El periodista y destacado escritor molinés Andrés Berlanga, me ha remitido el boletín que publica la Asociación de Amigos de Labros, su pueblo natal, ya en el número 19 y que corresponde al verano del año 2000.
Conozco el pequeño pueblecito de Labros y he seguido, aunque un poco a distancia, la rápida evolución experimentada durante los últimos veinte años, tiempo que debe de hacer desde aquella mañana de primavera que tuve con él mi primer contacto.
Labros es un pueblo de impacto por naturaleza, un pueblo que no nació para vivir -y mucho menos para morir- perdido en el anonimato. El latir de su corazón como pueblo viejo se ha sentido siempre, y se sigue sintiendo, quizá con distinto ritmo, en las construcciones de los veraneantes acabadas de levantar en la ladera, como en la piedra tallada de los capiteles en su iglesia hundida, y que son, con más de ochocientos años en la solanilla, un escaparate del arte románico que pone de manifiesto el exquisito quehacer de los canteros medievales que por entonces pasaron por allí.
En la vertiente un poco a manera de anfiteatro sobre la que asienta, Labros es un pueblo que se hace querer. Hay muy poca gente allí un martes cualquiera del mes de enero, posiblemente no se verá un alma por las calles en cuesta si el día es desapacible. Se quedó semivacío, como todos los de la comarca, cuando entró en moda abandonar el campo, las raíces, el apego del corazón al terruño, y marchar a la capital en busca de aventuras a la buena de Dios. En Labros ocurrió como en todas partes, o tal vez un poco más que en todas partes, que la gente se fue y quedó uno por cada diez como señal para que el pueblo no desapareciese, como pasó con otros. No obstante, muchos de los que se fueron sintieron desde el primer momento la responsabilidad de mantener, cada cuál a su modo, la llama encendida de su lugar de origen, para que el mundo que viaja por aquellos contornos o sobre la letra impresa de libros y periódicos, lo siguiese viendo con sus pairones, con sus fuentes y costumbres, con sus personajes pintorescos, con sus apodos (que son de hecho página principal en la vida de cualquier pueblo); y así salió a la luz hace algunos un libro importante que, aun con otro nombre distinto, se encargará de perpetuar más allá de los que ahora somos y de los que vengan después, el vivir de Labros en una época determinada de la Historia por encima de los hombres y de las cosas: "La Gaznápira", novela valiente y maravillosamente escrita, que Andrés Berlanga tuvo a bien regalar a la cultura española del siglo XX, con claros visos de pasar a la posteridad aunque la gente, las costumbres, incluso los pueblos, desaparezcan.
Conozco el pequeño pueblecito de Labros y he seguido, aunque un poco a distancia, la rápida evolución experimentada durante los últimos veinte años, tiempo que debe de hacer desde aquella mañana de primavera que tuve con él mi primer contacto.
Labros es un pueblo de impacto por naturaleza, un pueblo que no nació para vivir -y mucho menos para morir- perdido en el anonimato. El latir de su corazón como pueblo viejo se ha sentido siempre, y se sigue sintiendo, quizá con distinto ritmo, en las construcciones de los veraneantes acabadas de levantar en la ladera, como en la piedra tallada de los capiteles en su iglesia hundida, y que son, con más de ochocientos años en la solanilla, un escaparate del arte románico que pone de manifiesto el exquisito quehacer de los canteros medievales que por entonces pasaron por allí.
En la vertiente un poco a manera de anfiteatro sobre la que asienta, Labros es un pueblo que se hace querer. Hay muy poca gente allí un martes cualquiera del mes de enero, posiblemente no se verá un alma por las calles en cuesta si el día es desapacible. Se quedó semivacío, como todos los de la comarca, cuando entró en moda abandonar el campo, las raíces, el apego del corazón al terruño, y marchar a la capital en busca de aventuras a la buena de Dios. En Labros ocurrió como en todas partes, o tal vez un poco más que en todas partes, que la gente se fue y quedó uno por cada diez como señal para que el pueblo no desapareciese, como pasó con otros. No obstante, muchos de los que se fueron sintieron desde el primer momento la responsabilidad de mantener, cada cuál a su modo, la llama encendida de su lugar de origen, para que el mundo que viaja por aquellos contornos o sobre la letra impresa de libros y periódicos, lo siguiese viendo con sus pairones, con sus fuentes y costumbres, con sus personajes pintorescos, con sus apodos (que son de hecho página principal en la vida de cualquier pueblo); y así salió a la luz hace algunos un libro importante que, aun con otro nombre distinto, se encargará de perpetuar más allá de los que ahora somos y de los que vengan después, el vivir de Labros en una época determinada de la Historia por encima de los hombres y de las cosas: "La Gaznápira", novela valiente y maravillosamente escrita, que Andrés Berlanga tuvo a bien regalar a la cultura española del siglo XX, con claros visos de pasar a la posteridad aunque la gente, las costumbres, incluso los pueblos, desaparezcan.
