Es una hora avanzada de la mañana, de una mañana fría por estas latitudes rayanas con el páramo molinés allá por donde nuestra provincia acaba a la salida del sol. Tortuera es el pueblo que me ha llevado a rodar por carretera durante casi tres horas de viaje, para caer, al fin, en sus mismas puertas por las que hace varios años que no había vuelto a entrar.
El pueblo de Tortuera muestra al caminante su originalidad desde la misma entrada, donde, alzado sobre un altillo al margen de la carretera, se levanta el más original de todos los pequeños monumentos piadosos que salpican en los pueblos molineses el paisaje rural: el pairón de las Ánimas. Es verdad que son ya unos cuantos los años que hace que no había pasado por allí, y esperaba con cierto deseo el volver de la última curva, tras la que se encuentra, para sacar una fotografía más al pequeño monumento, a manera de ritual que tengo por costumbre siempre que paso a su lado. Pero, ¡oh sorpresa!, aquel pairón que vi tantas veces y que en tantas ocasiones me hizo detener en la carretera para volverlo a ver y volverlo a fotografiar, ya no es el mismo. Era muy viejo, tal vez fuera el más antiguo de los pairones molineses, y desde luego que, como enseña del pueblo que es, necesitaba una reparación si lo querían seguir conservando. La restauración ha sido hecha, pero tan a fondo que el pairón parece otro; para mí que ha perdido todo el encanto de su antigüedad, aunque con la mejor voluntad se le haya preparado de esta manera para seguir tirando años y siglos más. No me atrevo a decir si el arreglo ha sido bueno o malo, los tantos a favor de la restauración y los tantos en contra se anulan en mi criterio, de manera que me limito a verlo, a contar lo que veo, y a seguir adelante por la carretera de Daroca que enseguida se convierte en calle, Calle de San Nicolás, a cuyo costado queda al pasar una placita chica y coquetona, con otro pairón en mitad de estampa tradicional y árboles a cada lado.
Según consta en el último censo de población del que dispongo, Tortuera debe de tener en estos momentos en torno a los 230 habitantes, lo que significa ser casi una ciudad si se tiene en cuenta la situación actual de nuestros pueblos en general y muy en particular los del Señorío, tanto al norte como al sur del propio Molina. En una decena o dos de años el pueblo ha cambiado a mejor de manera visible. Tortuera es un pueblo hermoso, de calles cómodas y bien pavimentadas, con una plaza mayor dedicada a la reina María Cristina que está rodeada de casonas señoriales que son verdaderos palacetes; un pueblo que económicamente se debe desenvolver con cierta holgura, como se deja entrever cuando se anda por sus calles y por sus plazas.
Desde la barbacana que hay junto a la puerta de la iglesia se domina la inmensa extensión de tierras de cultivo que llegan hasta allá lejos, hasta la sierra de Caldereros, cuyos picachos en tono oscuro sirven de límite al paisaje en la distancia. Son tierras de excelente calidad, pero muy frías, las que los agricultores cultivan por aquí, de ahí que la recolección del cereal se lleve a cabo casi un mes más tarde que en otras comarcas, incluso de la misma provincia. Eso sí, salvo mejor opinión y siempre que ello se pueda demostrar con datos que justifiquen lo contrario, este panorama que tengo por delante desde el pretil de la iglesia de Tortuera, es el más importante granero de las tierras de Guadalajara en sus cuatro direcciones. Los campos de Tortuera, de La Yunta, de Campillo de Dueñas, de Cillas, de Rueda y de los dos Cubillejos, suman una gran extensión de campos de trigal; y si nos puede servir como orientación, refiriéndonos tan sólo al término municipal de Tortuera, las cifras que ahora doy son verídicas, me las dieron en el ayuntamiento no éste, sino en el viaje anterior que hice al pueblo y son las siguientes: con las fincas propiedad del vecindario, más las correspondientes a la finca de Guisema, suman 4.800 hectáreas de terreno, dedicándose al cultivo la mayor parte de ellas. Recuerdo que también alguien me dijo que había en el pueblo algunos agricultores que cultivaban más de doscientas hectáreas de terreno; eso sí, valiéndose de buenas y potentes maquinarias para mover tanto volumen. Y si nos hubiéramos de referir a La Yunta, las cifras no variarían mucho de las que acabamos de dar referentes a Tortuera.
En Tortuera se reza por tradición y por patronazgo a San Nicolás de Tolentino, un religioso italiano del siglo XIII, perteneciente a la orden de Agustinos Recoletos, del que en el presente año se celebra el séptimo centenario de su muerte en el convento de Tolentino, cuya fiesta celebran con sobresaliente animación el diez de septiembre y jornadas sucesivas. Además de la calle que es carretera, San Nicolás tiene dedicada en el pueblo del que es patrón una de las ermitas que existen en su término. La ermita de San Nicolás fue en otro tiempo lugar de romerías y de fiestas mayores para las gentes del lugar, tradición que no hace tanto llegó a perderse y que en este momento no estoy en condiciones de asegurar que haya sido recuperada.
