Son valles, sí, o pequeñas vegas de tierra fría las que abundan por allí, entre laderucas de poco valor donde se da el matorral, el carrasquillo y algunas plantas olorosas en el calizo, y de cuando en cuando el pino, el roble, la sabina, y toda aquella flora que da carácter al Bajo Señorío Molinés, dejando apenas las pequeñas hondonadas, resguardadas y a menudo fecundas, donde los expertos campesinos de la comarca hacen que produzca el trigo, la cebada, las hortalizas, y más raro como especie ajena a lo que son aquellas tierras, a veces también el girasol.
La mañana de un verano acabado de estrenar me empujó a poner en marcha el motor del coche y a partir hacia lo más lejano que pueda dar la Provincia, estirada en su forma y variadísima en pueblos y paisajes como sabido es, a todo lo largo y ancho de sus cuatro comarcas.
Puedo asegurar con datos fidedignos, comprobados en más de una ocasión, que el pueblo más apartado de la capital de provincia es Motos, allá en los rayanos con Teruel por la Sierra del Tremedal; pero que hay otros cuantos más que le andan rondando, siempre en torno a los doscientos kilómetros de distancia por aquella comarca, y que como suele ocurrir con lo desconocido, son por lo general los más dignos de verse. Ese es el caso de los pueblos más próximos al arroyo Piqueras (por tomar un nombre geográfico por referencia), pueblos que ya conocía, pero que esperaba la ocasión propicia para volver a verlos, es decir, días largos y ambiente climatológico seguro, como son los que a finales del mes de junio abren las puertas del verano.
Setiles y el arroyo Villares que pasa junto al pueblo, son como el pasillo de entrada hacia aquellos tres pequeños pueblos, tres, de la Guadalajara lejana, singular y menos conocida, no sólo por la distancia sino también por tocarles de lejos las principales y medianas vías de comunicación. Tordellego, Adobes y Piqueras, son los tres lugares que hoy visitaremos, y que muy en contra de lo que se pudiera pensar, desde hace veinte años que anduve por allí la primera vez, el cambio a favor habido en ellos está muy por encima de la mejora en general experimentada en el resto de los pueblos de la Provincia en ese mismo periodo tiempo, y que no ha sido poca.
Tordellego se deja ver en la lejanía confundido con los campos de labor que a principios de verano aún verdean por las tierras bajas que nos van quedando a un lado y otro del camino. Es como de un ocre terroso el aspecto general del pueblo de Tordellego visto desde la media distancia. La imagen del Sagrado Corazón, alzada sobre su histórica peana, es la enseña amable de aquel apartado lugar. Se puso a la entrada del pueblo en el año 1928, "A devoción del señor cura párroco D.Hermenegildo Malo y del pueblo de Tordellego, para perpetua memoria”. Por encima del noble caserío destaca la torre enhiesta de su iglesia parroquial de Santiago Apóstol, con su reloj que arroja sobre el silencio del campo las campanadas de las once. Dejo al pueblo a mano derecha, con sus fuentes callejeras y el estirado muro de hormigón que recorre de abajo a arriba la calle del Arroyo.
Situado en la distancia, aunque todavía le queda casi todo el día por delante, uno ni siquiera se detiene, prefiere concluir el viaje de ida a una hora prudencial, que le garantice el regreso alumbrado por el sol al ser posible, una medida que siempre le fue bien.
El pueblo de Adobes queda cerca. La carretera es estrecha y huérfana de tráfico. De entre la breña y el chaparral me ha salido al paso un ciervo enorme con una cornamenta descomunal. Yo había visto algunos ejemplares de la misma familia junto a las carreteras de nuestras sierras, pero siempre corzos huidizos y saltarines de un tamaño menor. Intento parar el coche para hacerle una fotografía. Hubiera sido un buen trofeo tras un viaje tan largo, pero el animal se dio la vuelta y se marchó sin correr, a paso solemne, dejándome como era su obligación, con la cámara en las manos.
