El pueblo de Baides, situado a la vera del Henares y de las vías del ferrocarril en tierras de Sigüenza, podría servir de ejemplo de lo que ha sido el cambio a favor en su aspecto externo de los pueblos de Guadalajara durante los últimos veinte años.
Baides en su actual imagen, ocupando un llano de tierras de labor al principio de la inmensa vega, es algo así como un delicado paraíso repleto de privilegios donde vivir cómodamente al menos durante el verano, un paraíso que apenas se percibe desde las ventanillas del ferrocarril cuando cruza la ribera, y nunca desde las del automóvil, pues tan sólo el indicador que hay al borde de la carretera cuando viajamos hacia Sigüenza nos habla de él, haciendo constar que la distancia que nos separa es de seis kilómetros, distancia que es preciso recorrer entre curvas y vericuetos, áspera al principio en su paisaje, pero luminosa, abierta y prometedora al final, ya junto a las primeras casas en plena vega.
No encontré en mí último viaje tráfico al bajar. El pueblo aparece al final con su calle larga, la Calle Mayor, con su tapial a mano derecha que nos aparta de la finca de los señores, con la mimosa fuentecilla en mitad adornando una plaza chiquita, la Plaza Mayor como paradoja, y más allá el puente sobre el río, la vía muerta del ferrocarril, y el Camino de la Estación al que desde hace un par de décadas se conoce oficialmente como Paseo del Escritor Ángel María de Lera, en honor a su hijo más preclaro.
El puente sobre el Henares que hay al final del pueblo, con sus alrededores de junto a la vía muerta, es para quien esto dice uno de los rincones más apacibles y románticos que pueda imaginarse. Se adivina estando allí, y mirando fijo al correr de las aguas, que Baides es un pueblo distinto a los demás, un pueblo para contemplación y para el ensueño. A la sombra de los árboles que hay al lado del puente, es el canto de los pájaros y el suave rumor del agua lo único que altera el silencio de la mañana, hasta que de tiempo en tiempo bufa sobre el paisaje el soplo de la velocidad que arrastran los trenes. Una anciana está sentada sobre un banco en la esquina. La señora me mira atentamente. Seguro que le gustaría saber quién soy, y, sobre todo, qué es lo que hago por allí con una cámara al hombro y un cuaderno de apuntes en la mano.
– Buenos días, señora.
– Hola, buenos días.
– Cuánta tranquilidad tienen en el pueblo.
– Demasiada. Antiguamente el pueblo era más alegre. Había más de noventa mozos; y mucha riqueza, y mucho trabajo.
– Trabajo del campo, claro.
– Del campo y de la fábrica de yeso y escayola que había. Otros trabajaban en la finca del palacio. Y la estación del tren, que nos daba tanta vida.
El palacio al que se refería la buena mujer era el de los condes de Salvatierra, que todavía se sostiene en pie, maltrecho, como pude comprobar desde fuera de la puerta de hierro que cierra la finca.
Por ambos lados de la carretera que sale hacia Huérmeces el campo es llano y feraz. Debió de ser en otro tiempo terreno de regadío el de aquellos llanos próximos al cauce del Henares que enmarcan las choperas, hoy hazas extensísimas dedicadas al cultivo del cereal. Junto a la carretera hay una ermita con la puerta cerrada, arco en ojiva y techumbre que se remata con un solitario campanillo que alguna vez habrá servido para avisar a los actos. La iglesia no es ésta. La iglesia se encuentra sobre una cuesta a la entrada del pueblo. Tiene casi nueve siglos de antigüedad, y hace tan sólo unos años que, al restaurarla, salieron a la luz varios de sus admirables valores románicos. Debe costar trabajo subir hasta la iglesia de Santa María Magdalena a la gente mayor. Resulta larga y demasiado pina la escalinata de hierba y guijarrillo que lleva hasta los pies del campanario, o hasta las comedidas plataformas de las eras que hay al lado de iglesia, y desde donde se contempla, como abierta a los ojos y al mundo, la hermosa vega del Henares por la que baja el río entre choperas y el tren silba corriendo por mitad.
El Henares pasa manso, bien surtido de caudal a la salida del invierno, por un ensanchamiento que hace la calle entre el Puente de piedra y el Salón de los Mozos, instalado desde hace años en una casa distinguida que hay al principio del Camino de la Estación, o Paseo del Escritor Ángel María de Lera. Es un camino hermoso, recto como una vela y casi con un kilómetro de longitud, arqueado de ramaje y de apretadas sombras que, por lo general, le dan los árboles que tiene a uno y otro lado. Los árboles son viejos, de grueso y arrugado tronco, y por estos días los están desramando casi completamente. Al final, siempre al lado del río, la Estación del ferrocarril.
La Estación, escrito con mayúscula, porque es un barrio por el que pasan los trenes, viene a ser como un segundo Baides. La Estación, vista en la actualidad cuando el pueblo se ha quedado sin gente, es una barriada residencial, con docenas de viviendas más recientes quizás que las que vimos en el pueblo. El apeadero del tren, o estación propiamente dicha, es un edificio bien conservado, al pie de la vía, con la consabida placa de metal que lo mismo que en las demás estaciones señala la altura sobre el nivel del mar: 844 metros. En las proximidades, el agua y las sombras. Baides es un pueblo de aguas y de sombras, ya que no de público a diario, pues andará con el medio centenar de almas en un día cualquiera, algo así como la quinta o la sexta parte de lo que tuvo antes, en tiempos de nuestros abuelos, cuando los lobos andaban en manada por entre la maleza de los cerros y los ánades criaban en las hierbas del río.
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