Repasando escritos y atando cabos en la memoria acerca de lo que vi en tierras de la Alcarria quince o veinte años atrás, saco en conclusión que el pueblecito de San Andrés, situado en un alto sobre el estrecho valle del arroyo que lleva su mismo nombre, merece cuando menos una segunda visita más. En el primer viaje a San Andrés del Rey, allá por los primeros días del mes de abril del año ochenta y cinco, las buenas gentes del lugar me trataron con generosidad y con una natural delicadeza que no he olvidado nunca; y así queda en el recuerdo la figura entrañable del abuelo Eusebio Tomico, mi guía de entonces, un hombre llano que era todo corazón y que nos dejó para siempre pocos años después de haberlo conocido. En la segunda visita al pueblo, que he tenido la satisfacción de vivir días atrás por invitación expresa de los amigos que dejé allí, el trato ha sido tan generoso como lo fue en aquel primer encuentro, al tiempo que me dio la oportunidad de anotar en la agenda de los afectos el nombre de otros nuevos amigos.
Un frío intenso bajo el sol poniente era la nota característica de la tarde en el último fin de semana que estuve allí. Había que mentalizarse, y que desperezarse, antes de salir de casa para ponerse en camino. La comodidad es uno de los vicios de nuestro tiempo más difíciles de vencer.
San Andrés del Rey, amigo lector, es un pueblo chiquito y muy familiar, donde la gente gusta vivir en paz y en común entendimiento, un pueblo cuyas casas que miran al Barranco se dejan ver en la altura cuando se viaja vega adelante desde los Yélamos hacia la villa de Budia. Los oriundos que viven en Madrid, en Guadalajara o en otras ciudades, han hecho de él su perpetuo paraíso; acuden a su nido de origen, salvo causa mayor, todos los fines de semana del año, y en él pasan felices como en el tercer cielo sus períodos de vacaciones cada verano. En San Andrés del Rey tienen dos fiestas patronales a lo largo del año, una a mediados de agosto en honor de la Virgen de los Remedios, y otra, menos concurrida pero no menos familiar, el día de San Andrés a finales de noviembre.
El pueblo se nos figura hoy bastante desconocido cuando sacamos de la memoria la imagen de aquel otro que conocimos hace casi dos décadas. Las casas las han mejorado mucho. La plaza, con el edificio nuevo del ayuntamiento presidiéndola, cambió en su favor de manera sensible desde la última vez que anduve por allí. Es la población de a diario lo que ha ido a menos, la común cantinela que como un mal asumido se acaba aceptando en un porcentaje elevadísimo de los pueblos de Guadalajara por cualquiera de sus comarcas.
Llegué a San Andrés cuando el último sol teñía de un dorado fortísimo las antiguas eras de trillar y los nuevos almacenes de los agricultores. Por las Bodegas y Haciaelsanto haría casi una hora que cayeron las sombras. La ermita de los Remedios queda solitaria por allí, junto a las eras. A través del cristal de uno de los ventanillos se alcanza a ver al fondo, envuelta en la penumbra, la imagen de la Virgen ocupando la hornacina central de un pequeño retablo. La Virgen de los Remedios es una talla policroma con el Niño en los brazos. De su mano derecha cuelgan dos racimos de uvas de cristal. El rostro lo adornan con pendientes de gran tamaño y con dijes que tienen todo el valor del cariño de quien se los puso, pero que dan a la imagen el aspecto de una guapa gitana del Sacromonte.
No lejos de las eras, y siguiendo por allí campo abajo, está el monte en el que curan a los niños quebrados la mañana de San Juan empleando un rito la mar de curioso. Un hombre que se llame Juan y una mujer de nombre María, han de ser siempre los padrinos de la ceremonia; lo demás dicen que es cuestión de la fe que se tenga en que el chiquillo se habrá de curar. A niño lo pasan tres veces por encima de un marojo en el instante mismo de salir el sol:
Tómalo María,
dámelo tú Juan,
este niño ha de sanar
la mañana de San Juan.