Y luego Adobes. No era la del medio día la mejor hora para entrar en un pueblo. No vi a nadie. Anduve por Adobes, eso sí, y me admiré ante la realidad y el gusto que los vecinos han puesto en su restauración haciendo de él un pueblo cómodo y elegante. Se nota cómo los oriundos que pasan allí los meses de verano se han volcado sobre él. Desde el mirador de la Plaza de España, que es la de la iglesia y el ayuntamiento, verdean en la calma de la vega de Los Quiñones las espigas de los sembrados movidas por la brisa que sube del levante. Adobes ha colocado en las esquinas carteletas de pura artesanía con los nombres de sus calles y un dibujo alegórico a cada una de ellas: Calle de las Procesiones, Plaza Vieja, Plaza del Tiro de Barra, Calle de Buen Oriente. En su término municipal, recuerdo que alguien me contó hace años que se daban las trufas silvestres con la ayuda de perros buscadores. En pleno mes de agosto, este pueblo lejano y solitario, asentado en vertiente sobre la solana de un escogido rincón molinés, se puebla hasta los topes, y goza y festea con la doble celebración de sus dos patronas, la Virgen de la Cabeza y Santa Cristina, arrancadas las dos del calendario y puestas en otro lugar con arreglo a los tiempos.
Cinco o diez minutos más de viaje por aquellas serrezuelas pobres, y al poco Piqueras. Jamás he oído hablar de este Piqueras de nuestra Provincia por ninguna parte. Es un pueblo desconocido y especialmente hermoso y saludable como para vivir en él durante los días fuertes del verano. Cuando asome noviembre, es posible que las cosas para Piqueras y para el medio centenar escaso de personas que viven allí, sean distintas en ese sentido. ¿Se imaginan un puñado de casas blancas, de calles limpias, repartidas entre el uno y el otro margen de un arroyuelo bajo la sombra espesa de los árboles? Piqueras, ese pueblecito ignorado del Bajo Señorío es más o menos así. Y arriba el pórtico de su iglesia de la Asunción, con rica clavetería en la puerta de madera antigua y una portada renacentista del siglo XVI mostrando en la piedra tallada el mordisco de los siglos y también, quizás, del descuido.
La casa-ayuntamiento, el centro social y algún otro servicio, ofrece al visitante en la mañana su fachada blanca, con campanillo y reloj municipal por encima de las banderas. Y en un lateral de ese mismo edificio el bar del pueblo, limpio también, y extenso, demasiado amplio, creo yo, para un pueblo donde la clientela debe de ser más bien escasa. Atiende el mostrador una señora que colecciona las vistas desde avión de los pueblos de Guadalajara que publica nuestro periódico, con la ilusión de que algún día aparezca el suyo. Le digo que es sólo cuestión de esperar y se queda conforme.
A lo largo del pueblo, cruzando en mitad el puentecillo que comunica a los dos barrios, corre el arroyo Piqueras al poco de nacer, pero lejos aún de su desembocadura en el Gallo cerca ya de Molina.
La mañana de un verano acabado de estrenar me empujó a poner en marcha el motor del coche y a partir hacia lo más lejano que pueda dar la Provincia, estirada en su forma y variadísima en pueblos y paisajes como sabido es, a todo lo largo y ancho de sus cuatro comarcas.
Puedo asegurar con datos fidedignos, comprobados en más de una ocasión, que el pueblo más apartado de la capital de provincia es Motos, allá en los rayanos con Teruel por la Sierra del Tremedal; pero que hay otros cuantos más que le andan rondando, siempre en torno a los doscientos kilómetros de distancia por aquella comarca, y que como suele ocurrir con lo desconocido, son por lo general los más dignos de verse. Ese es el caso de los pueblos más próximos al arroyo Piqueras (por tomar un nombre geográfico por referencia), pueblos que ya conocía, pero que esperaba la ocasión propicia para volver a verlos, es decir, días largos y ambiente climatológico seguro, como son los que a finales del mes de junio abren las puertas del verano.
Setiles y el arroyo Villares que pasa junto al pueblo, son como el pasillo de entrada hacia aquellos tres pequeños pueblos, tres, de la Guadalajara lejana, singular y menos conocida, no sólo por la distancia sino también por tocarles de lejos las principales y medianas vías de comunicación. Tordellego, Adobes y Piqueras, son los tres lugares que hoy visitaremos, y que muy en contra de lo que se pudiera pensar, desde hace veinte años que anduve por allí la primera vez, el cambio a favor habido en ellos está muy por encima de la mejora en general experimentada en el resto de los pueblos de la Provincia en ese mismo periodo tiempo, y que no ha sido poca.
