martes, 28 de septiembre de 2010

EL RECUENCO, DEL VERDE COLOR DEL VIDRIO


Antes de ponerme a escribir la primera palabra del presente reportaje, se me ha ocurrido echar un vistazo en el archivo a lo que en el verano de 1981 escribí acerca de este pueblo. Hace sólo unas fechas que he vuelto por allí, y las diferencias entre lo que entonces dije y ahora podría decir -veintitrés años por medio- serían muchas, y sobre todo bastante significativas. El pueblo se ha ido modernizando al paso del tiempo, y al mismo paso también, cosa lógica, la gente ha ido envejeciendo, hasta el punto de que, si no me han informado mal, ya no vive ninguna de aquellas personas con las que tramé conversación y me fueron contando tantas cosas referentes al vivir diario y a las costumbres y tradiciones del pueblo, tantas y tan vivas aún en el querer de las gentes de entonces.
En esta última ocasión me he limitado a ver, a otear en el mundillo exterior, en los cambios habidos desde entonces a hoy en este pueblo rayano, marcado en el mapa entre las dos Alcarrias, la de Guadalajara y la de Cuenca, y hasta adonde llegan de cerca los aires saludables de la serranía conquense, con sus parajes únicos, y sus misterios, únicos también.
El Recuenco asienta en mitad de una vega bañada por el arroyo Alcantud, que nace muy cerca de allí y baja hasta desembocar en el Guadiela cerca de Priego. Se llega al pueblo salvando los vericuetos a que da lugar junto a la carretera un vallejuelo violento, cortado entre enormes peñascos, al que llaman Los Corzos. El cerro de la Rastra es el accidente más considerable, mientras que el pueblo, sus casas y sus chalés, queda al pie, en el llano, de cómodo andar, pero expuesto a las avenidas torrenciales de las tormentas que en más de una ocasión les dio algún disgusto serio, y que han intentado buscar solución por medio de un canal colector de aguas.
Allá debe de andar su número de habitantes con el centenar como población de hecho. Medio siglo atrás anduvo rondando el millar de almas. Sus viviendas, en torno a la Plaza Mayor que preside el edificio restaurado del ayuntamiento y una buena parte de la Calle Mayor por añadidura, cuentan entre los conjuntos urbanos de mayor prestancia y señorío, dentro de los lugares conocidos de su misma entidad.
Por lo que desde tiempos remotos el pueblo de El Recuenco tuvo de original, debe de ser un camino de rosas hurgar en su pasado, sobre todo en su pasado no demasiado lejano, y con ello quiero referirme a no mucho más lejos de un siglo atrás en los caminos del tiempo. Hasta hace casi cien años que se cerraron sus hornos (en algunos documentos leo que fueron dos, y en otros que fueron tres) de fundición de vidrio, esta especialidad laboral llegó a alcanzar justa fama, no solo en los humildes vasares de las buenas gentes de la comarca, sino también en los palacios, en las boticas de los monasterios y en la mayor parte de las casas señoriales del país. Hubo algún rey de España que se llegó a interesar personalmente por las piezas y los útiles de vidrio salidos de los hornos de El Recuenco, hasta el punto de que una buena parte del instrumental con el que fue equipada la Real Botica salió de allí. Hoy, mucho tiempo después, las viejas redomas, los matraces y los jarrones de El Recuenco suelen viajar más allá de nuestras fronteras y de nuestros mares como piezas codiciadas en las maletas de los coleccionistas. En el pueblo hay quien todavía conserva alguna pequeña muestra, herencia familiar, de aquellas que los arrieros del lugar llevaban a vender en serones con sus caballerías, hasta los límites de las dos Castillas. En los anaqueles de la botica del monasterio del Escorial se guardan todavía ricas piezas de aquel vidrio de color verdoso cocido en El Recuenco.
Sobre todos los demás reflejos de su pasado, es la industria del vidrio la que ha marcado al pueblo con esta nota imborrable. Hace sólo unos años, el día 15 de agosto del 2001, por iniciativa de María José Sánchez Moreno, hija destacada del pueblo, se colocó en el centro de un pequeño jardín, junto a la iglesia, un sencillo monumento en memoria de aquella industria y de los hombres que trabajaron en ella.
Como pueblo de ribera, aun teniendo en cuenta que el Alcantud no es precisamente de los arroyos considerados de gran caudal, en la vega de el Recuenco se cultivaron durante muchos años, y siglos quizá, importantes extensiones de judías, de patatas, de forraje, que con el apoyo de la ganadería y de la industria del vidrio, sirvió para sostener a cuantas familias vivieron allí hasta los años sesenta y setenta del pasado siglo en que se inició el éxodo hacia las ciudades, como en los demás pueblos en busca de un futuro mejor. Durante varias décadas, coincidiendo ya con la falta de manos jóvenes para el cultivo de la huerta, la vega se vio repoblada de otra especie vegetal que precisaba de menos atención y que venía dando buenos resultados en otros valles cercanos y de características similares. Me refiero al cultivo del mimbre, que en esta última visita he echado en falta, seguramente porque los resultados no fueron los apetecidos, o porque la exportación de productos manufacturados de este antiguo vegetal haya caído en desuso. En Priego, vega abajo, se sigue cultivando, aunque sospecho que en cantidades menores a las de antes.
Considero que sería un grave error al hablar de El Recuenco, pasar por alto una de sus más antiguas y más vivas tradiciones: la famosa peregrinación anual al santuario de Nuestra Señora de la Bienvenida, donde es creencia que la imagen que allí se venera fue encontrada en el campo por un pastor del pueblo vecino de Tinajas, ya en la provincia de Cuenca, quien, después de considerar la magnificencia del hallazgo, se la llevó a su pueblo para que allí pudiese recibir el homenaje devoto de sus paisanos, como así reza en los gozos que se cantan el día de su fiesta mayor.

El pastor que os encontró
sobre piedras, Virgen Pura,
a Tinajas os llevó,
patria de su gran ventura,
para que vuestra hermosura
de todos fuera aplaudida.

