Son más de quince años los que han transcurrido desde mi primer viaje -y único hasta hoy- al entrañable pueblecito de Zarzuela, allá por las suaves solanas de frutal y de robles que dejan al fondo los enormes volúmenes montañosos de la sierra del Ocejón. Recuerdo que fue éste el pueblo con el que cerré en 1988 la larga lista de visitas por los diferentes lugares de la Provincia, hasta 434 pueblos habitados, con los que se pudo concluir aquel largo empeño periodístico que dimos en llamar “Plaza Mayor” y que tantos de nuestros lectores todavía recuerdan.
Zarzuela de Galve es un pueblo chiquito, anejo al ayuntamiento de Valverde de los Arroyos, situado a tres kilómetros de distancia de su cabecera municipal, al pie del llamado alto de las Piquerinas, que es el segundo en importancia de los montes de aquella serranía, después del Ocejón, naturalmente, cuya cresta de peñas grises destaca sobre el resto de las elevaciones existentes en el mapa de Guadalajara en todo su conjunto.
Fue una de esas mañanas apacibles de sol con las que a menudo nos regala el mes de noviembre cuando anduve por allí; una de esas mañanas claras en las que el bosque de robledal que cubre las laderas de la comarca se había teñido de un color amarillo fortísimo y el cielo más parecía un inmenso cristal azul. Los campos y los pueblos tienen su momento preciso para dejarse ver, y los de esta serranía norteña del mapa de Guadalajara parece que se transfiguran durante la quincena que llaman del veranillo de San Martín, siendo ese el momento, mejor que ningún otro, para que cualquier mañana se aproveche para viajar hasta el corazón mismo de lo natural en su estado más puro. Mi otra visita a Zarzuela de Galve fue en el mes de mayo, ésta lo ha sido en los antípodas de la climatología, en aquella ocasión apuntaba el verano, en ésta han sido los primeros avisos del invierno en la montaña los que ya se dejaban sentir. El campo en esos lugares es más auténtico ahora, más espectacular, más acaparador por estas fechas; y las buenas gentes, las pocas buenas gentes que han ido quedando por allí después del boom de los veraneantes, también se muestran ante el desconocido más naturales y más receptivas.
Zarzuela de Galve -Zarzuelilla para los habitantes de la comarca- fue siempre un pueblo pequeño, a manera de aldea perteneciente siglos atrás al Señorío de Galve como bien indica su nombre. En este momento son tan sólo tres los habitantes que están allí de manera continua durante todo el año, tres hermanos varones que viven juntos: Jesús Mesón Moreno y sus hermanos Juan y Francisco. Ellos me hablaron de que hace cuarenta años en el pueblo pudieron vivir hasta cincuenta personas, si bien, habían oído contar a su padre que bastantes años antes hubo en el pueblo hasta veintiocho casas abiertas, lo que equivale a un centenar de almas o quizá más. Allí se vive del campo, del producto de los huertos y de los árboles frutales, además de, como en casi todos los pueblos de Castilla, de la paga que los vecinos reciben por jubilación o por invalidez, y que por estos lares de nuestras sierras suele ser la principal fuente de ingresos.
Andando de aquí para allá, de un lado para otro por los rincones y callejuelas del pueblo, siempre con el rumor como fondo del agua de la fuente, me encontré con dos de los tres hombres que hoy viven en el pueblo: Jesús y Juan. Venían del campo y traían cada uno un cubo de judías con su vaina, que enseguida pusieron a secar en el suelo sobre una especie de lona que extendieron en la solanilla de la iglesia.
- Son unas judías chiquitas, pero de una calidad superior.
El hecho de estar el pueblo resguardado de montañas por el norte, hace posible que la temperatura sea algo más alta que en otros lugares de aquella comarca, de ahí que los árboles frutales no sólo se desarrollen con normalidad, sino que den unos frutos excelentes. Las peras, las manzanas, las cerezas, las nueces y las castañas, son principalmente los frutos que premian al campesino cada año como mejor cosecha, si bien los años suelen ser bastante diferentes por cuanto a producción de cada especie; en este último año me contó Jesús que les habían fallado las manzanas, pero que de nueces y castañas la cosecha había sido excepcional.
Quienes viven allí, como perdidos en tan grandioso escenario y con aquella soledad tan absoluta, se lamentan de no tener otras personas alrededor con las que poder hablar, pues en el caso de Jesús, de Juan y de Francisco, ellos, y nada más que ellos, son los únicos interlocutores durante casi todo el año; pues ocurre que, aunque tienen en el pueblo hasta media docena de casas nuevas, grandes por fuera y cómodas por dentro, sus dueños no acostumbran a ir los fines de semana como ocurre en otros pueblos vecinos, por lo que la soledad les resulta todavía menos llevadera. La radio, la televisión y el teléfono, son durante los días cortos y las noches largas del invierno, la única ventana al mundo que, supongo deberán aprovechar en sus muchos ratos libres.
Me invitó Jesús a ver la iglesia por dentro. La iglesia es pequeña como corresponde a un pueblo de tan escasa entidad. Pendiente del vano de la espadaña se airea orientada al poniente la única campana. El yugo de la campana es obra de Jesús, trabajo meticuloso más de artista que de aficionado, detalle que él me explica con una velada complacencia. No es fácil encontrar por cualquiera de nuestros pueblos una iglesia tan pequeña, tan acogedora y tan bien cuidada. Una alfombra recorre de principio a final el corto pasillo que queda entre los bancos. Los bancos destinados a que los fieles sigan las ceremonias religiosas son diez, nuevos y cómodos los diez. Uno piensa que durante casi todo el año sobran nueve de ellos, y según apunta mi acompañante siempre que se ocupan todos es por algún motivo no deseable.
- Cuando se llena la iglesia es porque han traído a enterrar alguno de fuera, o para hacerle un funeral.
En el centro del sencillo retablo que ocupa el presbiterio, tras el altar, preside la nave la imagen patronal de Nuestra Señora del Buen Suceso, cuya fiesta celebran el tercer domingo de septiembre. Llama la atención entre otras, todas ellas posteriores a la Guerra Civil, la imagen morena y en posición sedente de la Virgen de Montserrat, la patrona de Cataluña, que, salvo el color del rostro, muy poco tiene que ver con aquella. Está colocada en un lateral sobre su pequeño trono. Pensé que sería obsequio a la parroquia de algún benefactor catalán.
- No; esta Virgen la trajeron equivocada cuando encargaron la de nuestra Patrona. Se conoce que les pareció mal devolverla, y el cura que había entonces dijo que nos la quedásemos. A la gente le pareció bien, y aquí está.
El sol de la media mañana nos llega en oblicuo desde lo alto del Ocejón. Ladra un perro. Un avión divide el cielo en dos con una lista de blanca. Algo más allá del alto de las Piquerinas otean girando desde la altura unos cuantos buitres, que enseguida desaparecen. Los hermanos Mesón Moreno y yo celebramos el encuentro tomando un trago del porrón a la puerta de su casa. Se tarda una hora larga en volver a la capital, si uno cae en la tentación de parar de vez en cuando a contemplar las maravillas de aquella sierra, el viaje resulta más largo. La fuente de la plaza, sigue con su continuo rumor adormecedor contando las horas del pueblo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario