miércoles, 22 de diciembre de 2010

TORTUERO AL SOL DE INVIERNO



No sé si fue un capricho o una corazonada, pero lo cierto es que una de esas pasadas tardes del mes de enero, fría y soleada, se me abrieron las alas del deseo, y sin otra razón que el puro antojo me tiré al camino a esas de la media tarde con dirección a los valles del Jarama, hacia aquella comarca tan entrañable como olvidada, tan solitaria como agradecida, aunque no sea éste de los sonados hielos mesetarios el momento más oportuno para perderse por allí.
Tortuero es un pueblo chiquito, con veinte o treinta personas escasamente como población de hecho, extendido en el fondo de un valle al que rodean cerros grises y laderucas ásperas de jaral y de piedra oscura, de breña y de olivos en las solanas, mientras que en las vertientes en sombra todavía es posible que a estas alturas todavía queden residuos de la última nevada.
Hace diecinueve años que anduve por allí la primera vez y el pueblo me gustó. También la gente con la que traté, servicial, correcta y amable en exceso. En esta última ocasión llegué con el propósito de no molestar a nadie, de pasar desapercibido con la sola intención de comprobar el cambio habido en el pueblo durante los últimos veinte años, que, naturalmente ha sido mucho, aunque quizá no tanto como en otros lugares de su entorno propiciado especialmente por el interés de los veraneantes. No obstante Tortuero, tal vez debido al favor de las montañas, de las huertas y del río, resulte más apetecible a la hora de pasar las vacaciones en épocas de calor que, como sabido es, en esta tierra nuestra suele apretar sin misericordia durante un par de meses cada verano.
Se llega hasta Tortuero por un ramal de carretera estrecha que parte a mano derecha de la que sube hasta Valdepeñas de la Sierra, una vez dejado atrás el cauce del río Jarama.
A sólo cuarenta kilómetros de distancia desde la capital el mundo que nos rodea parece otro. Se entra en la sierra de manera brusca apenas cruzar los últimos llanos de la Campiña. El pueblo de Casas de Uceda señala el límite de ambas comarcas y el río Jarama la línea divisoria. Tortuero aparece al instante asentado en la solana, todo al descubierto desde el mirador de la carretera al volver de una curva. Las casas, allá abajo, quedan separadas del arroyo Concha por unos huertos en hibernación. A la caída del profundo terraplén que queda al pie de la carretera, levanta sus cruces blancas y grises el solitario cementerio junto al arroyo. La tarde clara del mes de enero ha cubierto de sombras el vallejo del camposanto, mientras que el sol débil de las cinco ilumina de plano las casas del pueblo, con su magnífica iglesia de San Juan Bautista en mitad sostenida por gruesos contrafuertes. El contraste entre el sol y las sombras se rompe con el silencio absoluto de la media tarde en el pueblo y en el campo.
Sin duda que hay habitantes en Tortuero, incluso a algunos de ellos me hubiera gustado saludar al haber dispuesto de más tiempo y si mi propósito hubiera sido otro que el de pasar desapercibido. Adolfo Gamo, por ejemplo, el cartero rural de casi toda aquella comarca durante tantos años y alcalde que fue del pueblo, cuenta entre los amigos cuyo nombre tiene su lugar en mi memoria, y Javi que ya será un hombre hecho y derecho, y su madre doña Pilar, a la que sorprendí en mi primer viaje doblando unas sábanas al sol en la Plaza de la Fuente, una tarde de invierno como la de hoy casi dos décadas atrás.
La de la Fuente es una de las cuatro plazas que hay en Tortuero a pesar de su escasa entidad. Las otras serían la Plaza Mayor, la Plaza del Puente Romano y la Placetuela. La Plaza de la Fuente es la mayor de todas, con su piloncillo en mitad, luminosa y abierta. La Plaza Mayor es más sombría y recogida, queda al pie del campanario y goza por tradición de la categoría suprema que le da su nombre. La Plaza del Puente Romano es más moderna, la han debido de rotular con ese nombre en época reciente, queda también junto a la iglesia abierta a la portada y dando paso a las corrientes del arroyo que bajan desde el mismo puente, romano indica su nombre, o románico, como parece ser según su estructura, que es cosa distinta. En todo caso, el Puente romano es de alguna manera la novedad del pueblo, como también lo es la piscina “natural” que tiene cincuenta metros más arriba, ahora rebosante de contenido, pues por ella y por los espacios laterales entre las dos laderas que la encajan, corre el agua del deshielo que baja de la sierra. Hace años era un balsón de agua corriente, más natural todavía, lo que atajaban allí cada verano para bañarse, con el peligro de tener como fondo el pedregoso asiento del arroyo y a los lados las afiladas peñas. Hoy es aquello una piscina estupenda, con agua cambiante de manera continua, paredes y piso adecuado, y hasta alguna escalera y trampolín como creo advertir desde lo alto del puente.
La Calle Mayor atraviesa al pueblo por mitad de parte a parte, desde la entrada hasta el campanario ya cerca del río. A un lado y al otro de la Calle Mayor van saliendo algunas otras que el ayuntamiento ha tenido el gusto de nominar en cada esquina, tales como la del Pilar que baja hasta la Plaza de la Fuente, o la Travesía Mayor, la Calle del Campillo, la de los Olivos, o la Calle del Cuatro. Todo en un espacio reducido donde convive en curiosa armonía, como en casi todos los pueblos de Castilla, lo viejo y lo nuevo, rincones que son testimonio vivo del pasado y casas nuevas de cómodo y saludable aspecto que, por lo general, sus dueños usan sólo a temporadas. En ambas márgenes de la vega los cerros que en el pueblo conocen por El Campillo en la solana, y el cerro de la Cresta en la umbría.
Ya no es el de ahora aquel ayuntamiento en estado de ruina que conocí en mi primer viaje a Tortuero, ni las calles presentan el lamentable aspecto que tenían entonces. El edificio del ayuntamiento tiene su sede en la Calle Mayor, en el mismo lugar que estuvo el antiguo, pero construido con nuevas formas y con nuevos materiales. La bandera de España cuelga de su mástil en el balcón corrido, y como remate, al sol y a los vientos que corren por el valle, el solemne carillón con su correspondiente campana para dar las horas de un imaginario reloj municipal que ni siquiera existe, aunque sí su espacio redondo marcado en la fachada, pero que, por lo que se ve, las arcas municipales no han dado hasta el momento para cubrir esa deficiencia. Tengo por seguro que el día en que el ayuntamiento de Tortuero sostenga su reloj flamante sobre la torreta del ayuntamiento, y las horas caigan acompasadas a lo largo del valle y suban hasta la cima de los montes, el pueblo habrá puesto a funcionar –y no es una simple metáfora- su aparente corazón moribundo. Confío en que este deseo, que a buen seguro compartirán también una buena parte de los vecinos, se cumpla en breve.
Este bonito lugar de nuestras primeras sierras, que me dispongo a dejar cuando el sol de la media tarde comienza a desaparecer por los altos de poniente, es reflejo fiel de lo que es y de lo que ha sido el medio rural hoy en tan profunda crisis. Llegó a contar hasta con 160 almas a mediados del siglo XIX; se sostuvo un siglo después superando las 100; veinte años atrás, es decir, hacia 1980, había descendido hasta la cifra ya alarmante de 31, y en este momento, en circunstancias normales y como población de hecho, seguramente que la cifra es todavía menor. Solo la vega, los montes, el agua encajada del arroyo que baja, y el vientecillo suave que sopla del poniente en esta tarde fría, es lo que permanece, la pincelada constante de un pequeño paraíso perdido en los valles del Alto Jarama.
(En la fotografía: Puente sobre el arroyo Concha en las afueras del pueblo)

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