Desde el santuario de la Patrona, arriba sobre las peñas, el pueblo se deja ver en toda su longitud destacando sobre un extremo de la colina su iglesia de San Sebastián. Abajo la ancha vega que cruza un arroyuelo exangüe, y junto a él la carretera de Alcolea a Buenafuente por la que van y vienen los camiones de las obras cargados de materiales. A esta leve explanada de la Virgen de Océn sobre la altura, acuden en romería cada año las gentes de la comarca el último domingo del mes de mayo. Dicen que aquí, en estos llanos que hay sobre las peñas, existió un poblado muchos siglos atrás, incluso una especie de fortaleza de vigilancia tan vieja como la Historia. Dicen también que la parte más antigua del santuario se corresponde con la iglesia de Océn, viejo pueblo de origen medieval ya desaparecido, excepción hecha de la cúpula visiblemente posterior, y los arcos del atrio porticado que apenas tienen cien años. El lugar, en una de estas serenas mañanas de otoño, es como una especie de olimpo en donde uno se siente a gusto al amparo del sol de las doce.
Con la tranquila vega extendida al pie y el pueblo al otro lado, uno se detiene a pensar en cómo es probable que fueran estas las tierras de la provincia en la que se han encontrado las mayores y las mejores muestras del primer paso del hombre por la actual Guadalajara, mientras no se demuestre otra cosa en esta carrera imparable con cuyos resultados nos sorprenden tan a menudo los investigadores; como así fue cuando el marqués de Cerralbo descubrió por estas laderas cercanas una necrópolis celtibérica. El Museo Arqueológico Nacional es un importante depósito de hallazgos, monedas y otros objetos pertenecientes a lejanas civilizaciones, encontrados aquí, en los campos de Luzaga, en estos altos y desniveles que tenemos a la vista, y que cuentan como principal punto de atención con la Cueva de los Casares, ahí, a cuatro pasos de La Riba de Saelices, donde las figuras de animales y las escenas de caza grabadas en la piedra, con muchos miles de años de antigüedad, nos dan idea de que eso fue así, de que el agua clara de estos arroyos y la oportunidad de tantos refugios abiertos en la solana, atrajo y retuvo durante largas temporadas a los primeros hombres que pusieron su planta en nuestro suelo; circunstancia que no ha cesado hasta nosotros, aunque por paradoja estas tierras cuenten hoy entre las más despobladas de la Meseta.
Pero es preciso descender de este imaginario paraíso en los altos de Océn y entrar en el pueblo. El ayer tuvo su momento y el hoy también tiene el suyo. Los camiones que trabajan en los arreglos de la carretera siguen atravesando el valle de tiempo en tiempo. Un hombre con una cesta de mimbre otea por el erial buscando setas. Tres o cuatro parejas de aves rapaces se ocupan dibujando círculos en el intenso azul de la mañana sobre las casas de Hortezuela, adonde acabo de entrar y de detenerme en la Plaza Mayor, en la plaza del obispo don Juan, que es sobre cualquier otro el obligado lugar de parada cuando se llega a Hortezuela. Los dos arbolillos que conocí años atrás en un lateral de la plaza, tapan hoy completamente la fachada del ayuntamiento.
El obispo don Juan, personaje al que está dedicada la plaza del pueblo, nació allí, en Hortezuela, el año 1864. Fue profesor de Religión y de Moral Católica en el seminario de Soria. En 1913, el Papa San Pío X lo nombró obispo titular de Hippo y administrador apostólico de las diócesis de Calahorra y de Santo domingo de la Calzada. En 1920 pasó a ser obispo de Santander, diócesis en la que creó varios colegios. Murió en la capital montañesa en el año 1927; pero su recuerdo permanece vivo entre sus paisanos, al que conocen como el Obispo don Juan. Don Juan Plaza era su nombre.
La plaza divide al pueblo en dos barrios: el Alto y el Bajo, según queramos subir hacia las eras del cementerio por el saliente, o tomemos la dirección opuesta. En cualquiera de los casos uno se encuentra al andar con calles limpias, con viviendas de recia factura en las que nos sorprende el bien trabajado dovelaje de piedra arenisca que dibujan sus portadas en arco. Dicen que hay siete casas como estas, y que son las más antiguas del pueblo. Una de ellas en el barrio Bajo tiene desgastadas las piedras laterales; quiero recordar que en otra de mis visitas me contó el dueño que era porque toda la vida habían afilado en esas piedras los cuchillos, y a veces las hachas. Hoy, por el aspecto, la casa está deshabitada.