Cuenta la misma tradición que la imagen desapareció, y la volvieron a encontrar en el mismo lugar del monte, donde allí se conserva en una bella ermita, donde cada 8 de septiembre recibe la visita masiva de sus devotos, no sólo de El Recuenco sino de algunos otros pueblos colindantes de la provincia de Cuenca, que así mismo la veneran desde tiempo inmemorial. Dicen que cuando los romeros caminaban a pie hasta la ermita, las sendas del cerro de la Rastra eran como una procesión continua de devotos y penitentes desde las primeras horas del día.
Las cosas deben de ser distintas al día de hoy. La falta de población en los municipios de la comarca, incluido el propio Recuenco, y los modernos medios de transporte, le han debido de restar, cuando menos el calor humano que tuvieron antes aquellas jornadas; pero ahí está, como una más de las viejas tradiciones que dan color al bello tapiz de nuestra cultura autóctona, honrando a un pueblo y contribuyendo a conservar, pese a la erosión constante del tiempo y las costumbres, la personalidad y el buen nombre que siempre tuvo.

viernes, 24 de septiembre de 2010

EN LA AUGUSTA SOLEDAD DEL BAJO SEÑORÍO



Decir que el campo de Castilla se está quedando sin gente no es un tópico, es una realidad palpable. Decir que el medio rural en el Bajo Aragón se está quedando solo, no es exagerar sino atenerse a la verdad más rigurosa, allí están para comprobarlo. Decir que la presencia humana en los pueblos de Molina va empezando a ser un artículo de lujo, significa estar de acuerdo con la realidad por más que nos pese. La provincia de Guadalajara es, con arreglo a su extensión, una de las más desiertas de España. Venimos a tocar a quince habitantes por kilómetro cuadrado, cuando la media nacional anda en torno a los ochenta según mis cálculos. Pues bien, en aquella entrañable comarca de nuestra provincia a la que hoy nos vamos a referir, las tierras del Bajo Señorío, el número de habitantes por kilómetro cuadrado se reduce a uno solamente, contando la propia ciudad de Molina como capitalidad de la comarca, que por sí sola tiene un censo de población la mitad aproximadamente de todas las tierras del Señorío. De ahí que en algunas subcomarcas concretas, como la que hoy va a entretener nuestra atención y nuestro espacio, la densidad de población se reduzca a unas cuantas décimas de habitante, do o tres, por cada kilómetro cuadrado de superficie.
Por aquellos pueblos resulta habitual andar por trochas y caminos durante horas y horas, sin encontrarte con la deseada presencia de alguien de tu especie con quien cruzar un ratito de conversación. Consuela comprobar que un coche o la furgoneta de algún vendedor ambulante se cruza en tu camino, o vislumbra a lo lejos un rebaño de ovejas que pasta en la solana.
La dicha soledad no es exclusiva del campo y de los caminos, pues son varios los pueblos que ocupan su debido lugar en el mapa de la Provincia y cuentan con su correspondiente reseña en los tratados, pero en los que sus viviendas, dado el caso de que todavía se encuentren de pie, están vacías. Precisamente a ese retazo de las tierras que forman parte del Bajo Señorío Molinés, y con la simple curiosidad de dar un paseo bajo el limpio sol de diciembre por las callejas y rincones de aquellos pueblos, me puse en camino de sol a sol uno de esos días apacibles que preceden a la Nochebuena.
La villa de Prados Redondos -simplemente Prados para los lugareños de la comarca- es el centro de una serie de pueblecitos diseminados en su entorno donde pienso hacer la primera parada. Estuve en Prados en ocasiones muy diversas y en diferentes épocas del año. El templete desde donde se muestran al pueblo para su veneración a la Santa Espina, o la recia portada de la casa de los Garcés, son detalles que me unen en el recuerdo a Prados Redondos. No obstante, es otra cosa lo que vengo a buscar en este viaje. Deseo conocer algunos de los pueblecitos de alrededor en los que no había estado nunca: Otilla, Pradilla y Aldehuela. Un vecino de Prados, el señor Albito creo recordar que era su nombre, me indicó con precisión desde las orillas cómo llegar hasta los dos primeros. Otilla viene a caer poco más allá de Torrecuadrada. Como parece indicar su nombre, el pueblo está situado sobre un otero con vistas a una extensa vega de tierra oscura, fría, pero más que apta para el cultivo. Al otro lado de la vega, las laderas se cubren de sabinas y de pinos jóvenes. En Otilla aún vive gente. Hasta ocho personas me dijeron que quedan en el pueblo de manera permanente. En su plaza chiquita sirve al vecindario, en día y hora precisos, la tendera ambulante de Alcoroches, momento en el que la gente acude al completo, y una docena de gatos avispados y listos a la espera de lo que pueda caer. La pequeña iglesia de la Purísima Concepción destaca a la caída.
Pradilla suena a hermana menor de la villa de Prados. Queda como a una hora de camino a pie. Pradilla, diferente a Otilla que dejamos atrás, está situada en el fondo de un valle, su iglesia de la Asunción ocupa la parte alta del pueblo, y las casas y las calles están vacías, las puertas cerradas, y por todo sentir tan sólo se oía el leve rumor del chorro de la puente sobre el pilón del abrevadero. Pradilla es un pueblo sencillamente bonito, de viviendas bien atendidas por sus dueños, y con una vega sombreada de chopos arroyo arriba que lleva hasta los cercanos cauces del río Gallo. Un pueblo dormido que presentimos de un dulce despertar cuando abra la primavera.
Hasta aldehuela no se puede ir por carretera desde Prados Redondos. Están arreglando el puente sobre el Gallo y es preciso atravesar por pistas de tierra y caminos embarrados. La distancia es corta. Aldehuela ha resultado ser un pueblo sorprendente. Esperaba encontrarme con un caserío desierto y la realidad ha sido muy otra. En Aldehuela viven todavía, según me contaron, más de veinte personas. Las calles están arregladas y algunas casas nuevas llaman la atención por su elegancia y tamaño. Pienso que las ocuparán sus dueños durante las vacaciones de verano y en los fines de semana en que el tiempo les sea propicio. Buen campo de labor en lo que fue su término. Sobre un alto en la ladera, la pequeña ermita de la Soledad sigue siendo botón de muestra de la antigüedad del pueblo.
Y desde allí, de nuevo hasta Molina buscando otro retazo del Señorío donde los pueblos son hoy mero testimonio. Junto a Molina se alcanzan a ver al lado de la carretera las ruinas de un pueblo que desapareció: Novella, hoy “Finca privada. Prohibido el paso”. Uno lamenta no poder mirar de cerca lo que queda de Novella; tampoco entiende que el paso esté vedado a un lugar que en otro tiempo tuviera, no sólo un nombre, sino entidad pública propia. Este mismo hecho se repite en media docena de casos más dentro de la Provincia.
Desde Molina, siguiendo por la carretera que sale junto a la iglesia de San Francisco con dirección a Terzaga y al Alto Tajo, se llega muy pronto a Valsalobre. Había pasado decenas de veces junto a este pequeño lugar, pero no había entrado nunca. El sólido campanario permanece mudo, las calles desiertas, y en la que fue “Escuela Pública” según se puede leer escrito en un añoso azulejo que hay sobre la puerta, veo a través de las ventanas rotas algunos restos de mobiliario escolar inservible. La fuente, construida en 1910, mana sobre un leve piloncillo al final de una calleja en cuesta, ya en las afueras. Valsalobre, como Pradilla, comenzará a tomar vida de nuevo con los primeros soles del mes de mayo.
Un pastor de ovejas, que por el tono de su tez y difícil parlamento me pareció moro de raza, intenta informarme desde la carretera el camino para llegar a Castellote. Al fin conseguí enterarme. Será una pista de tierra la que me permita llegar a Castellote. Allí todo son ruinas. Un almacén o establo de construcción reciente y un cementerio de coches destacan al entrar. Entre los viejos edificios que malamente todavía se mantienen en pie, hay uno con ciertas trazas de casona señorial, tal vez se trate de la casa solar que tuvieron allí los señores Marqueses de Embid, que, según queda escrito, emplearon dedicaron su ancho patio en algunas temporadas al “esquileo de ganados finos”. La pequeña iglesia de San Miguel Arcángel se alcanza a ver, ruinosa y destartalada, sobre un altillo plagado de yerbajos.
Desde Castellote hasta la carretera de Ventosa se baja por una cinta estrecha de asfalto en buenas condiciones. Los abruptos crestones rocosos del Barranco de la Hoz nos quedan al contraluz en la media distancia. El lugar de Cañizares, del que tan sólo quedan cuatro piedras, estuvo por allí, y Terraza a dos o tres kilómetros de distancia por la carretera que sube hacia Teroleja. En Terraza puede verse el sólido frontal de su iglesia, la fuente que mana en el centro de una especie de plazuela, y el soberbio caserón de larga fachada que supongo debió pertenecer a los Arias y Castillos, y que ni siquiera me bajo a contemplar con detenimiento debido a la oscuridad de la tarde y a que unos cuantos perros, de aspecto nada amigable, no permitieron apartarse del coche ni un solo instante en los pocos minutos que estuve allí.
El día no ha dado para más. Las tierras de Molina están lejos de la capital de provincia a la que debo volver y la noche se echa encima. Tampoco hubiera dispuesto de más espacio en esta sección viajera en la que se pretende contar, sobre todo lo demás, la verdad, la única verdad de lo que somos.

