lunes, 24 de octubre de 2011

A T A N Z O N

             Atanzón es uno de esos pueblos de la Alcarria que en línea de tres a parecen, muy en sus proximidades, a un lado o al otro del río Ungría, filial del Tajuña, sobre una de las comarcas más interesantes, y tal vez menos conocidas, de toda la Alcarria.
            Los campos de Atanzón por esta parte, es decir, por los llanos que encontramos al cabo de la cuesta subiendo desde Centenera, son campos de labor, llanos, aparentemente aceptables para el cultivo del trigo y de la cebada, aunque quizá excesiva­mente pedregosos en algunos parajes concretos de junto al camino, donde los hitos y la piedrecilla menuda suben hasta los surcos. Los almendros y las nogueras alegran a menudo el paisaje entre los sembrados.
            Acabamos de llegar a las primeras casas, a los primeros chalés del pueblo, a los ejidos que se avisan con la solitaria ermita de la Concepción al lado de la carretera. Una lamparilla de escaso resplandor rompe dentro de la ermita el mate de la oscuridad. Al cabo de un rato se llega a distin­guir, por detrás del altarcillo de fondo, una imagen de la Inmaculada.
            Hasta la plaza del pueblo se llega inmediatamente. Mucho ha cambiado -a mejor, por supuesto- la plaza de Atanzón durante los últimos años. No hace tanto que vi beber en el piloncillo de la fuente a las mulas de mi amigo el señor Domingo Roldán, cuando la plaza era de tierra.
            Hoy resultaría difícil pensar que hace unos años las mulas abrevasen en el pilón de esta fuente que, en su mismo centro, adorna la plaza.
            El nuevo edificio del ayuntamiento, con su escudo municipal de piedra y su reloj concejil como remate, da prestancia y categoría a una de las plazas más limpias y pulidas de toda la Alcarria. Las campanadas de las cinco caen pausadas, sonoras, solemnes, sobre las casas y sobre los huertos, sobre las barbecheras del llano y sobre las nimias parcelillas del barranco. El barranco es el valle del Ungría, que baja creando paisaje desde los altos de Valdesaz y de Caspueñas. Arriba, por encima del juego de pelota y a distinto nivel del que ahora estamos, el soberbio corpachón de la parroquia con el tejado de la torre plagado de palomas.
            La calle que baja hacia el lavadero se llama Calle Fuente Alonso. Es una calle pina, una calle en vertiente que tiene a mano derecha dos parques, uno para los niños y otro para los ancianos. En el parque dedicado a los ancianos hay bancos de piedra, mesas de piedra, sombra de álamos, de acacias y de sauces por todo él, y hasta una fuente surtidor con doble cazuela superpuesta que en este momento no echa agua; se cubre, en cambio, de hojas secas como las fuentes de jardín en las pinturas románticas del diecinueve. Sobre una peña tosca colocada exprofeso, se puede leer en severa placa de granito: "Parque San Blas. Como homenaje a nuestros mayores, que lo construyeron para generacio­nes venide­ras. Atanzón, 3.2.1992."
            Bajando hacia el lavadero por el camino de los huertos, en la casa que hace esquina con la calle del Depósito, hay un curioso dintel de piedra labrada sobre la puerta con relieves interesantísimos, animales domésticos, herramientas antiguas de uso común, las cruces de un calvario... Al amparo de la mucha humedad de la Fuente Mayor, que mana por dos chorros abundantes que corren hacia las albercas, crecen a la caída del barranco árboles altísimos. Los chopos, los sauces, las higueras, el fornido nogal, casi no permiten ver el suelo entre las malezas y los zarzales. El camino baja a la par con dirección al abierto valle del Ungría. Lejos, a uno y otro lado de la vega, el arroyo de Valdespartal, la Liendre, la cuesta del Perrillo, el Cantero; y junto a nosotros, los repechos abancalados de la Peracha y el Barrancal, que es por donde a la caída están los huertos.
            El señor Ciriaco viene por el camino a retocar, no sé que contó, en un tablarcillo que tiene más abajo. El señor Ciriaco se lamenta de que hayan desaparecido, con aquello de la enferme­dad, todos los olmos que daban sombra por allí. Luego me puso al corriente de las celebraciones del pueblo: la fiesta de San Agustín a finales de agosto, y la romería multitudinaria con función en los llanos de la vega, en la que hay caldereta o paella para todos, y que tiene lugar durante la mañana y parte de la tarde el último domingo del mes de mayo.             
            -Aquello está muy bien. La vega se llena de gente ese día. Vienen muchos coches con gente de fuera. A la hora de la comida preparan una paella, y lo que salga, para todo el mundo.
            Desde el camino del Barrancal, pasando por la Fuente Mayor, es todo cuesta que hay que subir hasta la ermita de la Soledad. Es aquella una ermita grande, donde guardan durante todo el año los pasos de Semana Santa. Junto a la ermita, al otro lado del camino, hay un parque nuevo, chiquito, coquetón, con arbolillos jóvenes, bancos donde sentarse a descansar, una fuente que funciona girando el grifo, y una especie de crucero en mitad sobre columna, que a uno le recuerda aquellos otros que los antiguos plantaban por los cruces de caminos en tierra de Galicia. La estampa en su conjunto (parque, crucero y ermita) resulta francamente hermosa.

