El milagro de una primavera avanzada a lo que habría que unir el horario de verano, permiten a quienes desean viajar lo que un par de meses atrás les sería imposible: llegar hasta los rayanos molineses siguiendo el valle del Mesa y dedicar un poco de tiempo a recorrer sus pueblos bajo la luz del sol. Es un viaje que, con menor presura a como yo lo he hecho, recomiendo a nuestros lectores como ración completa para un día cualquiera del fin de semana. Anduve por allí en varias ocasiones, dejando por medio el espacio prudencial que imponen las distancias, y debo reconocer que pasado ese tiempo en el ánimo brotan de nuevo las ganas de volver.
Muy pocos rincones de nuestra variada geografía provincial se muestran tan propicios, pensando en unas cuantas horas de expansión, como aquellas apartadas vegas donde por riguroso orden, siguiendo en estrecho contacto las corrientes del río, se alinean tres pueblos, tres, que, con la valiosa complicidad del paisaje, reúnen todos los requisitos de un imaginario paraíso. Uno, que tuvo a bien durante los últimos veinte años peregrinar por todas las villas, aldeas y lugares de la provincia de Guadalajara, añora de vez en cuando la calma y la grandiosidad, el sosiego y la magnificencia de los campos de Mochales, de Villel, y de Algar de Mesa. Hace sólo unos días que pasé por aquellos pueblos la última vez; era tarde abierta; los álamos de las huertas de Mochales parecía que estrenaban sombra.
El pueblo queda acurrucado en la solana de un cerro voluminoso que le sirve de parapeto contra los vientos del norte. Mochales, aparte de su primaveral estampa y de sus casonas antiguas y señoriales, cuenta para quien esto escribe con tres nombres significativos, con tres nombres acerca de los cuales las gentes hablan y hablarán mientras que el pueblo exista. Cada uno por diferente razón, Mochales conserva como páginas de oro en los anales de su pasado el nombre de su alcalde Antonio Alba; el de la mártir carmelita Teresa del Niño Jesús, y el del médico Tararí que fue todo un misterio.
De la Plaza Mayor desapareció hace años su pomposo olmo concejil. En su lugar ha tomado vida un arbolillo joven que lo sustituye. En la Plaza de Mochales, que lleva su nombre, uno se siente estremecer recordando la gesta heroica de su alcalde Antonio Alba, aquel que murió ahorcado por los franceses en mitad de una calle de su propio pueblo, acusado de acudir en auxilio de las tropas españolas de la Junta de Defensa de Molina en lo más enconado de la Guerra de la Independencia.
La hermana Teresa del Niño Jesús fue una de las tres Mártires Carmelitas de Guadalajara. Nació en Mochales en marzo de 1909 y murió en la capital de provincia el 24 de julio de 1936, víctima del amor a Dios y del odio de los Hombres. Ahora es venerada en su pueblo natal, donde fue niña, después de su beatificación canónica en 1987.
A don Eugenio Díaz Torreblanca seguro que ni los más viejos del lugar lo reconocerían por su propio nombre, sino por el de Tararí. Una vida oscura, relacionada con la Alemania de Hitler en la que vivió, y que vino a dar con sus huesos a este apacible lugar del Valle del Mesa ejerciendo su profesión de médico rural. Vivió en lo alto del cerro, donde dicen que lo protegía una enorme serpiente. Cuentan que cuando tenía algún aviso se comunicaba con el alguacil a toque de trompeta. Vino a morir, anciano y solo, al pueblo alcarreño de Argecilla, donde descansan sus restos. Una historia real que debiera tener su espacio en la novela.
Aguas abajo el camino sigue hacia Villel. Las fértiles vegas de junto al río se ven sembradas de cereal con algún que otro huerto. Entre los sembrados dan sombra los árboles frutales, las choperas y los sauces llorones que miran a la corriente. Las nogueras clavan su raíz en los ribazos, bajo los riscos entre los que se encaja el valle. El pueblo de Villel se distingue enseguida por las ruinas enhiestas de su castillo roquero de los Fúnez, aquel que destrozó el rayo junto a la plaza del pueblo en plenas fiestas de San Bartolomé. Villel de Mesa es un pueblo historiado, de bellísima y antigua imagen; un pueblo de viejas hidalguías presentes aún en las piedras de sus palacios dieciochescos, como el de los Semper Ribas, o el de los señores Marqueses de Villel al pie del tremendo peñón sobre el que se sostienen las ruinas del castillo.