lunes, 20 de septiembre de 2010

ABANADES, UNA ISLA EN EL ALTO TAJUÑA



Puestos por orden alfabético, Abánades es el primero de los cuatrocientos y más pueblos que tiene la provincia de Guadalajara. Al pueblo de Abánades, uno de los menos conocidos, debido tal vez a su situación, pero de los más interesantes de esta tierra, se puede llegar, bien por la carretera que va de Cifuentes hasta el Alto Tajo, desde un empalme que hay antes de llegar a Sacecorbo, o por la autovía de Barcelona, apartándose en Torremocha del Campo y siguiendo por La Fuensaviñán, Laranueva y Renales. Siempre que he tenido necesidad de ir, lo he hecho siguiendo este último itinerario.
Abánades se avisa antes de llegar a él con la torre de su iglesia de San Pedro por encima del cerro que dicen del Castillo; y enseguida el puente sobre el río Tajuña, que nos permite entrar en el corazón del pueblo al final de una calle en cuesta. Las calles de Abánades -hecha excepción de la de Los Pradillos, que le corre al pie paralela al canal- suben escalonadas o en pendiente por la solana del cerro del Castillo, hasta llegar al pórtico arqueado de la iglesia que queda en lo más alto, y al que se consigue subir por una veintena de escalones de piedra.
A pesar del cambio habido en el pueblo durante los últimos quince años, que son más o menos los que hace que no paso por allí, sigue siendo el claustro románico de su iglesia el primero, aunque no el único, de los atractivos que tiene Abánades. A través de los arcos del pórtico se domina todo el pueblo como extendido a sus pies y una buena parte del campo que lo rodea, teniendo como fondo de la inmensa vega las alturas que allí conocen por el Rondal y el Alto de la Muela.
En Abánades me han dicho que viven en una isla sin que haya mar. Tienen razón. El río Tajuña por una parte, y el Canal por la otra, lo cercan de extremo a extremo, con el pueblo y su magnífico parque en mitad.

No fue mucho el tiempo que dediqué a visitar Abánades en este último viaje. No era para mí nada novedoso el conocerlo, y la mañana gélida de finales de diciembre tampoco aconsejaba alargar demasiado la visita. La iglesia de San Pedro, que en la primera ocasión que anduve por allí estaba clausurada, debido a su mal estado; la ermita de la Virgen de las Mercedes, que en otro de mis viajes logré conocer a mis anchas; y ahora el parque anexo al Canal, eran, una vez allí, los tres principales centros de interés que conseguí recorrer en muy poco tiempo.
Como viene ocurriendo en la mayor parte de nuestros pueblos, también en éste van quedando cada vez menos detalles de su original estampa. Los pueblos que han optado por sobrevivir sin quedarse en la estacada, y que son una inmensa mayoría, han ido experimentando un cambio profundo en su forma, y también en su destino, durante los últimos veinte años. Las casas son nuevas muchas de ellas, o acondicionadas a los tiempos y usos de la vida actual. Las infraestructuras, los servicios de agua y de pavimentado de calles, las comunicaciones con el exterior por medio del teléfono y otros servicios, son bienes necesarios que prácticamente todos poseen, y las carreteras de acceso, salvo alguna puntual excepción, son aceptables en la mayor parte de los casos, cuando no excelentes, para transitar por ellas. Pero falta, y bien que se nota al paso de los años, el elemento humano. Por una u otra razón el censo ha ido descendiendo en muchos de nuestros pueblos hasta haberse visto reducidos a la mínima expresión, de ahí que cada vez se note más cómo poco a poco se van convirtiendo en lugares para el descanso, en pueblos de vacaciones, en residencias de verano, siendo Abánades en ese aspecto uno de los más afortunados; un pueblo que, aunque se haya ido deshabitando al ritmo y hora que los demás por razones harto conocidas, rebosa vitalidad incluso en este fría mañana de invierno.
Este pueblo, amigo lector, tienen como protagonista a uno de los bienes más necesarios para la supervivencia y más escasos en tantos lugares de la tierra, incluso dentro de nuestra propia provincia: el agua. Abánades es el pueblo del agua.

