Si alguna porción de tierras se da en la provincia de Guadalajara que se preste como ninguna otra a lo exótico, a lo legendario, a lo increíble, es precisamente aquella, la que próxima a las fuentes del Tajo sirve de límite entre las tres provincias: Guadalajara, cuenca y Teruel, y de divisoria de aguas entre dos cordilleras también diferentes: el Sistema Central de las Castillas y el Ibérico que baja desde Aragón.
Taravilla, Peñalén, Peralejos, Poveda de la Sierra, son para cualquier amante de los campos y de los paisajes, nombres señeros que vienen repletos de connotaciones excelentes, casi inaccesibles. Nombres de parajes remotos donde se puede dejar a la imaginación que vuele a su santo capricho, sin miedo a que llegue, por florida que sea, a la verdad de cuanto por allí se da.
Desde los altos de Orea discurren las aguas vírgenes del río Cabrillas abriendo paso entre los barrancos que les quedan al pie, en busca de otras tierras mansas que las acojan. Son aguas frías de cañada y de torrontera, aguas que salieron a la luz en las falducas escarpadas de los montes y que bajan hasta el cauce común arrastrándose en suaves canalillos como de cristal líquido, jolgorio a veces de truchas y alevines, revitalizador de la corriente que arrancaron casi en la cumbre misma del pico de la Nevera, el más galán de todas aquellas cumbres afines a la Sierra del Tremedal.
El río Cabrillas se enseñorea de un paisaje simpar por los alrededores de Checa, uno de los pueblos con mayor fortuna en bellezas naturales con que se pueda soñar, y allí se bebe las aguas de otro arroyuelo saltarín que atraviesa el pueblo. Entre Checa y Peralejos levanta su crestón plomizo el Pico del Cuerno, de 1663 metros de altura sobre el nivel del mar, que no es poco decir. Y río adelante Chequilla, el irrepetible lugarejo de Chequilla, espectacular y diferente como él solo, con sus casas blancas que crecieron entre los peñascos fantasmales que hay a su alrededor, raza de gigantes en roca fuerte vecinos del pinar y de los huertos, que comanda el mítico Trascastillo. En las afueras de Chequilla -y bien conocido es en horas de bullicio por toda la comarca- se encuentra la única plaza de toros natural que existe en el Planeta. Las rocas -figúrense- sirven de burladeros y de tendidos en los que se acomoda la gente, mientras que la lidia tiene lugar abajo, sobre la pradera, en el rellano que queda entre las peñas.
El cauce del Cabrillas deja a mano izquierda el otro paraíso de junto al Tajo: Peralejos de las Truchas, el de las recias casonas que en otro tiempo fueron cuna de personajes y de familias distinguidas, y al salir desciendo buscando las puestas del sol con dirección al Pico de la Machorra, otro mito de aquella peculiar orografía.
Más adelante recoge las aguas, cuando las hay, del arroyo Jándula, al poco de haber regado, campo atrás, las huertas de Megina, otro paraíso anónimo que adorna con su estampa aquellas tierras frías y preside con la mirada atenta hacia todas las tierras de la vega, la torre campanario por encima de las últimas casas al final de la cuesta. Luego, dejando a un lado y al otro los campos de Traid, de Pinilla, de Terzaga, y de Poveda en dirección contraria, la corriente baja mansa o precipitada, depende, hasta las proximidades de Taravilla.
El pueblo de Taravilla, a pesar de su mérito y de sus encantos bien visibles como pueblo serrano, hubiera pasado a un discreto olvido a no ser por los impresionantes alrededores con los que cuenta en dirección al Tajo. En las enrevesadas tierras de Taravilla conviene detenerse a disfrutar el sosegada paz, a dar quehacer a los sentidos y a la imaginación por ser aquellas tierras de ornatos y de rememoranzas insospechadas. Desde los altos de la pista se oyen al pie los murmullos enardecidos de la chorrera entre la masa de los pinares. Muy cerca de allí la famosa “Laguna”, paraje romántico que se goza reflejando como en un espejo inmenso el azul de los cielos sobre la limpia superficie de sus aguas. Por allí precisamente, por las profundidades inaccesibles de la laguna tan cargadas de misterio, deben de andar envueltas entre el lodo de los siglos las joyas y la rica pedrería de Florinda, la hija del Conde don Julián, que prefirió mandar al demonio todo su atalaje, antes de que los moros invasores se hicieran con él por la violenta razón de la fuerza. La Muela del Conde, el cerro de leyenda donde los nativos aseguran que tuvo su casa el Conde don Julián, queda por aquellos alrededores entre el olor penetrante a campo, al pastoso aroma de los pinos y al de las florecillas silvestres de la vertiente donde las abejas sacan cada primavera las finas mieles de la serranía.
Y luego Peñalén, como remate al cabo del día, con todo el encanto provocador de su vecina la Serranía de Cuenca a cuatro pasos, al que gusta sumar la gracia particular de su propia imagen. Peñalén, como varado en el centro mismo de la amplia caldera que forman los montes, lima su piel poco a poco con el soplo delicado de los fríos vientos ibéricos que descienden hasta el barranco en espiral, dibujando sobre su celaje de embudo los puros contornos de una caracola etérea, parto de los montes.
Aguas abajo, como por encanto también como lo parece todo por aquellas sierras, el Cabrillas desaparece, se lo sorben de un trago las corrientes del Tajo para engordar su cauce y adentrarse en los primeros llanos de la Alcarria con discreción, dejando atrás olvidados para siempre los cien avatares de su juventud.
(En la fotografía, un aspecto de la famosa laguna de Taravilla)
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