Confortable y magnífica en extremo es la plaza jardín de esta villa. Junto a la fuente se alza el busto en mármol del profesor don Pedro Gómez Fernández, que el vecindario le dedicó en su día como testimonio de gratitud. Más arriba, como término a unas cuantas calles estrechas que suben, se distingue la airosa espadaña de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, a la que adornan dos o tres ventanales gótico-renacentistas del siglo XVI y un reloj mural de esfera blanca que señala una hora equivocada. La subida hasta los barrios altos del pueblo se puede hacer por cuatro calles distintas: Empedrada, Canónigos, Estanco y Calle del Horno. Pasadizos estrechos con escalinatas en sombra, rincones pintorescos que alcanzan su más alta expresión de tipismo en el pórtico solitario y romántico de la iglesia parroquial y en las callejuelas que tiene alrededor. Villel de Mesa, amigos, es un pueblo para ver y para disfrutar de él.
Desde la Plaza Mayor de Villel el camino se hace más vivo siguiendo de cerca las aguas del Mesa corriente abajo con dirección al vecino Algar, el último pueblo de la provincia antes de entrar en tierras aragonesas. El terreno va cambiando de aspecto lentamente. En los aledaños de Algar mandan los tremendos roquedales, calados por oquedades profundas que la naturaleza ha ido excavando en la cara de las peñas. El nombre de Algar, en su acepción árabe significa cueva.
Varios campesinos se dejan ver trabajando los pequeños tablares de las huertas, donde ya verdean el forraje y el árbol frutal. Un aguilucho se sostiene en vuelo plano sobre el azul que separa los dos reinos. En Algar suena de continuo el rumor de la chorrera que salta repetidas veces por los bajos del pueblo. Cuando les es permitido y cuentan con tiempo para ello, los ancianos de Algar bajan hasta la chorrera a pescar truchas.
Algar de Mesa es un pueblo en cuesta, de extraño asentamiento sobre la margen izquierda del río; un pueblo escalonado al que las autoridades y los vecinos han ido convirtiendo en un auténtico vergel, siempre en inteligente consonancia con el paisaje.
El Valle del río Mesa coge a trasmano desde todas partes. Es preciso llegarse hasta él ex profeso para conocer sus pueblos y tratar con quienes viven allí, gentes amables y acogedoras con un marcado acento aragonés en sus conversaciones. Aquel solitario valle aporta al conjunto de las tierras de Guadalajara todo el encanto de su variedad y de sus bruscos contrastes. A la extrema placidez de las vegas se oponen los violentos volúmenes de las rocas; el aislamiento natural entre dos reinos, el de Castilla y el de Aragón, se ve compensado sobradamente con la gracia de su paisaje, árido y al mismo tiempo provocador.
(Nueva Alcarria, 2004) . En la fotografía, un aspecto de la plaza de Villel de Mesa
Muy pocos rincones de nuestra variada geografía provincial se muestran tan propicios, pensando en unas cuantas horas de expansión, como aquellas apartadas vegas donde por riguroso orden, siguiendo en estrecho contacto las corrientes del río, se alinean tres pueblos, tres, que, con la valiosa complicidad del paisaje, reúnen todos los requisitos de un imaginario paraíso. Uno, que tuvo a bien durante los últimos veinte años peregrinar por todas las villas, aldeas y lugares de la provincia de Guadalajara, añora de vez en cuando la calma y la grandiosidad, el sosiego y la magnificencia de los campos de Mochales, de Villel, y de Algar de Mesa. Hace sólo unos días que pasé por aquellos pueblos la última vez; era tarde abierta; los álamos de las huertas de Mochales parecía que estrenaban sombra.
El pueblo queda acurrucado en la solana de un cerro voluminoso que le sirve de parapeto contra los vientos del norte. Mochales, aparte de su primaveral estampa y de sus casonas antiguas y señoriales, cuenta para quien esto escribe con tres nombres significativos, con tres nombres acerca de los cuales las gentes hablan y hablarán mientras que el pueblo exista. Cada uno por diferente razón, Mochales conserva como páginas de oro en los anales de su pasado el nombre de su alcalde Antonio Alba; el de la mártir carmelita Teresa del Niño Jesús, y el del médico Tararí que fue todo un misterio.
De la Plaza Mayor desapareció hace años su pomposo olmo concejil. En su lugar ha tomado vida un arbolillo joven que lo sustituye. En la Plaza de Mochales, que lleva su nombre, uno se siente estremecer recordando la gesta heroica de su alcalde Antonio Alba, aquel que murió ahorcado por los franceses en mitad de una calle de su propio pueblo, acusado de acudir en auxilio de las tropas españolas de la Junta de Defensa de Molina en lo más enconado de la Guerra de la Independencia.