Del cambio habido en su favor, uno se da cuenta apenas haber entrado en la primera calle. La piedra que en otra ocasión me sorprendió hace años, con la fecha de 1586 inscrita sobre ella, se luce hoy, restaurada y limpia, en el frontal de la casa nueva que ocupa el mismo lugar en donde antes estuvo la anterior que conocí en estado de ruina; una antigua vivienda que debió de pertenecer a una familia pudiente, justo en los años, para darnos una idea, en que la Princesa de Éboli vivía en su palacio de Pastrana, dando que hacer y que decir en la Corte, mientras que el Rey Nuestro Señor, don Felipe II, ultimaba con el almirante don Álvaro de Bazán los preparativos para una ofensiva naval contra Inglaterra, y que acabaría poco después con la célebre derrota de la Armada Invencible. Si esta piedra pudiese hablar, quizá nos diese noticia de aquellos hechos ocurridos hace más de cuatrocientos años.
Y no lejos, la flecha indicadora, labrada en piedra, que anuncia como “Parque del Agua” al espacio de solaz que hay al otro lado del Canal, para mi uso el más completo, cómodo y original, que recuerdo haber encontrado en pueblo alguno.
- Hombre, claro. El parque está muy bien; pero ha venido usted en mala época. Esto hay que verlo en verano. Ahora tiene muy poco que ver.
Entre lo muy poco que ver que me dice Pedro De Mingo, hay que contar con la impresión visual de las aguas tranquilas del canal que pasan junto a los troncos desnudos de los árboles bajo un llamativo, casi artístico, puente de madera que sirve de entrada al parque.
- Oiga, y este agua ¿tiene algo que ver con el Tajuña?
- No; el río Tajuña pasa al otro lado del pueblo. El río es una cosa y el canal es otra. El agua del canal la regulan desde una presa que hay más arriba
- Y seguramente que tendrá, o habrá tenido truchas.
- Sí, sí; truchas siempre las ha habido por aquí, de las autóctonas.
- Pues tienen el pueblo que es una envidia. ¿Cuántos habitantes son?
- Creo que censados hay ciento ocho. Tenemos ayuntamiento propio.
Y al otro lado en el ancho parque, la fuente surtidor en visión romántica, rodeada de las hojas secas de los árboles; y el horno de asar y de cocer bajo cubierta, con una especie de cúpula en forma de media naranja; y las cómodas mesas y asientos de madera, a manera de cómodo merendero bajo los árboles; y la chorrera que vierte sobre una especie de estanque, que en verano supongo servirá de piscina. Toda una provocación, pensando en esas mañanas y en esas tardes cálidas del estío por tierras de la Alcarria.
Mientras contemplo desde el pórtico de la iglesia la ancha caldera de tierras en hibernación que rodean al pueblo, pienso en el despoblado de San Llorente, un lugar de leyenda que hubo junto al cerro del Cornero. Cuentan de él que dejó de existir a causa de un envenenamiento general de todos los vecinos con el chocolate que comieron en una boda. Todos, menos una anciana que estaba por el campo cuidando los cochinos. La anciana -me contaron- quiso volver al pueblo, pero se perdió y fue a parar a Sotodosos; por eso, la imagen de la Magdalena que tienen en la iglesia de Sotodosos, era la Patrona de San Llorente, que se llevaron los del pueblo y allí está.
La historia, igual o muy parecida, la he oído contar en distintos pueblos de la comarca alcarreña. Como es fácil comprender, no se tiene en pie por sí sola. Me la contó el Tío Alberto, un señor de Abánades en mi primer viaje al pueblo el año ochenta y dos; y así la cuento, casi con sus mismas palabras.
Muchas de estas viejas sabidurías, inventadas por nadie sabe quién, pero con una posible base real, se pierden a medida que la gente mayor va desapareciendo sin que de ellas quede constancia escrita en sitio alguno, y por ser parte de nuestra cultura popular, pienso que conviene conservarlas. No tengo ninguna duda de que hay más saberes perdidos para siempre en las olvidadas tumbas de los cementerios, que escritos en los libros.
Terminé mi viaje subiendo el leve trozo de calle en cuesta que hay desde Los Pradillos hasta la ermita patronal de la virgen de Las Mercedes. Estaba cerrada. La señora Visi, que andaba colgando a secar la ropa de la colada, me dijo que la imagen de la Virgen era muy bonita, pero que la llave la tenía una señora del pueblo. Pensé que era demasiado pedir que me abriesen la ermita molestando a la gente, y con mayor razón habiéndola visto en otro de mis viajes, de modo que opté por dar el viaje por concluido.
Abánades, el “Pueblo del Agua”, un lugar para ver en cualquier momento, y para disfrutar de él en tiempo de verano.

jueves, 16 de septiembre de 2010

POR LOS ESCONDIDOS PARAISOS DEL RÍO DULCE



El nombre de Dulce para este río seguntino no le ajusta demasiado bien. Cabe suponer que al pintoresco afluente del Henares que ahora nos ocupa le fue impuesto intencionada­mente, no por la dulzura de sus aguas, sino para distinguirlo de su hermano y vecino, que baja de los páramos de más al norte y que lleva sus entrañas blancas de sal: el Salado.
La única dulzura de este río no es otra que la espec­tacula­ri­dad paisajística que va dejando a su paso, siempre aconsejable para los coleccionistas de impresiones y para quienes busquen en la naturaleza un refugio, a manera de relax, en favor de su espíritu maltrecho y, quien sabe si acongojado, por los incesantes reve­ses de nuestro tiempo, casi siempre, y ahora quizá mas que nunca, cargado de complicaciones.
Al río Dulce, como apunte didáctico para estudiantes bisoños, se le podría aplicar la siguiente reseña: "Nace en el término de Bujarrabal, Sierra Ministra, límite con la provincia de Soria por Torralba del Moral en campos de Medinace­li. Pasa por Estriégana y Jodra, se despeña en profundo barranco antes de entrar en Pelegrina y discurre, dejando a lo largo de su recorrido paisajes pintorescos, por los pueblos de La Cabrera y Aragosa; riega las fértiles vegas de Mandayona y Villaseca para desembocar después en el Henares cerca de Matillas."
La reseña, por supuesto cargada de objetividad, resulta fría y en exceso prosaica. El río Dulce es algo más que un arroyo castellano de segundo orden. El río Dulce como tal pierde toda su importancia y todo su interés en favor del entorno, algo así como la figura histórica de don Martín Vázquez de Arce, el joven santia­guista que murió peleando contra los moros en la Azequia Gorda granadi­na, queda difuminada y sin brillo ante la imagen de ala­bas­tro de su enterramien­to en la capilla familiar de la catedral de Sigüenza. El río Dulce se arropa y engalana con los tremendos barrancos que consiguió labrar en su camino desde la lejana madrugada de la Creación del Mundo.

El pueblo de Pelegrina se adormece en un lento latido de siglos al pie de los lienzos a pico del Castillo de los Obispos. Antes nos ha dejado escuchar desde el mirador Rodríguez de la Fuente el solemne bramido de los cortes rocosos que entona el barranco, cortes violentos en geométrica ondulación con los que la Natu­raleza ha querido bendecir aquellos rincones. Por el cielo, las aves rapaces que todavía anidan y viven en sus contornos, dibujan enormes círculos con­céntricos celebrando el infinito sosiego del Barranco, y pi­diendo, quien sabe, al Dios de las alturas, que por caridad aquellas tierras vírgenes queden libres de la acción descontro­lada del hombre.
La historia de Pelegrina, los detalles histó­ricos y artísticos que todavía perduran como testimo­nio mudo de lo que antes fue, van poniendo de rincón en rincón la nota valiosa de un singular complemento. Mírese si no, aparte de la imagen bien visible de su castillo en ruinas, la portada medie­val de la pequeña iglesia, sobre la que pesa el escudo super­puesto del obispo don Fadrique.
Las casas de La Cabrera se reparten ancladas al fondo del valle, aguas abajo. Se trata de un pueblecito ideal, una aldehue­la de lujo para románticos, para desquiciados o para sibaritas. A uno, que no se identifica con ninguna de las tres gamas a saber dentro de la especie humana, pero que admite llevar consigo una leve porción de todas ellas, le gustaría perderse durante una tempo­rada en La Cabrera.
Tal vez no lleguen a la media docena las casas que se man­tie­nen habitadas de continuo en este lugar. Recuerdo cómo me llamaron la atención en mi primer viaje a La Cabrera las truchas del río, voluminosas algunas de ellas, que corrían como una exhalación contracorriente por el fondo del agua. En el año 1921, una avenida como jamás la hubo ni después volvería a repe­tirse, dio al traste con los sillares de la barbacana que bordea al río y se llevó muy lejos de sus cimientos las techum­bres enteras de los pajares. Sobre la piedra, hasta hace muy poco se podía leer inscrita sobre el muro la siguiente inscrip­ción :"Se hizo esta obra reinando Carlos III. Año 1778." Tres cerros: la Peña de la Horca, la Peña de la Corza y el Cerro de la Cabeza, resguardan de los malos vientos y protegen como colosos las horas lentas de una tarde de marzo en La Cabrera.