La revista "LABROS" que dirige el propio Berlanga, es un ejemplo claro del bien hacer en ese tipo de publicaciones. Noticias, comentarios, historia, nombres propios, costumbres desaparecidas, inquietudes, y no sé cuantas cosas más, en el reducido espacio de cuatro páginas, de buen tamaño, eso sí, pero cuatro al fin en las que no faltan para enriquecer su contenido y hacerlas más amenas, una docena entre fotografías y dibujos, algunas retrospectivas de gran valor, como la titulada "Seminaristas paseando", con la que se ilustra el reportaje de Basi Martínez titulado "Julián Ramos, un labreño universal", y que a riesgo de que pierda una buena parte de su calidad, ofrecemos a nuestros lectores por lo que la imagen, tomada al parecer durante los años de la República, tiene de documento.
Por cuanto al interés de los temas expuestos, teniendo en cuenta que van dirigidos de manera especial a los labreños de mayor edad y a los ausentes, es extraordinario. Un hurgar en los entresijos del terruño desde todos los frentes, pero con incidencia especial en aquellos asuntos que llaman a las puertas del recuerdo, y algunos con tanta fuerza como los juegos infantiles y las partidas de mozos, que a cuantos nacimos y vivimos niñez y primera juventud en el medio rural, nos emocionan; pues, con nombres diferentes según las comarcas y los pueblos, millones de muchachos españoles durante los años de posguerra jugamos a las mismas cosas: sombrerete, barrón, estornija, chirle, era el nombre con el que los labreños conocían estos juegos.
Una especie de editorial habla de los nuevos molinos de viento que amenazan con inundar el paisaje en el campo español dentro de muy poco, aprovechando cualquier altiplano o la cima de cualquier otero. Estarían (estaríamos) de acuerdo con que se instalen, si con ello se busca solamente un beneficio para la economía del país, lo que en principio no parece estar demasiado claro, pero no a cambio de nada y sin más control que el de las propias multinacionales encargadas de la explotación, con la consiguiente brecha en el paisaje. Se trata, como habrán podido adivinar nuestros lectores, de esas hélices gigantes que, movidas por el viento, producen la llamada energía eólica.
Julio Navío habla de los otros Labros que hay en el mundo, y de las diferentes acepciones de la palabra "labros" en la lengua castellana de los primeros tiempos; una recopilación de curiosidades que vale la pena leer.
Blas Serrano Yagüe vuelve la vista atrás y habla del pastoreo en los años cincuenta, cuando los padres procuraban reunir un buen hatajo como salida para los hijos que se iban haciendo mayores. Fechas, costumbres locales, lugares escogidos para el pastoreo a lo largo y ancho del término de Labros, completan el simpático texto.
Y como obsequio al lector, ahora cuando los periódicos nunca vienen solos, un simpático pliego de aleluyas acompaña a la revista. Se titula "Labros en el siglo XX", y consta de 24 viñetas con su correspondiente ripio al pie, con versos morrocotudos que sirven de comentario a un año concreto del siglo; por ejemplo, del año 1923 se dice:
"La electricidad se estrena
-¡oh Mesa y su centralilla!-
y hay quien apaga bombillas
soplándolas como velas"
Y con referencia a veinte años después, cuando los carros de tracción animal fueron sustituidos por los auto-móviles, en la correspondiente viñeta se dice:
"Polvareda, carretera,
un gasógeno, ¡chillidos!:
por ahí llega "el Trenillo"
con pinta de cafetera".
Ingenio no falta, como bien se ve, en el periódico anual que la Asociación de Amigos de Labros publica bajo la dirección de un periodista excepcional: Andrés Berlanga. Se nota la mano y la visión acertada del buen profesional. Debieran tomar nota quienes dirigen algunas de las publicaciones de índole parecida que andan por ahí en algunos de nuestros pueblos. La palabra escrita, por más que se utilice como vehículo de información dirigida al medio rural, no tiene por qué saltarse a la torera las normas más elementales del buen gusto, del lenguaje asequible y cuidado. Aunque sólo fuera por eso, esta publicación de "Labros": sencilla, anual, de sólo cuatro páginas, merece nuestra felicitación y nuestro aplauso.
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