Meses atrás recibí en la redacción del periódico una carta en la que una amable mujer de Morillejo, Petra Azañón, se quejaba de que en mi libro sobre la Alcarria de Guadalajara apenas daba referencia acerca de su pueblo, sólo una leve reseña en referencia al churú y al aguardiente de artesanía que desde tiempo inmemorial se elabora allí y le ha hecho famoso. Le prometí a vuelta de correo que pasaría de nuevo por su pueblo, sin fecha determinada, para explicarle el porqué y para comprobar n situ la realidad de tantas maravillas como ella me anunciaba en su misiva y que no debí de advertir en mis viajes anteriores. En parte tenía razón doña Petra, pues en un primer contacto con el pueblo, sobre el que no contaba con otra información válida que la de sus pequeñas industrias familiares para la fabricación de orujo, era un acopio demasiado escaso como para retratar a un pueblo con la riqueza de particularidades y de matices diversos con los que a un pueblo se le debe tratar. El remedio no es otro que viajar otra vez con pretensiones nuevas, con los ojos de la cara y los del corazón más abiertos y los deseos de ver y de aprender rayando al tope de posibilidades. La promesa se ha cumplido días atrás.
A la altura de Azañón, pasada la villa de Trillo con sus torres humeantes de la central nuclear a la vera del Tajo, he cogido el ramal de carretera que sube hasta Morillejo. Tierra áspera y en nada generosa es por la que atravieso. El pueblo se distingue en la lejanía como perdido en un sequedal y alumbrado por el sol septembrino de la media tarde. Una pareja de perdices, con la nidada ya crecidita alrededor, obliga a detenerme para evitar una masacre mientras se pierden entre el bosquecillo de encinas y de maleza que hay en ambos lados de la carretera. Enseguida comienzan a aparecer en los bajos las primeras viñas, los primeros bancales de olivar salpicados en las laderas, los primeros retales de huertos abandonados al fondo del barranco. Uno piensa que, durante años y siglos, estas vegas que nos acercan al pueblo debieron ser la despensa con la que Morillejo se alimentó hasta que faltaron los brazos para trabajarlas.
Por encima del barranco las formaciones pedregosas, casi todas a un mismo nivel, adornan el paisaje dando lugar a escenarios de corte paradisiaco. Algunas de estas peñas, varadas sobre una especie de otero o de pequeña colina al cabo de la cuesta, dan lugar a la voluminosa formación que en el pueblo conocen por El Castillo, y donde, como es natural, cuenta la leyenda que en tiempos lejanos existió una fortaleza de la que no queda constancia escrita, aunque de haber sido así sería insignificante, todavía menor que el castillo de Ocentejo, aguas arriba del Tajo, al que el Dr.Layna calificó de liliputiense debido a su escaso volumen y del que todavía queda alguna señal de sus muros.
De la que sí hay constancia escrita, y aun visual desde las orillas del pueblo, es de la ermita en ruinas de San Juan de Jerusalén, pequeño santuario tardomedieval que a los vecinos gustaría ver reconstruida, como el puente de Murel, que tanto acortaría las distancias en la comarca si alguna mano amiga -la de la Administración en cualquiera de sus niveles, por supuesto- se dignara habilitar de nuevo.
Y sobre todo lo dicho, y lo mucho que habrá quedado sin decir, sobre las escasas viñas del barranco, sobre los olivos de la ladera, sobre los huertos y las peñas que festonean la inmensa hoya: el pueblo, Morillejo, con su medio centenar de almas de hecho y de derecho, sus calles limpias, sus casas emparradas, sus plazas mayores y menores de esquina en esquina, su iglesia parroquial de la Purísima Concepción que espero ver más tarde, sus bodegas familiares, su campo y su soledad una vez que pasó el verano.
Doña Petra Azañón, mi comunicante de meses atrás, vive en el barrio de la Dehesa, a orillas del pueblo, sobre el mirador que da vista a las tierras del Hoyo, desde donde al caer la tarde se divisa una panorámica riquísima del paisaje alcarreño con todos sus atributos y señas de identidad: los huertos, los olivos, las sendas, las pequeñas parcelas de vid, los cuarteles de baldío, y las Tetas de Viana (que muchos las ven y pocos las maman, según dicen por allí) en una visión de encendido romanticismo, con el sol poniente de tono sanguino en uno de esos indescriptibles atardeceres sobre el sereno campo de la Alcarria. En el horizonte humean las torres de la central de Trillo, activo contrapunto de las famosas Tetas, y allá lejos, muy lejos, medio diluida en lontananza, la suave curvatura serrana de las sierras del Alto Rey todavía perceptible en la claridad de la tarde.