Aragosa, oculto entre riscos, tiene todavía más de espec­tácu­lo como pueblo que su vecino al que hemos dejado atrás. Aragosa queda medio incrusta­do entre el violento preci­picio y las corrien­tes del río. El agua es la compañera insepa­rable del lugar de Aragosa, y el murmullo del agua en las chorreras su sonido de fondo. La gente acude a este rincón apartado a descansar, a colmar sus deseos de naturaleza en ebullición y a dar unas horas de capricho a los sentidos, a todos los sentidos. Las águilas, los abantos y no sé cuantas especies más de aves de presa, com­parten los encantos bruscos del lugar con las aguas y con los hombres. En Aragosa, el hombre y el río se han visto condenados a enten­derse, a repar­tirse con equidad los espacios libres respe­tán­dose mutuamen­te en un alarde de franca convivencia. Al amparo de los cerros y con el favor de la humedad del arroyo, la vegeta­ción se muestra en Aragosa como un repleto tapiz que lo invade todo. Cuando llega el buen tiempo, la nidada de las aves rapaces rompe en el soberbio cortado, se suaviza el ambiente hasta bien entrada la noche y el campo, en perfecto descontrol, se tapa de verde, de un verde que solo se interrumpe con las aguas del río y con el color tierra de los cortes de las peñas.
En Aragosa, a los más viejos del lugar y a las gentes que ya no viven, les gustó recordar a quienes iban por allí que fue en su pueblo, en aquel modesto caserío del valle del río Dulce, donde se fabricó el primer papel moneda que puso en circulación el Banco de España hace ahora casi dos siglos. Nadie lo diría, pero Aragosa, tal y como tiempo después lo sigue haciendo su vecino Mandayona, fabricó papel, y tuvo molinos que funcionaron con las corrientes del río, y tuvo más gentes que vivían allí de continuo, y niños, y escuela, y proyectos, y ganas de vivir... En este momento, como tantos más, es sólo un barrio residencial, cargado de nostalgias y de bellezas, eso sí, donde quienes van a pasar unas horas o unos días se encuen­tran como en un perdido paraíso.

Durante el pasado otoño, y escrito por quien esto dice, la Editorial Mediterráneo de Madrid publicó un trabajo sobre “El barranco del Río Dulce”, que hoy es parte del segundo tomo de La tierra de Guadalajara, editado a cargo de la Diputación Provincial, en publicación conjunta con los textos de otros autores, todos ellos sobre temática provincial según los diferentes lugares y comarcas.
Si el capitulo referente al Barranco del Río Dulce -que se editó primero como todos los demás también por separado- ya fue por sí mismo todo un lujo de presentación, y de interés, arropado de forma magnífica por las impresionantes fotografías de Paco Gracia, el resultado final de la edición conjunta viene a resultar algo insuperable.
La provincia de Guadalajara, en ambientes, campos y paisajes, es algo que poco a poco se está empezando a conocer y a estimar como merece. Ahora, cuando la primavera está dando sus primeros pasos, es tiempo propicio para echarse al camino.

martes, 7 de septiembre de 2010

PERALEJOS DE LAS TRUCHAS



Peralejos de las Truchas, allá por las sierras más meridionales del viejo señorío molinés, es un apelativo con significado de bienestar. Entra en esa media docena de pueblos de la provincia que merecen ser vistos y disfrutados.

Para saber de Peralejos es preciso entrar en su pasado, en su pasado de siglos, cuando tuvo importancia y renombre en toda la comarca y más allá de ella, tanto por su número de habitantes, muy próximo a los mil, como por la distinguida condición de algunas de las familias que vivían en él, cuya memoria permanece en pie a lo largo del tiempo gracias al milagro de la piedra en tantas casonas selladas con escudos en relieve o con fechas que nos llevan a evocar épocas lejanas marcadas por la diferencia de clases, por la sencillez en el vivir diario al margen del mundo que camina dejando una estela en los caminos de la Historia.
En estas casonas señoriales de Peralejos parece como si se hubiese parado el tiempo, como si se hubiera detenido para siempre el inexorable tic-tac del reloj de los años y de los siglos; no así en el aspecto general de la villa, que se ocupa en sacar provecho de su condición de pueblo favorecido con generosidad por la madre Naturaleza, dádiva que hoy más que nunca tiene su importancia si se orienta debidamente hacia el turismo. El estrés y los males que casi sin que nos demos cuenta van minando los cuerpos, y todavía más, los espíritus de los hombres y mujeres del siglo XXI, tienen en Peralejos de las Truchas un seguro y eficaz remedio. Las casas rurales, los restaurantes, y algún que otro hotel donde acoger a quienes deseen aprovecharse de tanta bonanza, son hoy en éste, como en algunos otros pueblos de la serranía del Alto Tajo, un nuevo escape por donde encontrar los caminos del sobrevivir.

