El escaso número de habitantes que en estos momentos tiene Mantiel, contrasta con las muchas realizaciones, comodidades y servicios, que hoy se pueden aprecian al andar por sus calles, y tanto más si echamos la vista atrás en el tiempo y nos situamos en los años de esplendor de su famoso balneario, ahora cubierto por las aguas. No hace mucho que me pude informar por su propio alcalde que quieren retomar el hilo de las aguas medicinales y convertir en realidad un nuevo balneario. Sería bueno para el pueblo y para toda la comarca que ese proyecto se viera convertido lo antes que sea posible en algo real. En principio suena a utopía, a sueño imposible, pero cosas más difíciles se han visto resueltas cuando manda la tenacidad, y aquí está, unido al de su alcalde y el de todo el pueblo, nuestro deseo de ver favorecida a
Pero
hoy he pasado por Mantiel con una finalidad bien distinta, con la de conocer un
poco mejor e interesarme por sus monumentos, que aunque escasos y muy poco
reconocidos como ocurre con los de tantos pueblos, también aquí los hay: la
iglesia parroquial de Nuestra Señora del Consuelo, cuya airosa espadaña se alza
en las alturas como un referente del aspecto general, tan diverso y tan
entrañable, del campo de la
Alcarria.
Me
acompaña en este viaje desde la villa de Pareja don Fernando Rojo, el cura encargado
de todos aquellos pueblos situados en la margen izquierda del pantano. Vuelvo a
insistir en que no se deben abrir las puertas de las iglesias tan guapamente al
primero que llega. Son demasiados los casos que continuamente se vienen dando
de profanaciones y de robos sacrílegos, ante los que tan solo nos cabe el
recurso a la indignación y al lamento inútil.
Para
ver la iglesia de Mantiel, donde nada importante de valor material hay en lo
que fijar la mirada, conviene no pasar por alto la vista sobre la Alcarria que se ofrece
desde los pies del muro exterior del ábside del edificio en dirección poniente.
A más o menos distancia, siempre sobre una completa visión panorámica, quedan
delante de los ojos las magníficas asperezas del campo alcarreño, plasmadas en
un lienzo de naturaleza inmenso. Aquí las alamedas propias de la ribera, junto
a las aguas del pantano que por estos días comienzan a rayar mínimos; allá las
sinusidades fragosas de las laderas, revestidas por el verde opaco de la maleza,
del encinar, del pino de repoblación, de los olivos chiquitos; y ya en el fondo
la mancha clara de los pueblos más cercanos: Chillarón, Durón, y El Olivar
coronando el altiplano algo más lejos. Es la imagen espectacular de las
alcarrias todas la que se ve desde allí, siempre al descubierto desde los
miradores que en tantos de los pueblos han sabido habilitar mirando al campo.
La
iglesia, toda por dentro pintada de blanco, es bastante pobre en su contenido.
Un retablo sencillo como principal revestimiento ocupando parte del ábside,
desde el que preside la única nave la imagen patronal de Nuestra Señora del
Consuelo. En el muro lateral de la
Epístola , todavía se conserva la gracia, que es recuerdo, de
un púlpito revestido desde donde, durante años y durante siglos quizás, los
respectivos párrocos del lugar se dirigieron al pueblo con sus sermones en las
misas de los domingos; una pila redonda a manera de copa en un aparte de escasa
capacidad, en la que recibieron las aguas bautismales generaciones y generaciones
de hijos del lugar, entre los que debemos contar al más ilustre de todos, el
profesor y eminente pedagogo don Rufino Blanco, nacido en Mantiel en el año
1861 y bautizado en aquella humilde pila labrada en piedra; y los restos de un
órgano en un lateral del coro, sólo las tablas, de un antiguo instrumento de
música en pequeño tamaño que, según consta inscrito en el secreto, “fue hecho
por José Berdalonga, vecino de Alcalá de Henares, y costeado por la villa de
Mantiel siendo alcaldes Manuel Millano y Pedro Millano, en el año 1803, más o menos
cuando en el pueblo vivían cerca de cuatrocientas personas, tenían su escuela
de niños, y los abuelos de los que ahora lo son se defendían con menos
comodidades de las que ahora gozan sus descendientes, pero con un ambiente vivo
de trabajos del campo, de fiestas y de costumbres que ahora no existen.