Disfrutando de tan estupenda visión y de la brisa vespertina que sube del barranco, hay varios hombres sentados sobre los poyos del mirador en el barrio de la Dehesa. Nos hemos saludado y nos hemos reconocido. Son personas amables y sin doblez, como corresponde a la gente de aquellos pueblos. Lolo y Ventura me acompañan a casa de Petra Azañón que vive a cuatro pasos. Es una mujer entrada en edad, de espíritu abierto, amante acérrima de su pueblo y de las cosas de su pueblo, por las que brega y se preocupa apenas advierte cualquier resquicio que le pueda favorecer. La restauración de la ermita, en primer lugar, y la rehabilitación del puente de Murel, en segundo, constituyen el sueño dorado de esta mujer, quien, después de haber pasado en Barcelona la mayor parte de su vida, regresó al pueblo con Juan José, su marido, para acabar sus días en la paz de la Alcarria, que no es ninguna manera disparatada de pensar sino más bien todo lo contrario. Como inquieta por el presente, y sobre todo por el pasado de Morillejo, doña Petra guarda un nutrido dossier de escritos y documentos del que ha tenido a bien entregarme una copia de todos ellos.
Cuando en estos pueblos de la Alcarria del Tajo se produce algún acontecimiento que valga la pena celebrar, como debió parecer a los buenos amigos de Morillejo la visita imprevista del recién llegado, enseguida se abre la puerta de la cueva para probar el vinillo natural que fermenta y se enriquece en sus bodegas. Los vinos naturales, sin trampas ni aditamentos, elaborados por lo general con uvas de sus viñas, pisadas en jaraices pueblerinos abiertos en la roca, suelen tener un sabor particular y característico, muy rico, ligeramente espumoso a veces; sería un interesante tema a tratar por expertos en un estudio profundo, antes que las modas de lo nuevo los hagan pasar a mejor vida. La elaboración del aguardiente, y de su variante el churú, merecerían un trato especial en ese estudio.
Reunidos junto a una mesa (pieza de auténtica artesanía, compuesta a manera de puzle con manera de olivo) tuvimos ocasión de hablar durante largo rato del presente y del pasado de Morillejo, de los usos ya idos y de las costumbres que se van manteniendo mientras que los jubilados todavía útiles conserven su buena disposición, tales como su vieja rondalla de violines, guitarras y laúdes, reconocida y premiada recientemente en FITUR, la Feria Internacional del Turismo. Conversación amena y estancia agradable con Petra, Juan José, Lolo y Ventura, en aquel plácido refugio de la cueva de Lolo a las puestas del sol, con la silueta como fondo de las Tetas de Viana en el contraluz buscando la noche.
Y noche era ya cuando pasamos a ver la iglesia. Un templo del XVII, bien cuidado y con ciertos detalles de interés, como su limpio retablo barroco, sus dos capillas laterales: la de la Virgen de Fátima y la de la Soledad, y el viejo órgano, sobre todo, que es la novedad en la pequeña iglesia. Se piensa que es obra también del siglo XVII, y se sabe que el día 11 de agosto de 1829 le alcanzó alguna piedra de la torre, partida en dos por un rayo, lo que obligó a ponerlo en orden meses después por el maestro organero don Manuel Cisneros, venido desde Ágreda, siendo cura don Juan Ángel Batanero Millana.
Morillejo, siempre a trasmano, escondido en un rincón de la Alcarria al margen de cualquier vía de comunicación importante, puede servir muy bien de modelo para considerar la esencia en general de nuestros pueblos, la llama encendida de un lugar con antigüedad de siglos, que, como en tantos más, amenaza con irse apagando poco a poco, a no ser que por milagro en alguna de aquellas vueltas insospechadas que a veces da el mundo, el medio rural se redima, encuentre su sitio, por gusto o por necesidad, entre las apetencias del hombre del futuro, cosa que en principio parece difícil.
(N.A. 2003)
Morillejo, hermano de Carrascosa de Tajo, el pueblo de mi madre. Mi corazón se llena de alegría. Gracias por su blog.
ResponderEliminarMI MADRE FUE MAESTRA DE AZAÑON YO TENIA 7 AÑOS Y RECUERDO CADA UNA DE SUS CALLES Y SUS HISTORIAS.LA CURIELA (GRAN SEÑORA) YO IBA POR LECHE A SU CASA TODAS LAS TARDES Y LA MAYORIA DE LASVECES NO ME LA COBRABA. ME DABA FRUTA ETC. Y ME ACUERDO DEL CRIMEN DEL SACRISTAN Y SU PRIMO .
ResponderEliminarSoy Rondaja, que así nos llaman a los de Morillejo. Petra Azañón ya murió sin ver reconstruida la ermita y también Lolo y con él murió también la ronda, se acabó la música en las calles, Lolo era el alma de la ronda. Morillejo sigue en pie. No sé por cuanto tiempo si no se hace algo por frenar la despoblación.
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