En las dehesas próximas a Peralejos pastan los caballos de raza cuando no los toros de lidia. El toro bravo y el caballo de raza son figura de aquella tierra agreste y de estampa distinguida, noble y hermosa como la que más, pero temible en los días de cellisca, en las noches crudas de los inviernos cuando el sólo hecho de salir de casa es toda una aventura a la que las buenas gentes del lugar, campesinos y pastores de otro tiempo, tendrían que hacer frente en tantas ocasiones.
Al otro lado del Cabrillas los soberbios farallones que por encima de las copas de los pinos alzan su testa de piedra, nos traen a la memoria aquellos otros tan espectaculares de la vecina Serranía de Cuenca, alineados como murallas siguiendo el cauce del río. El pueblo aparecerá a la vuelta de una curva como final del largo viaje. Muchas de las casas están restauradas o son nuevas en las orillas del pueblo. Peralejos ocupa el fondo de una caldera natural inmensa, rodeada formaciones montañosas grises en cuyas cumbres se levanta el abrupto roquedal: la Muela de Utiel, los cortes violentos de la Vieja y de Zaballos, dioses protectores y guardianes perpetuos del pueblo antiguo en donde se fraguó la leyenda, anidaron las aves rapaces y se sentía en las noches de luna, escalofriante, en aullido del lobo.
Al entrar por la primera calle, en la calle larga que lleva por nombre el de Arroyo de Arriba, todavía es posible encontrarse con viviendas de vieja concepción, reliquia de aquel otro Peralejos de hacheros y leñadores, de gancheros y taladores de bosque, en las que salen a la luz cargadas de años las galerías de palitroques de pino o de sabina en las primeras plantas de las casas, enseña de un tipo de construcción propio de aquella sierra, y que hemos visto cómo se sigue manteniendo con exquisito cuidado en algunas de las viviendas para el verano que se han ido levantando alrededor durante los últimos diez o quince años.
En Peralejos de las truchas hay tres plazas: la Plaza Mayor, la de la Fuente y la Plaza de la Taberna. A la Plaza de la Fuente se asoma, altivo y con carillón de hierro, el campanario de la iglesia de San Mateo. Las casonas señoriales del siglo XVIII caen a las otras plazas, recuerdo de apellidos sonoros de larga y profunda raíz, que durante centurias pusieron en la sociedad serrana del Bajo Señorío cierto ambiente de nobleza: los Arauz, los Sanz, los Díaz, los Jiménez en la calle de la Cañada, cuyas familias dieron al mundo de la cultura y de las letras personajes de memoria imborrable.
La Virgen de Ribagorda es la patrona de Peralejos. Su ermita está situada entre los pliegues de la sierra a tres o cuatro kilómetros de distancia. El origen de esta advocación mariana es antiquísimo, y la primera ermita se debió construir en el hervor de la Edad Media, a la que sustituye la actual del siglo XVIII levantada a expensas de la familia Arauz. Cuenta la tradición que la imagen de la Virgen de Ribagorda fue encontrada por un pastor de cabras en el fondo de una cueva, y que a su lado yacía el cadáver de un guerrero y ermitaño medieval de nombre Ruy Gómez, quine, al parecer, había salvado la imagen de las furias de la morisma infiel y había construido la primitiva ermita. Historia o leyenda, la aparición de la Virgen de Ribagorda cuenta como uno de los pilares más firmes de la cultura autóctona de Peralejos y de toda su comarca.

En el diccionario “Madoz”, escrito en los años medios del siglo XIX, con datos precisos ofrecidos generalmente por el escribano de turno en cada uno de los pueblos de España, se recoge un hecho histórico ocurrido en Peralejos que nunca había tenido ocasión de leer o escuchar en ningún otro sitio, y que dada su brevedad y su interés paso a transcribir literalmente. Dice: «En 24 de enero de 1840, el carlista Palacios con dos batallones de Tortosa y una compañía de tiradores de caballería cayó al amanecer sobre esta población, sorprendiendo en ella una columna de la reina al mando del coronel Rodríguez, compuesta del provincial de Laredo, cuatro compañías de francos de Cantabria, y sesenta caballos, a cuya columna hizo 40 prisioneros y cogió todas las municiones con algunos otros efectos. Esta ventaja costó sin embargo alguna pérdida a los carlistas por el valor que en medio de su sorpresa, y sin lograr rehacerse hasta una altura próxima a Checa, manifestaron las tropas liberales.»
Dejando aparte el lo rústico de siglos y todo su pasado, Peralejos de las Truchas es hoy un pueblo considerado como uno de los referentes principales de nuestra provincia a la hora de hablar de pesca, de caza, de senderismo y de paisaje, ingredientes todos ellos que llaman al turismo, y bien que se nota al andar pos sus calles en los carteles que nos ponen al corriente de los establecimientos de acogida que hay por todas partes: restaurantes, hoteles, pensiones, a los que no les suele faltar clientela a lo largo del año; y es que Peralejos, un pueblo antiguo como tantos más llamado a desaparecer, se ha convertido por aquellas del destino y por la definitiva colaboración de la Naturaleza, en un lujo apartado del mundanal ruido, lo que supone un mucho más en su favor.

