Que el estado del tiempo influye en el ánimo del hombre es un hecho que pocos se atreverían a negar, aunque quien esto dice debe confesar que hasta no hace mucho fue uno de ellos. La situación de los astros según las estaciones, en ese maravillosos funcionar del reloj del universo, el color de las hojas de los árboles, el comportamiento variable de la atmósfera, suelen llevar al hombre a un estado de languidez que a lo largo de la vida se viene repitiendo siempre que entra el otoño.
Hace algunos días, el tibio sol de la media mañana me empujó a tomar en compañía de nadie el camino de una zona norteña de la Provincia, la de los pueblos abandonados que se recuestan en las leves solanillas del campo de Sigüenza, y que hoy, por lo menos nominalmente, forman parte de su ayuntamiento, o del de Sienes, más hacia los páramos sorianos.
Una tierra hermosa, fría sí, pero de feraces vegas y de campos de labor que han dado trabajo y alimento a centenares de familias desde los lejanos siglos de la repoblación hasta hace escasamente media docena de años en que los pueblos se quedaron solos, las casas se fueron viniendo abajo, y las calles y plazuelas se convirtieron en verdaderos museos del silencio, en nidos de fantasmas, donde he tenido el placer agridulce de pasar unas horas dando suelta a los hilos de la imaginación, al recuerdo feliz de mi infancia pueblerina, perfectamente a juego con ese estado de ánimo al que nos lleva el otoño.
Mucho me temo que con estos pueblos a los que hoy nos habremos de referir, y de algunos más de la misma comarca, día llegará en el que se tenga que establecer, no sé si pensando en el turismo o en algo peor, la que podría llamarse Ruta de los Pueblos Abandonados. Lo sería con la consabida indignación de muchos de los nativos que se marcharon de allí, y con la protesta, a veces airada, de algunos ediles incapaces de asumir la situación, de comprender que el haber llegado a tal extremo no ha sido culpa de nadie y que lo ha sido de todos, que los caprichos de la vida con el correr del tiempo (nos lo dice la Historia) son los de jugar con los hombres, con sus intereses y sus proyectos, permitiendo que ocurran estas cosas, estos desajustes entre ciudades superpobladas hasta la temeridad y los pueblos vacíos con sus fuentes que corren, su campo fértil, y el claro sol que alumbra al soplo de una brisa sana e incontaminada, siempre con el correspondiente perjuicio para la sociedad, que tal vez intentará deshacer el entuerto cuando sea demasiado tarde, y que para muchos de estos pueblos ya lo es. Se quitó al médico, se cerró la escuela, la atención religiosa flaqueó por falta de vocaciones y de personal al que atender, la gente se marchó a lugares donde el porvenir le ofreciera una perspectiva diferente, y los pueblos se quedan solos.
La imagen todavía reciente en la memoria y las fotografías que tomé en todos estos pueblos, me son de gran valor a la hora de coger la pluma para contar a nuestros lectores lo que vi por allí, vaciando un poco en el recuerdo la impresión primera que produce la cruda realidad de la piedra desmoronada y los palitroques y enseres inservibles que salen de las ruinas.
¿Cuántos de nuestros lectores han oído hablar de Valdealmendras como pueblo de la provincia de Guadalajara? Seguro que muy pocos. Pues bien, viajando por la carretera que sube desde Sigüenza hacia Paredes, saldrá el empalme que le lleve a este pueblo por el mismo ramal que gira con dirección a Villacorza. En Valdealmendras, salvo un par de ellas aparentemente habitables, el resto de las casas presentan un aspecto desolador. La hierba se ha comido lo que en otro tiempo fueron calles, y en la que suponemos fue su pequeña iglesia, se guarda un tractor, con sus aperos y los bidones del combustible. Según alguien me dijo, solo un vecino cuenta hoy en el pueblo, manteniendo encendida la llamita vital que lució durante siglos.
