El nombre de Dulce para este río seguntino no le ajusta demasiado bien. Cabe suponer que al pintoresco afluente del Henares que ahora nos ocupa le fue impuesto intencionadamente, no por la dulzura de sus aguas, sino para distinguirlo de su hermano y vecino, que baja de los páramos de más al norte y que lleva sus entrañas blancas de sal: el Salado.
La única dulzura de este río no es otra que la espectacularidad paisajística que va dejando a su paso, siempre aconsejable para los coleccionistas de impresiones y para quienes busquen en la naturaleza un refugio, a manera de relax, en favor de su espíritu maltrecho y, quien sabe si acongojado, por los incesantes reveses de nuestro tiempo, casi siempre, y ahora quizá mas que nunca, cargado de complicaciones.
Al río Dulce, como apunte didáctico para estudiantes bisoños, se le podría aplicar la siguiente reseña: "Nace en el término de Bujarrabal, Sierra Ministra, límite con la provincia de Soria por Torralba del Moral en campos de Medinaceli. Pasa por Estriégana y Jodra, se despeña en profundo barranco antes de entrar en Pelegrina y discurre, dejando a lo largo de su recorrido paisajes pintorescos, por los pueblos de La Cabrera y Aragosa; riega las fértiles vegas de Mandayona y Villaseca para desembocar después en el Henares cerca de Matillas."
La reseña, por supuesto cargada de objetividad, resulta fría y en exceso prosaica. El río Dulce es algo más que un arroyo castellano de segundo orden. El río Dulce como tal pierde toda su importancia y todo su interés en favor del entorno, algo así como la figura histórica de don Martín Vázquez de Arce, el joven santiaguista que murió peleando contra los moros en la Azequia Gorda granadina, queda difuminada y sin brillo ante la imagen de alabastro de su enterramiento en la capilla familiar de la catedral de Sigüenza. El río Dulce se arropa y engalana con los tremendos barrancos que consiguió labrar en su camino desde la lejana madrugada de la Creación del Mundo.
El pueblo de Pelegrina se adormece en un lento latido de siglos al pie de los lienzos a pico del Castillo de los Obispos. Antes nos ha dejado escuchar desde el mirador Rodríguez de la Fuente el solemne bramido de los cortes rocosos que entona el barranco, cortes violentos en geométrica ondulación con los que la Naturaleza ha querido bendecir aquellos rincones. Por el cielo, las aves rapaces que todavía anidan y viven en sus contornos, dibujan enormes círculos concéntricos celebrando el infinito sosiego del Barranco, y pidiendo, quien sabe, al Dios de las alturas, que por caridad aquellas tierras vírgenes queden libres de la acción descontrolada del hombre.
La historia de Pelegrina, los detalles históricos y artísticos que todavía perduran como testimonio mudo de lo que antes fue, van poniendo de rincón en rincón la nota valiosa de un singular complemento. Mírese si no, aparte de la imagen bien visible de su castillo en ruinas, la portada medieval de la pequeña iglesia, sobre la que pesa el escudo superpuesto del obispo don Fadrique.
Las casas de La Cabrera se reparten ancladas al fondo del valle, aguas abajo. Se trata de un pueblecito ideal, una aldehuela de lujo para románticos, para desquiciados o para sibaritas. A uno, que no se identifica con ninguna de las tres gamas a saber dentro de la especie humana, pero que admite llevar consigo una leve porción de todas ellas, le gustaría perderse durante una temporada en La Cabrera.
Tal vez no lleguen a la media docena las casas que se mantienen habitadas de continuo en este lugar. Recuerdo cómo me llamaron la atención en mi primer viaje a La Cabrera las truchas del río, voluminosas algunas de ellas, que corrían como una exhalación contracorriente por el fondo del agua. En el año 1921, una avenida como jamás la hubo ni después volvería a repetirse, dio al traste con los sillares de la barbacana que bordea al río y se llevó muy lejos de sus cimientos las techumbres enteras de los pajares. Sobre la piedra, hasta hace muy poco se podía leer inscrita sobre el muro la siguiente inscripción :"Se hizo esta obra reinando Carlos III. Año 1778." Tres cerros: la Peña de la Horca, la Peña de la Corza y el Cerro de la Cabeza, resguardan de los malos vientos y protegen como colosos las horas lentas de una tarde de marzo en La Cabrera.
Aragosa, oculto entre riscos, tiene todavía más de espectáculo como pueblo que su vecino al que hemos dejado atrás. Aragosa queda medio incrustado entre el violento precipicio y las corrientes del río. El agua es la compañera inseparable del lugar de Aragosa, y el murmullo del agua en las chorreras su sonido de fondo. La gente acude a este rincón apartado a descansar, a colmar sus deseos de naturaleza en ebullición y a dar unas horas de capricho a los sentidos, a todos los sentidos. Las águilas, los abantos y no sé cuantas especies más de aves de presa, comparten los encantos bruscos del lugar con las aguas y con los hombres. En Aragosa, el hombre y el río se han visto condenados a entenderse, a repartirse con equidad los espacios libres respetándose mutuamente en un alarde de franca convivencia. Al amparo de los cerros y con el favor de la humedad del arroyo, la vegetación se muestra en Aragosa como un repleto tapiz que lo invade todo. Cuando llega el buen tiempo, la nidada de las aves rapaces rompe en el soberbio cortado, se suaviza el ambiente hasta bien entrada la noche y el campo, en perfecto descontrol, se tapa de verde, de un verde que solo se interrumpe con las aguas del río y con el color tierra de los cortes de las peñas.
En Aragosa, a los más viejos del lugar y a las gentes que ya no viven, les gustó recordar a quienes iban por allí que fue en su pueblo, en aquel modesto caserío del valle del río Dulce, donde se fabricó el primer papel moneda que puso en circulación el Banco de España hace ahora casi dos siglos. Nadie lo diría, pero Aragosa, tal y como tiempo después lo sigue haciendo su vecino Mandayona, fabricó papel, y tuvo molinos que funcionaron con las corrientes del río, y tuvo más gentes que vivían allí de continuo, y niños, y escuela, y proyectos, y ganas de vivir... En este momento, como tantos más, es sólo un barrio residencial, cargado de nostalgias y de bellezas, eso sí, donde quienes van a pasar unas horas o unos días se encuentran como en un perdido paraíso.
Durante el pasado otoño, y escrito por quien esto dice, la Editorial Mediterráneo de Madrid publicó un trabajo sobre “El barranco del Río Dulce”, que hoy es parte del segundo tomo de La tierra de Guadalajara, editado a cargo de la Diputación Provincial, en publicación conjunta con los textos de otros autores, todos ellos sobre temática provincial según los diferentes lugares y comarcas.
Si el capitulo referente al Barranco del Río Dulce -que se editó primero como todos los demás también por separado- ya fue por sí mismo todo un lujo de presentación, y de interés, arropado de forma magnífica por las impresionantes fotografías de Paco Gracia, el resultado final de la edición conjunta viene a resultar algo insuperable.
La provincia de Guadalajara, en ambientes, campos y paisajes, es algo que poco a poco se está empezando a conocer y a estimar como merece. Ahora, cuando la primavera está dando sus primeros pasos, es tiempo propicio para echarse al camino.
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