sábado, 4 de septiembre de 2010

MORILLEJO AL CAER LA TARDE



Meses atrás recibí en la redacción del periódico una carta en la que una amable mujer de Morillejo, Petra Azañón, se quejaba de que en mi libro sobre la Alcarria de Guadalajara apenas daba referencia acerca de su pueblo, sólo una leve reseña en referencia al churú y al aguardiente de artesanía que desde tiempo inmemorial se elabora allí y le ha hecho famoso. Le prometí a vuelta de correo que pasaría de nuevo por su pueblo, sin fecha determinada, para explicarle el porqué y para comprobar n situ la realidad de tantas maravillas como ella me anunciaba en su misiva y que no debí de advertir en mis viajes anteriores. En parte tenía razón doña Petra, pues en un primer contacto con el pueblo, sobre el que no contaba con otra información válida que la de sus pequeñas industrias familiares para la fabricación de orujo, era un acopio demasiado escaso como para retratar a un pueblo con la riqueza de particularidades y de matices diversos con los que a un pueblo se le debe tratar. El remedio no es otro que viajar otra vez con pretensiones nuevas, con los ojos de la cara y los del corazón más abiertos y los deseos de ver y de aprender rayando al tope de posibilidades. La promesa se ha cumplido días atrás.
A la altura de Azañón, pasada la villa de Trillo con sus torres humeantes de la central nuclear a la vera del Tajo, he cogido el ramal de carretera que sube hasta Morillejo. Tierra áspera y en nada generosa es por la que atravieso. El pueblo se distingue en la lejanía como perdido en un sequedal y alumbrado por el sol septembrino de la media tarde. Una pareja de perdices, con la nidada ya crecidita alrededor, obliga a detenerme para evitar una masacre mientras se pierden entre el bosquecillo de encinas y de maleza que hay en ambos lados de la carretera. Enseguida comienzan a aparecer en los bajos las primeras viñas, los primeros bancales de olivar salpicados en las laderas, los primeros retales de huertos abandonados al fondo del barranco. Uno piensa que, durante años y siglos, estas vegas que nos acercan al pueblo debieron ser la despensa con la que Morillejo se alimentó hasta que faltaron los brazos para trabajarlas.
Por encima del barranco las formaciones pedregosas, casi todas a un mismo nivel, adornan el paisaje dando lugar a escenarios de corte paradisiaco. Algunas de estas peñas, varadas sobre una especie de otero o de pequeña colina al cabo de la cuesta, dan lugar a la voluminosa formación que en el pueblo conocen por El Castillo, y donde, como es natural, cuenta la leyenda que en tiempos lejanos existió una fortaleza de la que no queda constancia escrita, aunque de haber sido así sería insignificante, todavía menor que el castillo de Ocentejo, aguas arriba del Tajo, al que el Dr.Layna calificó de liliputiense debido a su escaso volumen y del que todavía queda alguna señal de sus muros.
De la que sí hay constancia escrita, y aun visual desde las orillas del pueblo, es de la ermita en ruinas de San Juan de Jerusalén, pequeño santuario tardomedieval que a los vecinos gustaría ver reconstruida, como el puente de Murel, que tanto acortaría las distancias en la comarca si alguna mano amiga -la de la Administración en cualquiera de sus niveles, por supuesto- se dignara habilitar de nuevo.
Y sobre todo lo dicho, y lo mucho que habrá quedado sin decir, sobre las escasas viñas del barranco, sobre los olivos de la ladera, sobre los huertos y las peñas que festonean la inmensa hoya: el pueblo, Morillejo, con su medio centenar de almas de hecho y de derecho, sus calles limpias, sus casas emparradas, sus plazas mayores y menores de esquina en esquina, su iglesia parroquial de la Purísima Concepción que espero ver más tarde, sus bodegas familiares, su campo y su soledad una vez que pasó el verano.
Doña Petra Azañón, mi comunicante de meses atrás, vive en el barrio de la Dehesa, a orillas del pueblo, sobre el mirador que da vista a las tierras del Hoyo, desde donde al caer la tarde se divisa una panorámica riquísima del paisaje alcarreño con todos sus atributos y señas de identidad: los huertos, los olivos, las sendas, las pequeñas parcelas de vid, los cuarteles de baldío, y las Tetas de Viana (que muchos las ven y pocos las maman, según dicen por allí) en una visión de encendido romanticismo, con el sol poniente de tono sanguino en uno de esos indescriptibles atardeceres sobre el sereno campo de la Alcarria. En el horizonte humean las torres de la central de Trillo, activo contrapunto de las famosas Tetas, y allá lejos, muy lejos, medio diluida en lontananza, la suave curvatura serrana de las sierras del Alto Rey todavía perceptible en la claridad de la tarde.
Disfrutando de tan estupenda visión y de la brisa vespertina que sube del barranco, hay varios hombres sentados sobre los poyos del mirador en el barrio de la Dehesa. Nos hemos saludado y nos hemos reconocido. Son personas amables y sin doblez, como corresponde a la gente de aquellos pueblos. Lolo y Ventura me acompañan a casa de Petra Azañón que vive a cuatro pasos. Es una mujer entrada en edad, de espíritu abierto, amante acérrima de su pueblo y de las cosas de su pueblo, por las que brega y se preocupa apenas advierte cualquier resquicio que le pueda favorecer. La restauración de la ermita, en primer lugar, y la rehabilitación del puente de Murel, en segundo, constituyen el sueño dorado de esta mujer, quien, después de haber pasado en Barcelona la mayor parte de su vida, regresó al pueblo con Juan José, su marido, para acabar sus días en la paz de la Alcarria, que no es ninguna manera disparatada de pensar sino más bien todo lo contrario. Como inquieta por el presente, y sobre todo por el pasado de Morillejo, doña Petra guarda un nutrido dossier de escritos y documentos del que ha tenido a bien entregarme una copia de todos ellos.
Cuando en estos pueblos de la Alcarria del Tajo se produce algún acontecimiento que valga la pena celebrar, como debió parecer a los buenos amigos de Morillejo la visita imprevista del recién llegado, enseguida se abre la puerta de la cueva para probar el vinillo natural que fermenta y se enriquece en sus bodegas. Los vinos naturales, sin trampas ni aditamentos, elaborados por lo general con uvas de sus viñas, pisadas en jaraices pueblerinos abiertos en la roca, suelen tener un sabor particular y característico, muy rico, ligeramente espumoso a veces; sería un interesante tema a tratar por expertos en un estudio profundo, antes que las modas de lo nuevo los hagan pasar a mejor vida. La elaboración del aguardiente, y de su variante el churú, merecerían un trato especial en ese estudio.
Reunidos junto a una mesa (pieza de auténtica artesanía, compuesta a manera de puzle con manera de olivo) tuvimos ocasión de hablar durante largo rato del presente y del pasado de Morillejo, de los usos ya idos y de las costumbres que se van manteniendo mientras que los jubilados todavía útiles conserven su buena disposición, tales como su vieja rondalla de violines, guitarras y laúdes, reconocida y premiada recientemente en FITUR, la Feria Internacional del Turismo. Conversación amena y estancia agradable con Petra, Juan José, Lolo y Ventura, en aquel plácido refugio de la cueva de Lolo a las puestas del sol, con la silueta como fondo de las Tetas de Viana en el contraluz buscando la noche.
Y noche era ya cuando pasamos a ver la iglesia. Un templo del XVII, bien cuidado y con ciertos detalles de interés, como su limpio retablo barroco, sus dos capillas laterales: la de la Virgen de Fátima y la de la Soledad, y el viejo órgano, sobre todo, que es la novedad en la pequeña iglesia. Se piensa que es obra también del siglo XVII, y se sabe que el día 11 de agosto de 1829 le alcanzó alguna piedra de la torre, partida en dos por un rayo, lo que obligó a ponerlo en orden meses después por el maestro organero don Manuel Cisneros, venido desde Ágreda, siendo cura don Juan Ángel Batanero Millana.
Morillejo, siempre a trasmano, escondido en un rincón de la Alcarria al margen de cualquier vía de comunicación importante, puede servir muy bien de modelo para considerar la esencia en general de nuestros pueblos, la llama encendida de un lugar con antigüedad de siglos, que, como en tantos más, amenaza con irse apagando poco a poco, a no ser que por milagro en alguna de aquellas vueltas insospechadas que a veces da el mundo, el medio rural se redima, encuentre su sitio, por gusto o por necesidad, entre las apetencias del hombre del futuro, cosa que en principio parece difícil.
(N.A. 2003)

miércoles, 1 de septiembre de 2010

PUEBLA DE VALLES, UNA ALMAZARA EN EL SALÓN



Debió de ser por estas mismas fechas del año ochenta y tres, cuando conocí este pueblo. La pompa de los jarales en flor por llanos y laderas, las tierras baldías por donde que cuza el camino, me parecieron campos de algodón. En esta última visita la estampa de los campos, camino de la Sierra Norte, ha venido a ser la misma. Escribí entonces cómo desde el alto de las eras Puebla de Valles es era un lugar de cobertura parda, de iglesia esbelta colocada por encima de la fronda de la alameda, de pintoresca imagen que se adornaba, como en los algunos cuadros de los impresionistas franceses, con el romántico barandal de un puente sobre el arroyo. Todo, buscando la solana de un cerro que se corona con los troncos retorcidos de los olivos multicentenarios, y se viste de largo con el faldón sanguino de las cárcavas que bajan hasta el fondo de los barrancos.
He vuelto a Puebla de Valles después en varias ocasiones y por muy diferentes motivos, atraído las más de las veces por la amistad con un personaje excepcional, que si bien no residía allí cuando conocí el pueblo, si que fue una suerte el conocerlo poco tiempo después en un segundo encuentro con aquel lugar, cuando una vez jubilado como trabajador de la Compañía Telefónica -que ejerció finalmente en Barcelona durante muchos años- decidió volver a su lugar de origen, rehacer como vivienda un viejo molino de aceite, y quedarse allí para el resto de sus días. Manuel Sanz Iruela se llama este singular personaje; un castellano antiguo que es todo corazón, y al que le gusta practicar, sin dar oportunidad a que decaiga, uno de los ejercicios más saludables y menos frecuentes en estos tiempos nuestros: el ejercicio de la amistad.