Y a cuatro pasos de Valdealmendras, resplandecen en la soleada mañana de noviembre las viviendas, unas en pie y otras en estado de ruina, de la Torre de Valdealmendras; con su fantástico pilón de piedra trazado como abrevadero para las caballerías, con su iglesia en aceptable estado, con el enorme tronco muerto del árbol concejil a manera de monumento, con sus huertas, y con un ligero aliento de vida y de deseos de vivir a pesar de los pesares. Un grupo de albañiles que trabajaban sobre el andamio de una casa en obras, me informó de que también allí vivía un solo vecino de manera continua. Nunca fue grande este pueblo, pero llegó a contar con más de cincuenta habitantes, una escuela mixta en funcionamiento y buena fiesta local en honor de San Martín, titular de aquella parroquia.
Poco más allá, retomando la carretera que dejamos atrás, próximos los tres a la villa de Sienes, podremos conocer a Querencia, a Tobes, y a Torrecilla del Ducado, nombres a incluir, ya de hecho, en esa lista fatal de pueblos abandonados en nuestra provincia durante los últimos veinte años. En Querencia vive un hombre dedicado al pastoreo. Pienso que de todos los ya dichos y por decir, éste ofrece un estado más ruinoso. Las hierbas, las zarzas y los jaramagos, no sólo han invadido sus calles, sino también los zaguanes y portales de las casas hundidas. No obstante, debió de ser bonito en tiempo pasado el pueblo de Querencia. La arboleda que crece a trechos entre los escombros, nos habla de un pueblecito saludable, colocado como fondo a una vega feraz que surtió de cereales y de exquisitas hortalizas a los campesinos. Hoy, ninguna otra cosa se advierte en él que no sea desolación y amenaza constante de hundimiento, como el del arco interior de su iglesia a la intemperie, cuyas piedras labradas se mantienen en pie milagrosamente, tal vez por poco tiempo.
A Tobes lo encontramos poco más adelante. Creo que de todos ellos es el que me produjo un mayor pesar. Entre las casas derruidas se mantienen todavía en pie muchas otras, casonas antiguas con cierto aire señorial como de ganaderos ricos. En Sienes me pondrían al corriente poco después de que en Tobes no vive nadie durante todo el año, quizá tampoco en verano, sobre todo por el estado intransitable de las calles plagadas de verdín. La fuente pública continua manando en mitad de la plaza, al lado de las cuevas. La iglesia, precedida de un sólido arco de piedra del XVIII, tiene la puerta tabicada. A un lado y al otro, con el pueblo en silencio colocado sobre un altillo, las dos vegas aptas para el cultivo.
Y Torrecilla del Ducado como final. Para llegar a Torrecilla hay que viajar desde Sienes por una carretera estrecha en estado infernal. En Torrecilla del Ducado, según me dijo Lucas, un hijo del pueblo que en aquella mañana había venido desde Madrid a su tierra de origen a buscar setas, tampoco vive nadie de manera continua, aunque, apenas apunta el verano, suelen acudir hasta media docena de familias. Se sube hasta el pueblo en coche por una senda que es preciso adivinar, por un camino verde como el de la vieja canción, librando regatos y piedras. Desde el mirador natural que hay junto a la iglesia, se alcanza a ver muy cerca el primero de los pueblos sorianos que se lucen al sol por aquel campo: Conquezuela. He leído en antiguos escritos que Torrecilla llegó a tener hasta 150 habitantes. Recuerdo y nostalgia para quienes nacieron y vivieron allí, como Lucas, el buscador de setas, que me contó con indignación cómo en varias ocasiones han forzado la puerta y las ventanas de la casa de su tío que está junto a la iglesia, arrancando la reja, hasta el punto de haber llegado a encontrar dentro a cuatro o cinco individuos extraños durmiendo en las camas, y que obligaron a que fuera la Guardia Civil para arrancarlos de allí.
Es la cara negra de algunos de nuestros pueblos, la espina imposible de sacar que hiere el corazón de tantos, pero que no por eso deja de ser un hecho real, palpable, que ahí está a la vista de todos, quién sabe si como un tributo que hay que pagar a la sociedad moderna, a este mundo loco que no es capaz de andar por los caminos de lo mejor sin despreciar lo bueno.