La hermana Teresa del Niño Jesús fue una de las tres Mártires Carmelitas de Guadalajara. Nació en Mochales en marzo de 1909 y murió en la capital de provincia el 24 de julio de 1936, víctima del amor a Dios y del odio de los Hombres. Ahora es venerada en su pueblo natal, donde fue niña, después de su beatificación canónica en 1987.
A don Eugenio Díaz Torreblanca seguro que ni los más viejos del lugar lo reconocerían por su propio nombre, sino por el de Tararí. Una vida oscura, relacionada con la Alemania de Hitler en la que vivió, y que vino a dar con sus huesos a este apacible lugar del Valle del Mesa ejerciendo su profesión de médico rural. Vivió en lo alto del cerro, donde dicen que lo protegía una enorme serpiente. Cuentan que cuando tenía algún aviso se comunicaba con el alguacil a toque de trompeta. Vino a morir, anciano y solo, al pueblo alcarreño de Argecilla, donde descansan sus restos. Una historia real que debiera tener su espacio en la novela.
Aguas abajo el camino sigue hacia Villel. Las fértiles vegas de junto al río se ven sembradas de cereal con algún que otro huerto. Entre los sembrados dan sombra los árboles frutales, las choperas y los sauces llorones que miran a la corriente. Las nogueras clavan su raíz en los ribazos, bajo los riscos entre los que se encaja el valle. El pueblo de Villel se distingue enseguida por las ruinas enhiestas de su castillo roquero de los Fúnez, aquel que destrozó el rayo junto a la plaza del pueblo en plenas fiestas de San Bartolomé. Villel de Mesa es un pueblo historiado, de bellísima y antigua imagen; un pueblo de viejas hidalguías presentes aún en las piedras de sus palacios dieciochescos, como el de los Semper Ribas, o el de los señores Marqueses de Villel al pie del tremendo peñón sobre el que se sostienen las ruinas del castillo.
Confortable y magnífica en extremo es la plaza jardín de esta villa. Junto a la fuente se alza el busto en mármol del profesor don Pedro Gómez Fernández, que el vecindario le dedicó en su día como testimonio de gratitud. Más arriba, como término a unas cuantas calles estrechas que suben, se distingue la airosa espadaña de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, a la que adornan dos o tres ventanales gótico-renacentistas del siglo XVI y un reloj mural de esfera blanca que señala una hora equivocada. La subida hasta los barrios altos del pueblo se puede hacer por cuatro calles distintas: Empedrada, Canónigos, Estanco y Calle del Horno. Pasadizos estrechos con escalinatas en sombra, rincones pintorescos que alcanzan su más alta expresión de tipismo en el pórtico solitario y romántico de la iglesia parroquial y en las callejuelas que tiene alrededor. Villel de Mesa, amigos, es un pueblo para ver y para disfrutar de él.
Desde la Plaza Mayor de Villel el camino se hace más vivo siguiendo de cerca las aguas del Mesa corriente abajo con dirección al vecino Algar, el último pueblo de la provincia antes de entrar en tierras aragonesas. El terreno va cambiando de aspecto lentamente. En los aledaños de Algar mandan los tremendos roquedales, calados por oquedades profundas que la naturaleza ha ido excavando en la cara de las peñas. El nombre de Algar, en su acepción árabe significa cueva.
Varios campesinos se dejan ver trabajando los pequeños tablares de las huertas, donde ya verdean el forraje y el árbol frutal. Un aguilucho se sostiene en vuelo plano sobre el azul que separa los dos reinos. En Algar suena de continuo el rumor de la chorrera que salta repetidas veces por los bajos del pueblo. Cuando les es permitido y cuentan con tiempo para ello, los ancianos de Algar bajan hasta la chorrera a pescar truchas.
Algar de Mesa es un pueblo en cuesta, de extraño asentamiento sobre la margen izquierda del río; un pueblo escalonado al que las autoridades y los vecinos han ido convirtiendo en un auténtico vergel, siempre en inteligente consonancia con el paisaje.
El Valle del río Mesa coge a trasmano desde todas partes. Es preciso llegarse hasta él ex profeso para conocer sus pueblos y tratar con quienes viven allí, gentes amables y acogedoras con un marcado acento aragonés en sus conversaciones. Aquel solitario valle aporta al conjunto de las tierras de Guadalajara todo el encanto de su variedad y de sus bruscos contrastes. A la extrema placidez de las vegas se oponen los violentos volúmenes de las rocas; el aislamiento natural entre dos reinos, el de Castilla y el de Aragón, se ve compensado sobradamente con la gracia de su paisaje, árido y al mismo tiempo provocador.
(Nueva Alcarria, 2004) . En la fotografía, un aspecto de la plaza de Villel de Mesa
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