Era una mañana fría y las calles estaban casi desiertas. Tortuera multiplica por seis su número de habitantes cuando llega el verano. La soledad del día me ha permitido recorrer el pueblo con la tranquilidad más absoluta. Pocas cosas habrá tan gratificantes como andar a solas por calles y plazuelas y encontrarte a cada paso con un antiguo palacete que luce sobre lo más visible de su fachada el escudo de armas de las familias que en tiempos ya olvidados, en tiempos que ahora no son sino un puro mito para los habitantes del lugar, vivieron allí e incluso construyeron a su costa. Familias con nombres sonoros que ocuparon cargos importantes en la España de su tiempo, y de las que está llena hasta no caber más la pequeña gran historia de casi todos los pueblos del antiguo Señorío, cuya capital ostentó la ciudad de Molina.
Serían las doce de la mañana y el sol llegaba tibio hasta nosotros. Las piedras de las esquinas en los más viejos edificios, presentaban a la vista del caminante tonalidades serias. Son muchos los azotes sufridos por el agua de lluvia, por las ráfagas de viento, por el calor inclemente de tantos veranos en los tres o cuanto siglos de vida que algunas de ellas han cumplido ya.
Apenas la aparición de un gato despavorido, que corre con la velocidad del rayo por la esquina del ayuntamiento, robó mi atención por un momento. La casa solar de los Romero de Anaya, donde habitó don Nicolás, de esos mismos apellidos, que ejerció en vida como abogado de los Consejos Reales; o el palacete dieciochesco de los López de la Vega algo más arriba, donde naciera en 1738 don Fabián, Procurador General de la Compañía de Jesús en la ciudad de Roma; o la vieja mansión de los Moreno, entre algunas más. Por lo que no debiera extrañarnos que cualquiera de estas casas hidalgas hubiera servido, como así parece constar, de estación de paso en algunas noches de viaje desde Barcelona hacia Madrid, de los reyes Carlos III y Carlos IV, éste último con su familia al completo y con casi toda su Corte. Pequeños palacios adaptados al vivir de nuestro tiempo y de los que hoy sólo debe de quedar el mate de las piedras de cantería y algún dato sin par perdido entre los pliegues de cualquier legajo (así nos trata el tiempo a final de cuentas), que enseñan los relieves grises de los blasones en honor y memoria de lo olvidado, de nada ni de nadie en particular, pero que sirven, cuando menos, para realzar la imagen impecable de un pueblo de labradores, digno de ser visitado y conocido, aunque, como los demás de su comarca, no suela figurar en las guías turísticas pese a tanta novedad y a tantos motivos irrepetibles de interés como uno se encuentra al llegar a él, al entrar en ellos.
El pueblo de Tortuera muestra al caminante su originalidad desde la misma entrada, donde, alzado sobre un altillo al margen de la carretera, se levanta el más original de todos los pequeños monumentos piadosos que salpican en los pueblos molineses el paisaje rural: el pairón de las Ánimas. Es verdad que son ya unos cuantos los años que hace que no había pasado por allí, y esperaba con cierto deseo el volver de la última curva, tras la que se encuentra, para sacar una fotografía más al pequeño monumento, a manera de ritual que tengo por costumbre siempre que paso a su lado. Pero, ¡oh sorpresa!, aquel pairón que vi tantas veces y que en tantas ocasiones me hizo detener en la carretera para volverlo a ver y volverlo a fotografiar, ya no es el mismo. Era muy viejo, tal vez fuera el más antiguo de los pairones molineses, y desde luego que, como enseña del pueblo que es, necesitaba una reparación si lo querían seguir conservando. La restauración ha sido hecha, pero tan a fondo que el pairón parece otro; para mí que ha perdido todo el encanto de su antigüedad, aunque con la mejor voluntad se le haya preparado de esta manera para seguir tirando años y siglos más. No me atrevo a decir si el arreglo ha sido bueno o malo, los tantos a favor de la restauración y los tantos en contra se anulan en mi criterio, de manera que me limito a verlo, a contar lo que veo, y a seguir adelante por la carretera de Daroca que enseguida se convierte en calle, Calle de San Nicolás, a cuyo costado queda al pasar una placita chica y coquetona, con otro pairón en mitad de estampa tradicional y árboles a cada lado.
Según consta en el último censo de población del que dispongo, Tortuera debe de tener en estos momentos en torno a los 230 habitantes, lo que significa ser casi una ciudad si se tiene en cuenta la situación actual de nuestros pueblos en general y muy en particular los del Señorío, tanto al norte como al sur del propio Molina. En una decena o dos de años el pueblo ha cambiado a mejor de manera visible. Tortuera es un pueblo hermoso, de calles cómodas y bien pavimentadas, con una plaza mayor dedicada a la reina María Cristina que está rodeada de casonas señoriales que son verdaderos palacetes; un pueblo que económicamente se debe desenvolver con cierta holgura, como se deja entrever cuando se anda por sus calles y por sus plazas.