Hace algunos días, el tibio sol de la media mañana me empujó a tomar en compañía de nadie el camino de una zona norteña de la Provincia, la de los pueblos abandonados que se recuestan en las leves solanillas del campo de Sigüenza, y que hoy, por lo menos nominalmente, forman parte de su ayuntamiento, o del de Sienes, más hacia los páramos sorianos.
Una tierra hermosa, fría sí, pero de feraces vegas y de campos de labor que han dado trabajo y alimento a centenares de familias desde los lejanos siglos de la repoblación hasta hace escasamente media docena de años en que los pueblos se quedaron solos, las casas se fueron viniendo abajo, y las calles y plazuelas se convirtieron en verdaderos museos del silencio, en nidos de fantasmas, donde he tenido el placer agridulce de pasar unas horas dando suelta a los hilos de la imaginación, al recuerdo feliz de mi infancia pueblerina, perfectamente a juego con ese estado de ánimo al que nos lleva el otoño.
Mucho me temo que con estos pueblos a los que hoy nos habremos de referir, y de algunos más de la misma comarca, día llegará en el que se tenga que establecer, no sé si pensando en el turismo o en algo peor, la que podría llamarse Ruta de los Pueblos Abandonados. Lo sería con la consabida indignación de muchos de los nativos que se marcharon de allí, y con la protesta, a veces airada, de algunos ediles incapaces de asumir la situación, de comprender que el haber llegado a tal extremo no ha sido culpa de nadie y que lo ha sido de todos, que los caprichos de la vida con el correr del tiempo (nos lo dice la Historia) son los de jugar con los hombres, con sus intereses y sus proyectos, permitiendo que ocurran estas cosas, estos desajustes entre ciudades superpobladas hasta la temeridad y los pueblos vacíos con sus fuentes que corren, su campo fértil, y el claro sol que alumbra al soplo de una brisa sana e incontaminada, siempre con el correspondiente perjuicio para la sociedad, que tal vez intentará deshacer el entuerto cuando sea demasiado tarde, y que para muchos de estos pueblos ya lo es. Se quitó al médico, se cerró la escuela, la atención religiosa flaqueó por falta de vocaciones y de personal al que atender, la gente se marchó a lugares donde el porvenir le ofreciera una perspectiva diferente, y los pueblos se quedan solos.
La imagen todavía reciente en la memoria y las fotografías que tomé en todos estos pueblos, me son de gran valor a la hora de coger la pluma para contar a nuestros lectores lo que vi por allí, vaciando un poco en el recuerdo la impresión primera que produce la cruda realidad de la piedra desmoronada y los palitroques y enseres inservibles que salen de las ruinas.
¿Cuántos de nuestros lectores han oído hablar de Valdealmendras como pueblo de la provincia de Guadalajara? Seguro que muy pocos. Pues bien, viajando por la carretera que sube desde Sigüenza hacia Paredes, saldrá el empalme que le lleve a este pueblo por el mismo ramal que gira con dirección a Villacorza. En Valdealmendras, salvo un par de ellas aparentemente habitables, el resto de las casas presentan un aspecto desolador. La hierba se ha comido lo que en otro tiempo fueron calles, y en la que suponemos fue su pequeña iglesia, se guarda un tractor, con sus aperos y los bidones del combustible. Según alguien me dijo, solo un vecino cuenta hoy en el pueblo, manteniendo encendida la llamita vital que lució durante siglos.
Y a cuatro pasos de Valdealmendras, resplandecen en la soleada mañana de noviembre las viviendas, unas en pie y otras en estado de ruina, de la Torre de Valdealmendras; con su fantástico pilón de piedra trazado como abrevadero para las caballerías, con su iglesia en aceptable estado, con el enorme tronco muerto del árbol concejil a manera de monumento, con sus huertas, y con un ligero aliento de vida y de deseos de vivir a pesar de los pesares. Un grupo de albañiles que trabajaban sobre el andamio de una casa en obras, me informó de que también allí vivía un solo vecino de manera continua. Nunca fue grande este pueblo, pero llegó a contar con más de cincuenta habitantes, una escuela mixta en funcionamiento y buena fiesta local en honor de San Martín, titular de aquella parroquia.
