Por
motivos bien distintos he tenido ocasión de visitar aquel impresionante rincón
de nuestra tierra en distintas ocasiones. El gran prodigio de la Creación , donado
generosamente a las gentes del Señorío -quizá como compensación a otras
dolorosas deficiencias, como pudiera ser la tristeza de su medio rural a la que
le tiene sometida la despoblación durante los últimos cuarenta años- es sin
duda una razón excelente como para sacudirse de buena mañana la pereza y
ponerse en camino con la seguridad garantizada de no regresar descontento.
Si
en la vida de cada cual hay momentos inolvidables, que de vez en cuando intentamos
reproducir en la memoria con cierto deleite, debo confesar que las imágenes del
agua corredora del río Gallo entre las piedras de su cauce a la sombra de las
choperas, son para mí un tema frecuente de imaginación. Unos minutos de soledad
lejos de los devenires y de los problemas machacones del siglo, sentado
plácidamente sobre la hierba junto al santuario en el más absoluto silencio, es
uno de los paréntesis que jamás dejarán de tener su significado en la vida de
quienes hayan corrido en alguna ocasión con aquella experiencia.
El fenómeno aéreo -en competencia, no sé si
leal o desleal de los peñascos con el cielo molinés- que se da en el Barranco,
es algo que parece grabado en el ánimo de los que por allí van con la misma
fijeza y exactitud de un panorama cinematográfico bien cuidado.
En
la realidad completa de lo que es el Barranco de la Hoz y su santuario mariano,
entran toda una serie de factores a los que con la brevedad que el espacio del
que disponemos requiere, desearía referirme aquí, hacer mención por lo menos.
Serían por una parte el paisaje y la aportación paciente de la madre Naturaleza
hasta conseguir aquel rincón tan singular cargado de surrealismo, que sirve de
escenario a la ermita y al complejo lugar en donde se encuentra; por otra parte
el hecho humano, es decir, la tradición como tal, la historia verdadera, y un
poco también esa pinta de leyenda que es como el condimento para hacer más
digeribles y de mejor paladar los bocados de la Historia.
Sucedió
por aquellos enrevesados vericuetos de la quebrada, que a mediados del siglo
XII un pastor de Ventosa perdía una res en tarde desapacible de pastoreo por
aquellos contornos. Como buen pastor, dejó en lugar seguro al resto de la
manada y se dedicó a buscar por aquellos angostos de junto al río a la res perdida.
Vino la noche. El pastor, atemorizado por aquellos volúmenes colosales de piedra
fantasmal, comenzó a sentir miedo. De pronto surge una potentísima luz entre
las peñas que ilumina todo el barranco y le hace el mirar casi imposible. El
oído solo puede escuchar los rumores cantarines de las aguas del Gallo. La
imagen de la Virgen
se comienza a distinguir sobre un tosco pedestal de roca. La res perdida se ha
quedado inamovible, como adormilada a las plantas de la Señora. Era una súbita
aparición con visos claramente sobrenaturales. La noticia se recorrió por el contorno con rapidez, y el silente
escondrijo de la quebrada se convirtió muy pronto en sede principal de
veneración molinesa, y que ha volado hasta nosotros por encima de los peñascos,
de las distancias y de los siglos.
Situados
en la explanada de la hospedería, oyendo a nuestra espalda el rumor de las
aguas, nos disponemos a entrar bajo el arco que da paso al santuario. Dentro ya
adquiere una nueva dimensión la imagen de los peñascos de la Hoz en contraste con las viejas
maderas de la galería y con las formas arquitectónicas, los relieves y las
curiosas serigrafías con las que recubrieron los muros. Se llega hasta la
ermita después de subir unas cuantas escaleras de piedra. La portada de la
ermita es protogótica, obra del siglo XIII; remata con el águila coronada del
escudo familiar de don Fernando de Burgos, leyenda incluida que recuerda al peregrino
la personalidad de su principal benefactor. Un bello poema de Suárez de Puga
deja escritos sobre la pared los sentimientos del poeta hacia la vieja parra
del santuario. Por unos instantes el viento mueve las ramas de los pinos que
hacen equilibrios sobre las crestas del Barranco.
La
puerta de la ermita está entreabierta. No hay nadie en su interior. Las
nervaduras que recorren el techo van recogiendo como en un puñado la penumbra y
el silencio del pequeño recinto. La imagen menuda de la Reina del Señorío está
colocada en el lugar más visible del presbiterio, ocupando la única hornacina
del retablo barroco. Se ve cómo la imagen de la Virgen de la Hoz corresponde a una talla de
origen medieval, suponemos que sedente, con la cara oscurecida como casi todas
las que conocemos de aquel tiempo. Va vestida con un manto bordado en
filigranas de oro. Artísticamente la imagen ganaría en valor si pudiéramos
verla en su forma habitual, sin el devoto aditamento de los ropajes. Los
piadosas chapeletas que van encendiendo quienes acuden por allí a diario lucen
mortecinos sobre el añal. El sol de la paramera daña a la vista al salir de la
ermita.
Es
hay bien entrada la hora del mediodía. La del mediodía es por estas latitudes
una hora gratificante al amparo del sol de septiembre. Pienso que es un momento
oportuno para gozar de la naturaleza abiertamente. El Barranco de la Hoz nos aguarda como siempre;
pero tal vez sea éste el momento mejor para disfrutar del regalo del campo, con
el soberbio murallón de piedra que nos acoge a un lado y al otro del río, con
los ojos de la cara y los del corazón abiertos.
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