Desde la barbacana que hay junto a la puerta de la iglesia se domina la inmensa extensión de tierras de cultivo que llegan hasta allá lejos, hasta la sierra de Caldereros, cuyos picachos en tono oscuro sirven de límite al paisaje en la distancia. Son tierras de excelente calidad, pero muy frías, las que los agricultores cultivan por aquí, de ahí que la recolección del cereal se lleve a cabo casi un mes más tarde que en otras comarcas, incluso de la misma provincia. Eso sí, salvo mejor opinión y siempre que ello se pueda demostrar con datos que justifiquen lo contrario, este panorama que tengo por delante desde el pretil de la iglesia de Tortuera, es el más importante granero de las tierras de Guadalajara en sus cuatro direcciones. Los campos de Tortuera, de La Yunta, de Campillo de Dueñas, de Cillas, de Rueda y de los dos Cubillejos, suman una gran extensión de campos de trigal; y si nos puede servir como orientación, refiriéndonos tan sólo al término municipal de Tortuera, las cifras que ahora doy son verídicas, me las dieron en el ayuntamiento no éste, sino en el viaje anterior que hice al pueblo y son las siguientes: con las fincas propiedad del vecindario, más las correspondientes a la finca de Guisema, suman 4.800 hectáreas de terreno, dedicándose al cultivo la mayor parte de ellas. Recuerdo que también alguien me dijo que había en el pueblo algunos agricultores que cultivaban más de doscientas hectáreas de terreno; eso sí, valiéndose de buenas y potentes maquinarias para mover tanto volumen. Y si nos hubiéramos de referir a La Yunta, las cifras no variarían mucho de las que acabamos de dar referentes a Tortuera.
En Tortuera se reza por tradición y por patronazgo a San Nicolás de Tolentino, un religioso italiano del siglo XIII, perteneciente a la orden de Agustinos Recoletos, del que en el presente año se celebra el séptimo centenario de su muerte en el convento de Tolentino, cuya fiesta celebran con sobresaliente animación el diez de septiembre y jornadas sucesivas. Además de la calle que es carretera, San Nicolás tiene dedicada en el pueblo del que es patrón una de las ermitas que existen en su término. La ermita de San Nicolás fue en otro tiempo lugar de romerías y de fiestas mayores para las gentes del lugar, tradición que no hace tanto llegó a perderse y que en este momento no estoy en condiciones de asegurar que haya sido recuperada.
Era una mañana fría y las calles estaban casi desiertas. Tortuera multiplica por seis su número de habitantes cuando llega el verano. La soledad del día me ha permitido recorrer el pueblo con la tranquilidad más absoluta. Pocas cosas habrá tan gratificantes como andar a solas por calles y plazuelas y encontrarte a cada paso con un antiguo palacete que luce sobre lo más visible de su fachada el escudo de armas de las familias que en tiempos ya olvidados, en tiempos que ahora no son sino un puro mito para los habitantes del lugar, vivieron allí e incluso construyeron a su costa. Familias con nombres sonoros que ocuparon cargos importantes en la España de su tiempo, y de las que está llena hasta no caber más la pequeña gran historia de casi todos los pueblos del antiguo Señorío, cuya capital ostentó la ciudad de Molina.
Serían las doce de la mañana y el sol llegaba tibio hasta nosotros. Las piedras de las esquinas en los más viejos edificios, presentaban a la vista del caminante tonalidades serias. Son muchos los azotes sufridos por el agua de lluvia, por las ráfagas de viento, por el calor inclemente de tantos veranos en los tres o cuanto siglos de vida que algunas de ellas han cumplido ya.
Apenas la aparición de un gato despavorido, que corre con la velocidad del rayo por la esquina del ayuntamiento, robó mi atención por un momento. La casa solar de los Romero de Anaya, donde habitó don Nicolás, de esos mismos apellidos, que ejerció en vida como abogado de los Consejos Reales; o el palacete dieciochesco de los López de la Vega algo más arriba, donde naciera en 1738 don Fabián, Procurador General de la Compañía de Jesús en la ciudad de Roma; o la vieja mansión de los Moreno, entre algunas más. Por lo que no debiera extrañarnos que cualquiera de estas casas hidalgas hubiera servido, como así parece constar, de estación de paso en algunas noches de viaje desde Barcelona hacia Madrid, de los reyes Carlos III y Carlos IV, éste último con su familia al completo y con casi toda su Corte. Pequeños palacios adaptados al vivir de nuestro tiempo y de los que hoy sólo debe de quedar el mate de las piedras de cantería y algún dato sin par perdido entre los pliegues de cualquier legajo (así nos trata el tiempo a final de cuentas), que enseñan los relieves grises de los blasones en honor y memoria de lo olvidado, de nada ni de nadie en particular, pero que sirven, cuando menos, para realzar la imagen impecable de un pueblo de labradores, digno de ser visitado y conocido, aunque, como los demás de su comarca, no suela figurar en las guías turísticas pese a tanta novedad y a tantos motivos irrepetibles de interés como uno se encuentra al llegar a él, al entrar en ellos.
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