Luego cortan un marojo y lo injertan de nuevo sobre su propia rama. Si el injerto prende, el niño quedará curado, pero si el injerto se seca por falta de fe en los padres, el niño no se cura. Suelen sanar casi todos los niños que someten a tan curiosa operación.
Cristina, una de las hijas de mi recordado amigo, el Tío Eusebio Tomico, nos esperaban junto a la puerta de su madre al lado de la plaza. Había que celebrar el encuentro invitándonos a merendar en el salón de Poli, porque la tarde estaba como para no exponerse a morir de frío en la bodega, que, sabido es, se trata del lugar ideal en tantos pueblos de la Alcarria donde la gente de bien se reúne en ocasiones como aquella y otras similares a celebrar cualquier acontecimiento, siempre al amparo de un grato menú pasado por las parrillas, y por uno, o más, vasitos del manso vinillo de la tierra que allí se pisa, allí se fermenta, allí toma el color y el grado justo, y allí se bebe.
Poli es un hombre simpático, amable y servicial, que no ha mucho, hasta el día de su jubilación, anduvo por esos montes y esos ríos de Dios, trabajando en el rodaje del programa "Jara y sedal" de Televisión Española. Edu, Francisco, Alfonso, Pepe, y quizá alguno más con sus respectivas esposas, formaron llegado el momento el cumplido grupo de comensales.
¿Pudiera ser ésta la cara amable del futuro en la vida de tantos pueblos pequeños, como San Andrés sobre un valle de la Alcarria? Tal vez lo sea. La vida en la ciudad se está poniendo demasiado complicada como para vivirla de continuo sin un respiro de vez en cuando. El ambiente impoluto de los pueblos, la paz profunda de sus calles y de sus campos, el recuerdo amable de tiempos ya idos y que al cabo de los años parece aflorar de nuevo en el corazón de los hombres, parecen ser entre otras las razones por las que cada fin de semana vuelve la vida a los pueblos, algo así como un halo de luz en la penumbra que, aunque a tiempo parcial, ilumina el medio rural con visos de no ir a menos.
Valga como ejemplo a seguir para tantos como un día dejaron el entrañable escenario de sus años jóvenes a cambio del asfalto de la ciudad, de los anuncios luminosos en la noche capitalina, de la deslumbrante estampa de los escaparates, el ambiente cordial de estos hombres y mujeres de San Andrés del Rey, que al cabo de los tiempos han descubierto en su lugar de origen cada fin de semana lo que el mundo no da: la alegría y el gozo de vivir, aunque se vaya notando sobre los cuerpos, y también sobre las almas, el peso de los años ya idos.
Un frío intenso bajo el sol poniente era la nota característica de la tarde en el último fin de semana que estuve allí. Había que mentalizarse, y que desperezarse, antes de salir de casa para ponerse en camino. La comodidad es uno de los vicios de nuestro tiempo más difíciles de vencer.
San Andrés del Rey, amigo lector, es un pueblo chiquito y muy familiar, donde la gente gusta vivir en paz y en común entendimiento, un pueblo cuyas casas que miran al Barranco se dejan ver en la altura cuando se viaja vega adelante desde los Yélamos hacia la villa de Budia. Los oriundos que viven en Madrid, en Guadalajara o en otras ciudades, han hecho de él su perpetuo paraíso; acuden a su nido de origen, salvo causa mayor, todos los fines de semana del año, y en él pasan felices como en el tercer cielo sus períodos de vacaciones cada verano. En San Andrés del Rey tienen dos fiestas patronales a lo largo del año, una a mediados de agosto en honor de la Virgen de los Remedios, y otra, menos concurrida pero no menos familiar, el día de San Andrés a finales de noviembre.
El pueblo se nos figura hoy bastante desconocido cuando sacamos de la memoria la imagen de aquel otro que conocimos hace casi dos décadas. Las casas las han mejorado mucho. La plaza, con el edificio nuevo del ayuntamiento presidiéndola, cambió en su favor de manera sensible desde la última vez que anduve por allí. Es la población de a diario lo que ha ido a menos, la común cantinela que como un mal asumido se acaba aceptando en un porcentaje elevadísimo de los pueblos de Guadalajara por cualquiera de sus comarcas.