sábado, 22 de octubre de 2011

BUJALARO, RIBERA DEL HENARES

            Han pasado muchos años, demasiados años, desde que anduve por estos parajes ribereños del Valle del Henares por primera vez. Busco en archivos y me encuentro con que son veinticinco, un cuarto de siglo y me parece que fue ayer. Cuando en aquella mañana de octubre del año 1980 aparecí en Bujalaro, anduve por sus calles, recorrí algunos de los parajes más cercanos en la ancha vega de los huertos que hay en la vertiente izquierda del río, algunas de las casas eran diferentes a como ahora son; aún vivía el frondoso olmo de la plaza al que hoy sustituye otro muy joven y de especie distinta. Las calles y las casas tal vez estuviesen en peor estado de cómo hoy las encuentro, pero el pueblo -cercenado ya por el azote cruel de la emigración de los años sesenta- todavía contaba con casi dos centenares de personas, el triple, más o menos, de las que ahora tiene. Por lo demás, todo en Bujalaro sigue siendo igual: las mismas casas, las mismas calles, la misma portada de su iglesia plateresca de San Antonio Abad, que si entonces tanto llamó mi atención, ahora no lo ha sido menos, y si no todos, sí algunos de los amigos que conocí entonces, que con una buena carga de años más sobre sus espaldas, siguen haciendo frente a la vida en aquel lugar, uno de los más tranquilos y apacibles de toda la provincia, adonde acabo de entrar en otra mañana fresca y clara, transparente y sutil, tan lejano de aquel de mi primer viaje.
           Acabo de dejar atrás, a la caída de “el cerro más perfecto del mundo” la villa de Jadraque. Para tomar la carretera que me llevará hasta el Valle del Henares debo girar enseguida a mano derecha hacia el desvío que pasa junto a las naves de los artesanos que trabajan el alabastro. A Bujalaro se llega en un instante. Ya lo tengo ahí, escondido en el llano al otro lado de la alameda. El lavadero público y las primeras casas del pueblo quedan al pie de las peñas del Castillo, de un castillo que no existe y que quizás nunca existió. La mañana es soleada y fresca. En una mañana de un día cualquiera del mes de noviembre, las calles de Bujalaro, como las de casi todos los pueblos de la sufrida Castilla, están desiertas. Los pocos que son deben de andar metidos en sus casas junto al fuego, o tomando el sol en cualquier esquina al abrigo de las primeras inclemencias serias del tiempo que nos viene.
            He llegado a la plaza. La plaza de Bujalaro, dedicada al periodista Antonio Pérez Henares, está partida por la curva de la carretera en dos niveles: el superior, en donde está el ayuntamiento; y el inferior, en el que está la fuente y se solaza como fondo la ermita de San Pedro. La fuente de la plaza mana rumorosa por sus cuatro caños bajo la estatua antiquísima de un león de piedra. A mi lado el árbol que sustituye a la voluminosa olma muerta hace dos décadas cuando la enfermedad.
            La iglesia de San Antonio Abad queda en un lateral de la plaza, al lado de la carretera. La portada de la iglesia de Bujalaro es una de las muestras más valiosas del arte plateresco en nuestra provincia. No se conoce quién fue el autor de esta portada, pero no me extrañaría que hubiera sido el mismísimo Alonso de Covarrubias quien la diseñase y dirigiera los trabajos en el año 1540, como así queda escrito en la piedra sobre uno de sus artísticos capiteles. La puerta de la iglesia está abierta. Doña Lucía Moreno y otra señora que la acompaña andan limpiando en su interior. Dos mujeres muy amables, enamoradas de su pueblo y de las cosas de su pueblo, que me permitieron conocer la iglesia por dentro, y me hablaron de las principales necesidades de Bujalaro, dando prioridad a la restauración de la ermita de San Pedro, empeño de solución en el que el pueblo ya se ha puesto en camino.
            - Sí, señor -dice doña Lucía- Hemos abierto una suscripción para arreglar la ermita. La gente va respondiendo bien; pero aún no tenemos bastante dinero. La suscripción sigue abierta, y esperamos que el pueblo nos ayude todavía más. La ermita es parte de la vida del pueblo, y San Pedro es nuestro Patrón. No podemos consentir que se nos caiga.
            Con la portada, comparten el esplendor del templo su artesonado y el magnífico retablo barroco, obra de mediados del siglo XVIII, que preside una imagen del titular de la parroquia, San Antón, especialmente venerado en Bujalaro a lo largo de toda su historia.