Poco más allá, retomando la carretera que dejamos atrás, próximos los tres a la villa de Sienes, podremos conocer a Querencia, a Tobes, y a Torrecilla del Ducado, nombres a incluir, ya de hecho, en esa lista fatal de pueblos abandonados en nuestra provincia durante los últimos veinte años. En Querencia vive un hombre dedicado al pastoreo. Pienso que de todos los ya dichos y por decir, éste ofrece un estado más ruinoso. Las hierbas, las zarzas y los jaramagos, no sólo han invadido sus calles, sino también los zaguanes y portales de las casas hundidas. No obstante, debió de ser bonito en tiempo pasado el pueblo de Querencia. La arboleda que crece a trechos entre los escombros, nos habla de un pueblecito saludable, colocado como fondo a una vega feraz que surtió de cereales y de exquisitas hortalizas a los campesinos. Hoy, ninguna otra cosa se advierte en él que no sea desolación y amenaza constante de hundimiento, como el del arco interior de su iglesia a la intemperie, cuyas piedras labradas se mantienen en pie milagrosamente, tal vez por poco tiempo.
A Tobes lo encontramos poco más adelante. Creo que de todos ellos es el que me produjo un mayor pesar. Entre las casas derruidas se mantienen todavía en pie muchas otras, casonas antiguas con cierto aire señorial como de ganaderos ricos. En Sienes me pondrían al corriente poco después de que en Tobes no vive nadie durante todo el año, quizá tampoco en verano, sobre todo por el estado intransitable de las calles plagadas de verdín. La fuente pública continua manando en mitad de la plaza, al lado de las cuevas. La iglesia, precedida de un sólido arco de piedra del XVIII, tiene la puerta tabicada. A un lado y al otro, con el pueblo en silencio colocado sobre un altillo, las dos vegas aptas para el cultivo.
Y Torrecilla del Ducado como final. Para llegar a Torrecilla hay que viajar desde Sienes por una carretera estrecha en estado infernal. En Torrecilla del Ducado, según me dijo Lucas, un hijo del pueblo que en aquella mañana había venido desde Madrid a su tierra de origen a buscar setas, tampoco vive nadie de manera continua, aunque, apenas apunta el verano, suelen acudir hasta media docena de familias. Se sube hasta el pueblo en coche por una senda que es preciso adivinar, por un camino verde como el de la vieja canción, librando regatos y piedras. Desde el mirador natural que hay junto a la iglesia, se alcanza a ver muy cerca el primero de los pueblos sorianos que se lucen al sol por aquel campo: Conquezuela. He leído en antiguos escritos que Torrecilla llegó a tener hasta 150 habitantes. Recuerdo y nostalgia para quienes nacieron y vivieron allí, como Lucas, el buscador de setas, que me contó con indignación cómo en varias ocasiones han forzado la puerta y las ventanas de la casa de su tío que está junto a la iglesia, arrancando la reja, hasta el punto de haber llegado a encontrar dentro a cuatro o cinco individuos extraños durmiendo en las camas, y que obligaron a que fuera la Guardia Civil para arrancarlos de allí.
Es la cara negra de algunos de nuestros pueblos, la espina imposible de sacar que hiere el corazón de tantos, pero que no por eso deja de ser un hecho real, palpable, que ahí está a la vista de todos, quién sabe si como un tributo que hay que pagar a la sociedad moderna, a este mundo loco que no es capaz de andar por los caminos de lo mejor sin despreciar lo bueno.
(La fotografía corresponde al pueblo de Tobes)
Precioso texto y maravillosa imagen.
ResponderEliminarMe gusta esta nueva página y la "actualización" de Plaza Mayor.
Enhorabuena por el blog y sus textos, siempre trasmiten la nostalgia de los viejos lugares que resisten a abandonar el pasado...
Gracias, de nuevo.
Un saludo.
Muy agradecido. Celebro que te guste. JSB
ResponderEliminar