martes, 19 de octubre de 2010

CHECA


Son varios los pueblos de aquella comarca del Bajo Señorío Molinés que se discuten -no tanto el privilegio como la fatalidad- de encontrarse más apartados de la capital de provincia: Alustante, Orea, Motos, son los verdaderos candidatos, si bien, y salvo mejor opinión que la del cuentakilómetros de mi coche, es el último de los citados, Motos, el más lejano. Doscientos seis kilómetros de distancia creo que llegué a contar en uno de los primeros viajes que hice en el pasado. Pues bien, Chequilla y Checa, dos nombres con sonada resonancia ya en algunas guías de turismo, no están incluidos en esa estrecha lista de tres, pero sí que lo estarían si la ampliásemos un poco más, pues nos separan del primero de ellos ciento ochenta y cinco kilómetros, y del segundo cuatro kilómetros más, lo que no está nada mal, habida cuenta de que la capital se encuentra situada en el extremo occidental del mapa de la provincia, mientras que estos pueblos quedan en el oriental, es decir, en el extremo contrario.
Quiere todo ello decir que el viaje a comarca tan lejana, y tan entrañable también, hay que prepararlo con cierta premeditación, pensando en el estado de la climatología y en las horas del día que disponemos para realizarlo. Por estas fechas, con el verano de caída, podría ser uno de los momentos más aconsejables para poner el coche en marcha y lanzarse al camino, con viandas o sin ellas, porque en aquellos pueblos -en Checa sobre todo- disponen buenos restaurantes donde cubrir tan primaria necesidad, más para los que gusten de los ricos guisos y de las carnes a la brasa viéndolas asar en el horno de leña: objetivo las fuentes del río Cabrillas, a 1370 metros de altura sobre el nivel del mar y las carreteras en aceptable estado.
Antes de llegar a Checa hay que recorrer muchos pueblos y andar por muchos paisajes. La provincia de Guadalajara es así de diversa. Hay que atravesar la Alcarria a paso de autovía y casi todo el tramo occidental del Señorío hasta llegar a Molina. Campos de cultivo y pequeños retazos de paramera, atravesar las tierras frías de Maranchón, colarse al pie del Giraldo e irse abriendo camino al lado de pequeños pueblecitos asentados al sol, albercas de salina, algo de pinar, y, al volver de una curva la sorpresa de Chequilla allí a lo lejos, con sus casas blancas bajo los tremendos volúmenes cárdenos de los riscos, monstruos descomunales de piedra arenisca, que comando junto a otros más que adoptan diversas formas la peña del Trascastillo, refugio y parapeto que fue de combatientes cuando las Guerras Carlistas, y que durante las noches en calma a la luz de los focos se convierte en figura fantasmal de un mundo desconocido. Chequilla, tan personal y tan escondido, es una reserva virgen inimaginable y uno de los pueblos más bonitos de España. La Creación, en su empeño de volcarse sobre Chequilla, le dejó como regalo hasta la única plaza de toros natural que existe en España, es decir, en el mundo, donde los palcos son las mismas peñas durante la capea de fiesta del Cristo.
Y cerca, sólo unos minutos después, Checa. Durante largo rato se podría hablar y escribir sobre Checa. El pueblo conserva aún su medio millar de habitantes, algo nada usual si se tiene en cuenta el fortísimo impacto de la emigración durante las tres o cuatro últimas décadas del pasado siglo y de lo apartada que queda la comarca de cualquier ciudad importante o nudo industrial donde se prevea algo de vida y porvenir. Son gente mayor muchos de sus habitantes, y pocos más los que atienden los servicios como funcionarios, empleados, o trabajadores de cualquier pequeña industria, entre las que yo destacaría alguna derivada de la madera, o de la hostelería orientada hacia el turismo interior en el que todos aquellos pueblos -y Checa de manera muy especial- podrían tener cierto porvenir en tiempos no demasiado lejanos. La cría de ganado ha sido durante años y siglos una importante fuente de trabajo y de ingresos para el pueblo, actividad que todavía sigue teniendo su importancia.
Desde la ermita de la Soledad y el puente sobre el Cabrillas que viene desde Orea, la calle Mayor sube paralela a un arroyo que desciende desde lo más alto del pueblo. Es un pintoresco paseo, con patos que se refrescan bajo los pequeños puentes que sirven de pasadizo y van surgiendo a medida que el caminante se acerca hacia la zona noble. Checa, ya desde su entorno, es como un pequeño paraíso que muy pocos -y pienso también los propios checanos- han sabido valorar con justicia hasta el momento. El misterio oculto de sus rincones escalonados, la prestancia de sus viejas casonas adornadas con bella rejería que culmina con el palacio de los señores Marqueses del Clavijo, la admirable limpieza de sus tramos en cuesta, nos suben como en volandas a la Plaza Mayor, en donde, con el permanente rumor de una cascada, el visitante corre el riesgo de adormecerse ante algunos de los monumentos que la conforman: la fachada del ayuntamiento y la casa blasonada de los López Pelegrín, aquella familia cuyos hijos ilustres no se pueden contar con los dedos de la mano porque faltan dedos.
Me encuentro en el sitio que aquí llaman el Tiro de la Barra, una especie de mirador sobre los muchos encantos que tiene Checa: las montañas, los cabezos de piedra del Barranco, los pinos de la Peña de los Claveles, el agua saltadora de las cataratas… Visto así -pues no es posible poderlo ver de otra manera- Checa es un sedante, un refrigerio para el cuerpo y para el espíritu. A la sombra de las fachadas en cualquiera de sus calles, donde las flores y la luz se disputan la primacía, rompiendo a cada paso la monotonía del andar y ver con la filigrana de un nuevo rincón, el murmullo de las aguas arroyo abajo es de una sutileza tal que cala hasta los pliegues del alma. Checa, amigo lector, como estrella perdida en este rincón de la serranía, contempla altiva su noble ascendencia medieval, sus lejanas ferrerías, y con mal disimulado orgullo recuerda también a sus hijos que más se dejaron notar por los caminos del mundo, cuyos nombres quedaron escritos en páginas de la Historia: Francisco López Pelegrín, diputado en las Corte de Cádiz, o el venerable Fray Pedro de Checa, de la Orden Franciscana, o un ministro de Gracia y Justicia, presidente del Consejo de Ministros, don Lorenzo Arrazola García, homenajeado en placa de mármol sobre la fachada del ayuntamiento para perpetua memoria de sus paisanos.
Después de algunas horas de andar por casi todas las calles y pasadizos, decido acabar la visita con un paseo de relax por los alrededores. El descenso por la escalinata de los Barrusios nos pone delante de los ojos una réplica bastante fiel de las hoces de la ciudad de Cuenca. Se ven algunas casitas escondidas por debajo de las peñas, y figuras desgastadas de viejos gigantes que se yerguen como centinelas mudos, vigilando desde su sitio en las alturas la plácida serenidad del barranco, del Bosque y de la Peña Rubia, parajes pintorescos que van bordeando el terreno por el poniente de una extensa concha plantada de hortalizas, conde los campesinos de Checa -más por entretenimiento que por necesidad- trabajan en silencio durante el verano cada mañana y cada tarde. Y para quienes deseen gozar todavía más de las bellezas naturales en el campo de Checa, una última recomendación, que se acerquen a la Fuente de los Vaqueros en la dehesa que en el pueblo conocen por La Espinada, estupendo remate para un viaje difícil de olvidar.

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