Tordellego se deja ver en la lejanía confundido con los campos de labor que a principios de verano aún verdean por las tierras bajas que nos van quedando a un lado y otro del camino. Es como de un ocre terroso el aspecto general del pueblo de Tordellego visto desde la media distancia. La imagen del Sagrado Corazón, alzada sobre su histórica peana, es la enseña amable de aquel apartado lugar. Se puso a la entrada del pueblo en el año 1928, "A devoción del señor cura párroco D.Hermenegildo Malo y del pueblo de Tordellego, para perpetua memoria”. Por encima del noble caserío destaca la torre enhiesta de su iglesia parroquial de Santiago Apóstol, con su reloj que arroja sobre el silencio del campo las campanadas de las once. Dejo al pueblo a mano derecha, con sus fuentes callejeras y el estirado muro de hormigón que recorre de abajo a arriba la calle del Arroyo.
Situado en la distancia, aunque todavía le queda casi todo el día por delante, uno ni siquiera se detiene, prefiere concluir el viaje de ida a una hora prudencial, que le garantice el regreso alumbrado por el sol al ser posible, una medida que siempre le fue bien.
El pueblo de Adobes queda cerca. La carretera es estrecha y huérfana de tráfico. De entre la breña y el chaparral me ha salido al paso un ciervo enorme con una cornamenta descomunal. Yo había visto algunos ejemplares de la misma familia junto a las carreteras de nuestras sierras, pero siempre corzos huidizos y saltarines de un tamaño menor. Intento parar el coche para hacerle una fotografía. Hubiera sido un buen trofeo tras un viaje tan largo, pero el animal se dio la vuelta y se marchó sin correr, a paso solemne, dejándome como era su obligación, con la cámara en las manos.
Y luego Adobes. No era la del medio día la mejor hora para entrar en un pueblo. No vi a nadie. Anduve por Adobes, eso sí, y me admiré ante la realidad y el gusto que los vecinos han puesto en su restauración haciendo de él un pueblo cómodo y elegante. Se nota cómo los oriundos que pasan allí los meses de verano se han volcado sobre él. Desde el mirador de la Plaza de España, que es la de la iglesia y el ayuntamiento, verdean en la calma de la vega de Los Quiñones las espigas de los sembrados movidas por la brisa que sube del levante. Adobes ha colocado en las esquinas carteletas de pura artesanía con los nombres de sus calles y un dibujo alegórico a cada una de ellas: Calle de las Procesiones, Plaza Vieja, Plaza del Tiro de Barra, Calle de Buen Oriente. En su término municipal, recuerdo que alguien me contó hace años que se daban las trufas silvestres con la ayuda de perros buscadores. En pleno mes de agosto, este pueblo lejano y solitario, asentado en vertiente sobre la solana de un escogido rincón molinés, se puebla hasta los topes, y goza y festea con la doble celebración de sus dos patronas, la Virgen de la Cabeza y Santa Cristina, arrancadas las dos del calendario y puestas en otro lugar con arreglo a los tiempos.
Cinco o diez minutos más de viaje por aquellas serrezuelas pobres, y al poco Piqueras. Jamás he oído hablar de este Piqueras de nuestra Provincia por ninguna parte. Es un pueblo desconocido y especialmente hermoso y saludable como para vivir en él durante los días fuertes del verano. Cuando asome noviembre, es posible que las cosas para Piqueras y para el medio centenar escaso de personas que viven allí, sean distintas en ese sentido. ¿Se imaginan un puñado de casas blancas, de calles limpias, repartidas entre el uno y el otro margen de un arroyuelo bajo la sombra espesa de los árboles? Piqueras, ese pueblecito ignorado del Bajo Señorío es más o menos así. Y arriba el pórtico de su iglesia de la Asunción, con rica clavetería en la puerta de madera antigua y una portada renacentista del siglo XVI mostrando en la piedra tallada el mordisco de los siglos y también, quizás, del descuido.
La casa-ayuntamiento, el centro social y algún otro servicio, ofrece al visitante en la mañana su fachada blanca, con campanillo y reloj municipal por encima de las banderas. Y en un lateral de ese mismo edificio el bar del pueblo, limpio también, y extenso, demasiado amplio, creo yo, para un pueblo donde la clientela debe de ser más bien escasa. Atiende el mostrador una señora que colecciona las vistas desde avión de los pueblos de Guadalajara que publica nuestro periódico, con la ilusión de que algún día aparezca el suyo. Le digo que es sólo cuestión de esperar y se queda conforme.
A lo largo del pueblo, cruzando en mitad el puentecillo que comunica a los dos barrios, corre el arroyo Piqueras al poco de nacer, pero lejos aún de su desembocadura en el Gallo cerca ya de Molina.
(En la foto, ayuntamiento e iglesia de Santa Cristina en la plaza de Adobes)
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