Llegué a San Andrés cuando el último sol teñía de un dorado fortísimo las antiguas eras de trillar y los nuevos almacenes de los agricultores. Por las Bodegas y Haciaelsanto haría casi una hora que cayeron las sombras. La ermita de los Remedios queda solitaria por allí, junto a las eras. A través del cristal de uno de los ventanillos se alcanza a ver al fondo, envuelta en la penumbra, la imagen de la Virgen ocupando la hornacina central de un pequeño retablo. La Virgen de los Remedios es una talla policroma con el Niño en los brazos. De su mano derecha cuelgan dos racimos de uvas de cristal. El rostro lo adornan con pendientes de gran tamaño y con dijes que tienen todo el valor del cariño de quien se los puso, pero que dan a la imagen el aspecto de una guapa gitana del Sacromonte.
No lejos de las eras, y siguiendo por allí campo abajo, está el monte en el que curan a los niños quebrados la mañana de San Juan empleando un rito la mar de curioso. Un hombre que se llame Juan y una mujer de nombre María, han de ser siempre los padrinos de la ceremonia; lo demás dicen que es cuestión de la fe que se tenga en que el chiquillo se habrá de curar. A niño lo pasan tres veces por encima de un marojo en el instante mismo de salir el sol:
Tómalo María,
dámelo tú Juan,
este niño ha de sanar
la mañana de San Juan.
Luego cortan un marojo y lo injertan de nuevo sobre su propia rama. Si el injerto prende, el niño quedará curado, pero si el injerto se seca por falta de fe en los padres, el niño no se cura. Suelen sanar casi todos los niños que someten a tan curiosa operación.
Cristina, una de las hijas de mi recordado amigo, el Tío Eusebio Tomico, nos esperaban junto a la puerta de su madre al lado de la plaza. Había que celebrar el encuentro invitándonos a merendar en el salón de Poli, porque la tarde estaba como para no exponerse a morir de frío en la bodega, que, sabido es, se trata del lugar ideal en tantos pueblos de la Alcarria donde la gente de bien se reúne en ocasiones como aquella y otras similares a celebrar cualquier acontecimiento, siempre al amparo de un grato menú pasado por las parrillas, y por uno, o más, vasitos del manso vinillo de la tierra que allí se pisa, allí se fermenta, allí toma el color y el grado justo, y allí se bebe.
Poli es un hombre simpático, amable y servicial, que no ha mucho, hasta el día de su jubilación, anduvo por esos montes y esos ríos de Dios, trabajando en el rodaje del programa "Jara y sedal" de Televisión Española. Edu, Francisco, Alfonso, Pepe, y quizá alguno más con sus respectivas esposas, formaron llegado el momento el cumplido grupo de comensales.
¿Pudiera ser ésta la cara amable del futuro en la vida de tantos pueblos pequeños, como San Andrés sobre un valle de la Alcarria? Tal vez lo sea. La vida en la ciudad se está poniendo demasiado complicada como para vivirla de continuo sin un respiro de vez en cuando. El ambiente impoluto de los pueblos, la paz profunda de sus calles y de sus campos, el recuerdo amable de tiempos ya idos y que al cabo de los años parece aflorar de nuevo en el corazón de los hombres, parecen ser entre otras las razones por las que cada fin de semana vuelve la vida a los pueblos, algo así como un halo de luz en la penumbra que, aunque a tiempo parcial, ilumina el medio rural con visos de no ir a menos.
Valga como ejemplo a seguir para tantos como un día dejaron el entrañable escenario de sus años jóvenes a cambio del asfalto de la ciudad, de los anuncios luminosos en la noche capitalina, de la deslumbrante estampa de los escaparates, el ambiente cordial de estos hombres y mujeres de San Andrés del Rey, que al cabo de los tiempos han descubierto en su lugar de origen cada fin de semana lo que el mundo no da: la alegría y el gozo de vivir, aunque se vaya notando sobre los cuerpos, y también sobre las almas, el peso de los años ya idos.
(En la foto, fachada del ayuntamiento nuevo en la Plaza Mayor)
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