miércoles, 11 de mayo de 2011

ZORITA DE LOS CANES, ALGUNOS AÑOS DESPUÉS

«Zorita de los Canes está situada en una curva del Tajo, al lado de los inútiles pilares de un puente que nunca se construyó, rodeada de campos de cáñamo y echada a la sombra de las ruinas del castillo de la Orden de Calatrava. Del Castillo quedan en pie algún muro, dos o tres arcos y un par de bóve­das. Está estraté­gicamente situado sobre un cerrillo rocoso, difícil de subir» (C.J.Cela. "Viaje a la Alcarria")

Don Camilo aplica el género femenino a Zorita porque es villa, aunque para nuestro uso, como a todos los demás, le demos el tratamiento común de pueblo sin ningún otro tipo de añadidu­ras: Pueblo, sí; y pequeño por cierto si a su actual número de habitantes hemos de remitirnos, pues allá se anda con el centenar de ellos considerados un día en el que estén todos. Es también el último pueblo de Guadalajara si tomamos como medida reglamen­taria el orden alfabético; pero también es, y esto sí que cuenta, uno de los pueblos más bellos de toda la Alcarria, de los más afortunados por cuanto al paisaje como estampa irrepetible, y en el que habitó -y aún siguen habitando- gentes que en su día merecieron el elogio colectivo de todo un premio Nóbel: "La gente de Zorita es amable, y lista. Según le dice don Paco al viajero, Zorita es un pueblo donde la vacunación no es problema; se le anuncia que se les va a vacunar, se les habla de las excelencias de hacerlo y de los peligros de dejarlo, se les marca una fecha, y el pueblo, cuando llega el momento, se presenta en masa".
He pasado por Zorita de los Canes en tres ocasiones; en cada una de ellas lo fue por un motivo diferente y en épocas distin­tas. La primera, cuando lo conocí, hace ahora veinte años, supuso un gozo para los ojos del cuerpo y para los del espíritu. La segunda debió de ser como diez años después para darles el pregón oficial de las fiestas de octubre. La terce­ra, hace sólo unas semanas, fui con un puñado de amigos a presentar con otro del Dr. Herrera Casado que tenía por tema un recorrido por los castillos de Guadalajara, mi último libro sobre el condestable de Castilla don Álvaro de Luna, que lo hicimos arriba, en las ruinas del castillo calatravo dando vistas al pueblo, a la inmensa vega, y al río que describe al pie una inmensa curva. Tres momentos, felices los tres, en los que di con un pueblo en transformación, con una villa que bajo el mandato de su celoso alcalde don Dionisio Muñoz, no se resiste a sucumbir como tantas viejas damas moribundas que aún quedan por ahí agónicas a la sombra de su pasado, sino que, muy al contrario, alza con acierto la bandera de lo novedoso sin detrimento de la pátina que le dejó la Historia, a la que en el caso de Zorita habría que añadir como importante nota a su favor la gracia del paisaje, incomparable, a la vera del Tajo.
La Plaza Mayor, junto al río y junto a los patos que nadan sobre las aguas mansas, se ha visto favorecida con un salón de recreo y con un bar modélico que asienta encima de la colosal pilastra de sillería que antes llamaban "el Poste" y que venía a ser como el inicio de un puente sobre el río que nunca se llegó a construir.
Se entra al pueblo atravesando el arco de piedra restau­rada que se abre en la muralla. Con las ruinas del Castillo, que son en Zorita la enseña sobre todo lo demás, el arco de entrada en la muralla y la portada de dovelas de la iglesia de San Juan Bautista, comparten su importancia y su tipismo; luego, la madre naturaleza, siempre tan generosa con tantos pueblos nuestros, se encarga de añadir lo que falta para hacerlo inimitable: las ruinas de Recópolis sobre un altiplano en la distancia, la veguilla del arroyo Badujo al respaldo, la torre albarrana de los calatravos, la visión increíble desde los arcos desmoronados, las tumbas rotas de los comendadores, las piedras, el viento, la nube que pasa, el zumbido de una abeja..., todo nos arranca al entrar en Zorita del vivir monótono de cada día y de cada hora, como el huracán arranca de sus ramas las hojas muertas de los árboles.

Además de lo ya dicho -del encanto de su paisaje y de la augusta paz que regala el pueblo, que ni siquiera interrumpe el tranquilo pasar de las aguas del Tajo-, son novedad en Zorita de los Canes la central nuclear instalada en sus inme­diaciones, que dejamos atrás junto a la carretera de Tarancón, y el peso histórico de su castillo. Dentro del recinto casti­llero crecen los yerbajos en los fosos, por entre las piedras y por entre los restos de columnas y de capitel que todavía andan por allí. Perteneció en su tiempo al rey Alfonso VIII de Castilla, el de las Navas, que cedió a la Orden de Calatrava, y adquirieron en propiedad algunos siglos más tarde Ruy Gómez de Silva y su esposa doña Ana de Mendoza, príncipes de Éboli. En la iglesia del castillo, restaurada en parte, se honró durante la Baja Edad Media a la Virgen del Sorterraño, encon­trada en un sótano o subterráneo, de ahí su nombre, y de la que el decir popular trae hasta nosotros hechos maravillosos, cuya imagen se trasladó después al convento de la Concepción de Pastrana por orden, o capricho, de su famosa Princesa.
Los más viejos del lugar conservan todavía en su memoria la tremenda tragedia que sacudió sobre el pueblo durante la noche del 24 de enero del año 1941. El río fue el culpable «Cuando pierde el respeto hay que temerle», me explicó un anciano en mi primer viaje a Zorita. El agua del Tajo saltó hasta el cemente­rio, casi llegó a cubrir el arco de entrada en la muralla, embalsó toda la Calle Alante, y si no llega a ser por el Poste, que de algún modo actuó como muro de contención, «el pueblo de Zorita hubiera desaparecido en una noche».
Cuando se echa mano a viejos estadillos, a estadísticas de hace casi dos siglos aparentemente fiables, uno descubre que Zorita de los Canes fue uno de los más importantes arci­prestazgos de la diócesis de Toledo. Contaba con 21 parro­quias, entre ellas algunas tan importantes como las de Pastra­na, Albalate, Almona­cid, Illana o Yebra; otros tantos templos con sus correspondien­tes curas párrocos, y hasta 30 santuarios y ermitas en los que se recogía en buena parte el fervor de los fieles, depositado por tradición en el santo o en la santa a los cuales estaba dedicado el pequeño oratorio. Hoy, el pueblo de Zorita es mucho menos que todo eso, hasta cuesta trabajo creer en su pasada importancia, si bien es verdad que jamás -según las noticias que hemos podido manejar- pasó de doscientas almas en total su número de habitan­tes.


(En la imagen, el pueblo junto al río Tajo vistos desde el CAstillo)

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