soplo de los vientos de Castilla el tierno verdín de la sementera. Morenglos, el mítico torreón de Morenglos destaca luego al contraluz en medio de las hazas y de las peñas. Vamos a acercarnos hasta él. Las piedras de sillería de su vieja iglesia ya no existen, las arrancaron de allí y se las llevaron hace más de cuatro siglos para reconstruir la de San Juan en la vecina Atienza. Tan sólo u paredón de la torre, el que mira hacia poniente, levanta sobre el campo su ruina como un milagro.
- Todo esto es medieval ¿No le parece a usted?
- Sí, también yo creo eso.
El ciudadano de a pie con el que topé en Morenglos sacó su detector de metales y se puso a barrer en la explanada que hay por encima de las cuevas. Al ciudadano de a pie con el que topé en Morenglos no le interesan las sepulturas, con osamenta aún, que hay excavadas en la peana de roca muy cerca del torreón, ni si los arquillos de la torre que cuelan la espadaña son románicos o no lo son, y mucho menos si por aquel cabo se podría tirar con algo de fundamento del hilo de la historia. La alarma del redondo escobón de buscar antiguallas comienza a sonar. El ciudadano de a pie con el que topé en Morenglos arranca del suelo, a golpe de legoncilla, un trozo oxidado de herradura.
- Es lo que más abunda por estos sitios, le advierto.
- Eso que hace usted está prohibido.
- No sé por qué. Yo nunca saco nada. Alguna bala de cuando la guerra.

Subiendo hasta el pueblo hay un instante en el que se siente sonar junto a la carretera el agua del arroyo Alcolea, como si cayese en cascada. Por estos rincones del Alto Salado, los misterios están siempre a la orden del día. Un poco más arriba, en los Hijares, encontraron un castro de la Edad del Hierro de donde sacaron muchas cerámicas y otros enseres que ahora se encuentran en el Museo Arqueológico Nacional; y justo al pie, dicen que está la boca de una cueva que va a parar a Tordelrábano, en la que nadie se atreve a entrar, sólo un gallo que metieron en una ocasión y aseguran que salió sin novedad por la otra parte.
El pueblo de Alcolea de las Peñas se despierta al sol. Es la de hoy una mañana de invierno avanzado, pero a más de mil metros de altura el frío de marzo se deja sentir. En las umbrías aún aguantan, seguro que desde hace meses, las placas de hielo. Alcolea de las Peñas es un pueblo construido con piedra rodena y se sostiene sobre una sólida peana también de roca. Por debajo del pueblo son todo panoramas con bellas vistas. Los sillares de su iglesia de San Martín, y los dinteles y jambas de las puertas en las típicas casas del pueblo, se muestran en un tono cárdeno con el sol de las doce. Tres ancianos, dos mujeres y un hombre, me miran desde el abrigo de la iglesia con gesto de desconfianza.
- ¿Podrían decirme por dónde se va a la cárcel?
- Por ahí, todo seguido.
- ¿Se puede entrar?
- Sí.
Hace años que pasé la primera vez por estas interioridades de la peña, y me impresionó mucho. Una amble chiquilla del pueblo -Esperanza, quiero recordar que se llamaba- me contó que, cuando aquello era cárcel, un preso se saltó al precipicio para escapar, pero salió con vida porque los harapos se le enredaron en las ramas de un árbol y se quedó colgado.
Ahora entro solo. La puerta de la cueva me va metiendo en las oscuras celdas, que luego se dispersan por ramales en los que es preciso andar agachándose para no darse en el techo. Dos ventanucos, uno con barrotes de hiero y el otro no, se asoman al profundo barranco que por detrás de la cueva corta en vertical violentamente. Como desde fuera no hay espacio material para conseguirlo, intento sacar desde entro de la cárcel una fotografía a contraluz de las puertas y pasadizos. La leyenda por un lado, y la imaginación por otro, sostienen esta recóndita curiosidad de la que debe de quedar poca noticia escrita, y que ahora es posible contemplar maltrecha y olvidada.
Allá por el año 1848 escribía don Pascual Madoz, refiriéndose a estas cuevas, lo siguiente: «Pero ninguna cosa más digna de atención que la cárcel, situada en la extremidad ESTE del pueblo; es un formidable peñasco que tradicionalmente se llama la Peña del Castillo, en el cual están abiertas a pico dos estancias de forma irregular; una inferior llamada el Calabozo, al que se baja con gran dificultad, y la otra con el solo nombre de Cárcel; ambos locales presentan el aspecto de una horrible mazmorra. Son muy comunes en las inmediaciones del pueblo estas excavaciones en las peñas, hallándose algunas en forma de cisterna, y otras en manera de embovedados.»
Pienso que merece la pena conservarla, cuidarla, y, desde luego pasarse por allí, acercarse a verla. Se trata, como ya se dijo, de una de esas pequeñas maravillas anónimas que mantienen malamente en pie el interés por todo lo nuestro; pero, como siempre ocurre, ¡qué pena!, suelen ser los que llegan de fuera quines las descubren, los que suelen gozar de ellas.

(En la imagen, un aspecto de la entrada de la Cárcel)

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