           Suelo andar con pies de plomo siempre que, de regreso a cualquiera de los pueblos por segunda vez, deseo contactar con los amigos que dejé por allí en mi primera visita. Han pasado muchos años y son muchos, una inmensa mayoría, los amigos de entonces que ya no existen. Por fortuna no es éste el caso de Bujalaro, donde en mi primer viaje conocí a don Lorenzo Butrón, a su hija Tere y a su hijo Juanjo. Nuestro hombre debe ya andar próximo a los ochenta años, camina apoyado en un bastón, y lo encontré en el salón de su casa escribiendo sus memorias en un ordenador. Don Lorenzo no tiene otros estudios que los que pudiera cursar cuando fue niño en la escuela del pueblo. Luego fueron el campo y el ambiente rural el medio en el que se desenvolvió su vida. El interés de don Lorenzo por la cultura ha sido evidente desde su juventud, pese a las dificultades que marcaron el ritmo del vivir de los pueblos en tiempos pasados. Hoy, cuando las fuerzas apenas le sirven para ninguna otra actividad, ahí lo tenemos, sentado delante de la pantalla, y tecleando en “Windows” una o dos páginas cada día del libro de su vida, rebuscando en los escondidos rincones de la memoria, poniendo cada cosa en su lugar desde los años de su niñez, y sintiéndose feliz durante horas y horas volviendo a vivir el tiempo ya vivido.
            - Es verdad; me lo paso muy bien. Hay días que me siento delante del ordenador después de desayunar, y no me levanto hasta la hora de comer.
            - ¿Cuántas páginas lleva ya escritas?
            - Unas doscientas.
            - ¿Por qué periodo de su vida está trabajando en este momento?
            - Por los dieciocho años.
            Lo que quiere decir que cuando concluya sus memorias serán cerca de mil las páginas de apretado texto que haya escrito. No dudo que será un trabajo que merecerá la pena leer.
            Yo había terminado de leer por esos días la novela “Nublares”, escrita por Antonio Pérez Henares, el periodista y afamado escritor, hijo de Bujalaro, al que como antes dije está dedicada la plaza. Se trata de una novela fantástica, fruto de la brillante imaginación de su autor. El tiempo en el que se desarrolla la acción de “Nublares” queda cientos de siglos atrás, en cualquiera de los últimos periodos de la Prehistoria, y el espacio aquellos parajes próximos al cauce del Henares a su paso por Bujalaro.
            Pedí a don Lorenzo que me acompañase hasta el lugar de Nublares, el soberbio roquedo que abre en mitad, allá sobre la altura, la boca de una cueva en cuyo interior debieron de habitar, según el autor, los miembros de aquella importante familia de cazadores y pescadores prehistóricos que protagonizan el relato.
            - ¿Ha leído usted la novela de Chani?
            - Sí, claro. Es sobrino mío, pero me parece demasiado imaginativo.
            - ¿Se puede subir hasta la cueva?
            - Hay una senda para subir; pero eso es sólo para los excursionistas y para la gente joven.
            Son las doce de la mañana. Por los llanos del Huerto del Chocolatero sopla una ligera brisa que baja de la sierra. La tierra está mojada húmeda y las hojas de las nogueras caen sobre la tierra. Don Lorenzo y yo volvemos en coche por los caminos hablando de nuestras cosas.
(En la fotografía: "Ermita de San Pedro en la Plaza de Antonio Pérez Henares"   