Poco más arriba me ladra un perro en la calle Travesaña. Es la media mañana y las calles están vacías. Un señor de la Travesaña sale a la puerta avisado por los ladridos del perro. Se llama Valentín Layna este señor, y se me confiesa como suscriptor y lector asiduo de nuestro periódico.
- Sí señor; la Nueva Alcarria la recibo todas las semanas. Algunas veces habla de estos pueblos. La semana pasada sacaron el museo de Alcolea.
- Encuentro al pueblo muy tranquilo –le digo.
- Sí; cuando se acaba el verano solo quedamos aquí la gente mayor.
- ¿Cuántos son ustedes en un día cualquiera; hoy por ejemplo?
- Pues no sé, unas sesenta personas.
- Ah, pues no es poco para lo que se ve por ahí.
- Claro, si va usted a Padilla, que está ahí detrás, todavía son menos.
Concluimos la conversación al pie del campanario de la iglesia. El perro sigue ladrando. Junto a las tapias del cementerio viejo, detrás de la iglesia, el panorama que se divisa es fantástico: la vega toda; más hacia el poniente el pueblo de Luzaga; aquí, aunque no se ve detrás de los árboles, está la laguna; y al otro lado de la vega, ahora con una mejor perspectiva sobre las peñas, la ermita de la Virgen de Océn, donde estuve hace sólo unos instantes. Hortezuela, amigo lector, es uno de esos pueblos que lo tienen todo para alimentar la vista y el espíritu, para gozar de la paz y del descanso.
Por los alrededores de la iglesia de San Sebastián, bastante bien atendidos, encontré hace muchos años a una viejecita de cuerpecillo enjuto y maltrecho que pasaba con un haz de leña debajo del brazo. Se llamaba Sabina Gutiérrez aquella mujer. No dudo de que por la edad que tenía y por los años que han transcurrido, más de veinte, ya no está entre nosotros.
En compañía de doña Sabina visité la iglesia, cerrada en este momento. Recuerdo cómo pasamos bajo el arco de piedra en el que está escrito: “Se hizo siendo cura el licenciado Diego Sanz”. No me consta después de tantos años que estuviese en el patio, junto a la puerta de la iglesia, la fuente que ahora hay de un agua excelente, fresquísima, que hago salir girando un grifo cuya manivela tiene la figura de un pequeño gallo de metal.
Además del retablo mayor que cubre el muro del ábside y preside la imagen de San Sebastián, hay seis retablos menores con otras tantas imágenes que enriquecen la ornamentación de la iglesia. Supongo que todavía estarán allí, en el altar de Santa Bárbara, las dos bombas que colocaron, una a cada lado de la imagen de su Patrona, los artilleros destacados en el pueblo durante la guerra. Y atrás, en uno de los laterales del coro, la armadura completa del órgano parroquial que robaron hace muchos años. Son los detalles que malamente se conservan en la memoria junto a la figura, borrosa también por el paso del tiempo, de aquella buena mujer.
Desde la calle Travesaña me acerco después hasta los huertos del barrio Bajo, donde la fuente de la Poza vierte abundante sobre un pequeño pilón y que luego pasa al lavadero. El agua de la fuente se pierde al final por un canalillo que riega a su paso los crisantemos. Cerca de la fuente tiene su residencia de temporada el periodista Víctor Márquez Reviriego, al que me hubiese gustado saludar aprovechando esta visita un tanto fugaz a Hortezuela. No pudo ser, la puerta de su casa estaba cerrada, y el personaje por el que uno siente fundada admiración como escritor y como persona, después de haber leído algo de él y de haberle escuchado en alguna conferencia, no se concentraba en Hortezuela en aquel momento.
Al regreso, las laderas del baldío y los pinares de Luzaga eran un andar de un lado para otro de los buscadores de y níscalos, al favor de las abundantes lluvias de días atrás y de las buenas temperaturas con las que el otoño nos regala por estas fechas.
(En la fotografía: "Ermita de Nuestra Señora de Océn")
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