Emprendiendo
ya el viaje de regreso tenemos a la salida del pueblo una ermita en inmejorable
estado de conservación que ha sido restaurada por el ayuntamiento. Es ésta la
ermita de San Roque, uno de los santos protectores más reconocidos y venerados,
no sólo en éste, sino en muchos más de los pueblos y villas de España, y aun de
Europa, pues la pequeña imagen que se alcanza a ver en su interior a través de
los ventanucos de la puerta, ha sido traída desde Alemania por unos convecinos
de temporada procedentes de aquel país, que han hecho de la Alcarria y de Mantiel su
segundo lugar de residencia.
Y
aquí debería acabar cuanto con relación al pueblo, y en particular por cuanto a
sus escasos monumentos religiosos se me ha ocurrido hoy dejar constancia
escrita para nuestros lectores; pero quiero acabar haciendo referencia a un
suceso que con relación a dos pueblos de esta provincia -y uno de ellos es
Mantiel- llenó de conmoción durante una temporada, hace ahora justo cien años,
a un sector importante de la intelectualidad española, a juristas, periodistas,
y escritores de renombre sobre todo.
Ocurrió,
según se desprende de lo poco que he podido leer referente al caso, que en el
año 1905 un fiscal de Guadalajara pidió, y así fue sentenciado por el juez
correspondiente, la pena máxima para dos hombres del campo, Juan García y
Eusebio García, padre e hijo, acusados de haber asesinado en Mazarete a su
familiar Guillermo García, vecino de Mantiel, y conocido por el apodo de “El
Aceitero”.
La
equivocación del juez debió de estar tan clara, y era tan grave la sentencia
que se dictó contra los dos campesinos de Mazarete, que la defensa pública para
estos desgraciados comenzó el 26 de agosto de 1904 con un artículo titulado “Un
error judicial” que publicó “El Liberal” de Murcia, y al que en fechas
sucesivas se fueron uniendo, con otros artículos y editoriales en el mismo
sentido, “El Imparcial”, “El Heraldo”, “El Correo Español”, “El País”, “El
Globo”, y casi toda la prensa madrileña en defensa de los condenados.
Importantes personalidades, entre las que se encontraban José de Canalejas,
Calixto Rodríguez, J. Ruiz Jiménez y algunos más, se adhirieron a la noble
causa con cartas a los periódicos. Todo fue inútil, pues el Tribunal Supremo,
con fecha 19 de enero de 1905, dio por irrevocable la sentencia dictada por el
juez.
El
defensor de los acusados, don Tomás Maestre, no se dio por vencido. Se organizaron
conferencias en el Ateneo de Madrid en torno a este asunto; se publicó la
opinión del párroco de Mazarete en el sentido de que “tenía la convicción plena
de la inocencia de Juan García y de su hijo; hubo manifestaciones públicas y el
asunto llegó hasta los más altos poderes del Estado, en escrito firmado por
varios de los nombres más conocidos de la política y de la intelectualidad
española, en el que se demostraba que el fiscal se equivocó al pedir la pena de
muerte en garrote vil para los dos campesinos, pues “el Aceitero de Mantiel fue
un pobre suicida, un desventurado loco que se pegó un tiro”, por lo que
consiguió de las Cortes no sólo el perdón, sino también la honra y la libertad
que se les había quitado.
El
caso del Aceitero de Mantiel inspiró a Azorín, paisano y amigo de don Tomás
Maestre, defensor de los acusados, para su relato titulado “El buen Juez”, que
figura en “Los Pueblos”, una de sus obras más conocidas.
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