En la casa de Manolo Sanz
En esta ocasión no ha sido el pueblo en sí el que me ha puesto en camino hacia este bellísimo, pero escondido rincón de los valles del Alto Jarama, ha sido el recuerdo de Manolo, y el de Ofelia, su señora esposa, lo que en las mismas puertas del verano me ha llevado a tomar los caminos de la sierra y darme el placer de compartir unas horas en su compañía como un personaje más de la familia, allí, en el más singular de los escenarios posibles, el de su casa-molino -“Molino del Rulo” es su nombre-, lugar de cita de tantos buenos amigos, donde todo el mundo es por costumbre bien recibido.
Encuentro a Manolo trabajando en su oficio de restaurador al que se entrega en cuerpo y espíritu. Está limpiando un viejo farol de aceite, de aquellos que tiempo atrás se emplearon durante la noche para asistir al ganado en los casillos o en las parideras de esta serranía; la última pieza a incorporar al bien nutrido muestrario de trebejos y de objetos olvidados que en el pasado fueron de uso corriente en el medio rural. Se sorprendió Manolo y se alegró de mi inesperada vista.
- Yo creo que ya tenías faroles de esta clase en tu colección –le he dicho.
- Claro que tengo, muchos, y de distintos modelos –ha sido su respuesta.
Me enseña encantado, como siempre que paso por su casa, el fuerte de los utensilios y aperos de labranza que tiene en una especie de cobertizo, al que se sube por una escalera desde el patio. No voy a enumerar lo que hay allí, ni en que cantidad, porque hay de todo, diverso y repetido. Pasamos después a la bodega, excavada en tierra y piedra, una cueva de las que como tantas más de las de su especie tan abundantes son en muchos pueblos de la provincia, sobre todo en la Alcarria, y que las buenas gentes de no muchos años atrás emplearon durante siglos para usos diferentes, pero de manera especial para conservar el vino de sus propias cosechas y para guardar los productos perecederos de las huertas. Una vez dentro, a ruego de su dueño se impone tomar medio vaso de vino fresco extraído de la tinaja directamente, de esos vinos que nos suelen regalar con un sabor distinto en cada lugar, en cada cueva, incluso en cada tinaja. En las oquedades de las paredes y en cualquier rincón de la cueva, aparecen objetos extrañísimos. Aquí me enseña unos cuantos machetes a modo de espadines antiquísimos, de esos que rara vez habremos visto en los libros de historia. Mientras tanto, me explica cómo todas aquellas cosas han llegado hasta él.
-Pues mira, algunos de estos objetos y los que verás después, los compro; otros me los regalan, y otros son trastos viejos que me encuentro por ahí.
Se trata de útiles de trabajo, movibles la mayor parte, del curioso arsenal que llena la casa de Manolo; pero lo más sorprendente, y lo que hace que su colección de cosas antiguas sea distinta a las muchas que hemos conocido en otros pueblos, es que, como a modo del clásico barquito de vela metido inexplicablemente dentro de una botella de cristal, en esta casa hay toda una almazara dentro del salón comedor. Sí, se trata de todo un viejo molino de aceite, con sus voluminosas muelas de piedra, su prensa colosal, y el enorme brazo de madera para hacer contrapeso, que allá andará con los mil quinientos o los dos mil kilos de peso, propio de este tipo de industrias del pasado. Y en el mismo salón los muebles, los libros, los cuadros, los sillones, la mesa comedor, y todo lo que normalmente debe de haber en un espacio destinado para vivir en familia. Siempre que pasé por aquí me hice la misma pregunta: Y todo esto cómo, por qué, para qué…
- Pues mira –me explica Manolo. Me daba pena que habiendo vivido la gente y trabajado toda su vida en el pueblo durante muchas generaciones, los que vengan después se olviden de todo aquello, de tantas cosas, de tantos usos, de tantos instrumentos de trabajo. Aquí hubo cuatro molinos de aceite y cuatro lagares. Aquello suponía el medio normal de supervivencia para el cincuenta por ciento de la gente. Éste era uno de aquellos molinos. Cuando vino la filoxera se acabaron las viñas, y en el pueblo se centró más en la cosa de los olivos.
- ¿Cuántos centenares de objetos antiguos se pueden contar dentro y fuera de la casa?
- No lo sé. Casi todo es chatarra de poco valor. No sé los que habrá; pero varios cientos sí que hay.
- ¿Suele venir la gente a ver todo esto?
- Sí que vienen, sí. Como detalles te puedo decir que de la Universidad de Alcalá, vienen algunas veces cursos enteros de estudiantes.
- Lo que no dejará de ser un tanto molesto, sobre todo para tu familia.
- No; para mí no es nada molesto; más bien todo lo contrario. Comprendo que a lo mejor a la familia algunas veces no les guste tanto como a mí, pero como lo he hecho en plan Quijote, me ilusiono con ello.
Espacio y dinero. Una vivienda así y con todo lo que hay dentro, llevará un coste importante de ambas cosas ¿no?
- Hombre, dinero no ha sido mucho lo que me ha costado. Y de espacio, pues ya ves, como la casa es grande, hay sitio para todo.

Manolo escritor
Pero no queda ahí todo lo que nuestro hombre ha hecho por su pueblo; pues hace sólo unos años -en colaboración con Francisco Martín Macías, un informático cordobés que un buen día descubrió los encantos de este apacible rincón de los valles del Jarama- Manolo se planteó la tarea nada fácil de escribir un libro al que tituló “Puebla de Valles, usos y costumbres, cuentos y leyendas” que publicó Aache en su colección “Tierras de Guadalajara”, en donde, con abundancia de fotografías y bien documentado texto, se da noticia del presente, y sobre todo del pasado, de este pueblo singular, cuyo contenido en 240 páginas, se lo puede imaginar el lector con solo conocer su título. Es en una palabra la vida de un pueblo antiguo en todos los aspectos, que sus autores quieren dejar para la posteridad, conscientes de que lo escrito es lo que prevalece por encima de los pueblos y de las personas que los habitan. Ni qué decir, que mi consejo es que un buen día te pases por allí, amigo lector. Manolo te enseñará su casa de mil amores, y en tu memoria, como a mí me ha ocurrido desde que anduve por este pueblo la primera vez, quedará marcado un recuerdo grato de los que jamás se olvidan.
Personas, circunstancias, tiempos y lugares. Lo mejor siempre: las personas.