jueves, 20 de octubre de 2011

ESCAPADA FUGAZ A LOS CONDEMIOS


            Los bosques que existen alrededor han tenido mucho que ver con el pasado artesanal de estos pueblos en el trabajo de la madera, esos apretados bosques de pinar que durante más de una centuria sirvieron de fuente inagotable de materiales para varias generaciones de carpinteros, cuya bien ganada fama se extendió por toda la comarca y por muchos lugares en provincias limítrofes. Las puertas de madera de pino, las mesas, las sillas y banquetas que durante décadas, y siglos quizá, fueron cubriendo las necesidades de tantos hogares, han de tener su espacio en las meritorias páginas de la artesanía provincial, una de las más brillantes de nuestro pasado.
            Hablar de carpintería en la provincia de Guadalajara nos trae enseguida a la memoria el nombre de Condemios. Los Condemios son dos, el de Arriba y el de Abajo. Los separa por carretera recta una distancia de diez minutos de camino a pie. El mayor de ellos, tanto en actividad como en número de habitantes, es Condemios de arriba, considerando como hermano menor al de Abajo, que a pesar de su proximidad nunca se ha tenido como pueblo rival, sino como pueblo amigo. Tanto el uno como el otro se han venido desenvolviendo con cierta holgura a lo largo de su historia, gracias al pinar vecino que les ha venido proporcionando material y trabajo. La ganadería, y algo también la agricultura, cuentan así mismo entre sus principales fuentes de subsistencia.
            Hasta hace tan sólo unos años, al andar por las calles de Condemios de Arriba (el primero que visitamos hoy) se respiraba envuelto en el aire sano de aquella sierra un suave olor a madera de pino, y llegaba hasta los oídos desde uno y otro rincón el sonido chirriante de las máquinas aserradoras. En estos últimos años se echa en falta al andar por la calle Mayor aquella esencia, a veces penetrante, a corazón de pino, y el soplido de las cuchillas en los talleres. Si el tiempo acaba con todo, así lo ha hecho también con las carpinterías de Condemios. Hace años que dejaron de trabajar las tres últimas que quedaban manteniendo encendida la llama de la tradición. Los carpinteros se fueron apartando del oficio por mandato de la edad, sin que haya habido nadie después que los sustituya. Dicen que la gente joven no siente el menor interés por seguir en el oficio de sus padres y de sus abuelos, y han preferido mirar al mundo bajo otra perspectiva.
    
        Todavía guardo en los archivos de la memoria algunos datos referentes a veinticinco años atrás con relación a Condemios de Arriba, en los que queda constancia de que su ayuntamiento ya mantenía un empleado municipal dedicado a mantener en orden la limpieza de las calles y de los jardines; contaban con una red general de gas propano a la que podía conectarse libremente cualquier vecino que lo desease; tenían así mismo un Centro Rural de Higiene dotado con toda clase de instrumental y Rayos X, y algunos otros servicios más de los que podía beneficiarse la población, tales como una panadería con maquinaria suficiente, pescadería y frutería. Las administraciones municipales funcionaban de manera distinta a como funcionan hoy, y la de Condemios de Arriba disfrutó, además, de la buena gestión del siempre recordado don Jesús Moreno, secretario de aquel ayuntamiento durante casi treinta años, y, desde luego, de los importantes ingresos que el municipio venía recibiendo cada año producto de sus bosques.
            En el pueblo se desprende todavía aquella chispa de distinción que ha venido manteniendo durante los últimos cincuenta años; pero el vivir diario es diferente. Los 250 habitantes de hecho que tuvo entonces se han ido reduciendo a menos de la tercera parte. El pueblo sigue limpio, muchas de las viejas viviendas han sido restauradas o vueltas a construir de nueva planta. Conserva su cuartel de la Guardia Civil, y al otro lado de la carretera se está desarrollando, poco a poco, una urbanización que multiplicará el número de habitantes y nutrirá el ambiente durante los meses de verano.
            Al final de la calle Mayor, subiendo una empinada cuesta se llega hasta la leve explanada de la iglesia de San Vicente Mártir, un rincón sugerente y romántico en esa hora que precede a la caída del sol en las tardes del verano. Desde la explanada de la iglesia uno ve cómo van cambiando de color las piedras del campanario bajo la pomposa sede de las cigüeñas. Condemios de Arriba tiene unos atardeceres característicos, transparentes, teñidos de tonalidades cálidas cuando el sol se descompone en cientos de luminarias entre las copas de los pinos a su caída por el camino de Galve. Y abajo el pueblo, en el llano, con el campanil del ayuntamiento señalando más o menos el punto medio de la calle Mayor, por donde están los parques y el juego de pelota; y al otro lado el denso pinar, y las torres de metal plantadas sobre la cima del Alto Rey, la montaña sagrada.
           Ya con el último sol nos ponemos en marcha hacia el otro Condumios. Con el coche se tarda dos minutos escasos en llegar. El pueblo, situado junto a la carretera, ligeramente en la solana, queda al pie de los altos de blancal que dicen de Los Llanos. Unas vacas con el pelo color caoba, todas iguales, pastan plácidamente en los pequeños prados al lado de los arbustos. Ya hemos llegado al pueblo. Hay una señora sentada a la puerta de su casa limpiando hongos de los de vender, los primeros boletus de la temporada que mañana pondrá a secar al sol en un harnero y que, con un poco de suerte, le pagarán después a precio de oro. La señora me dice que no es de allí, que es de Somolinos, pero que al morir su marido pensó quedarse allí a vivir con sus hijos.
  
          En Condumios de Abajo hay en realidad dos calles importantes que suben paralelas hasta la placita de la iglesia de la Natividad, dejando entre una y otra algunas callejuelas con recias casonas que se adornan con ricas piedras grabadas en los dinteles. Los pueblos de esta comarca son ricos en ese tipo de ornamentación piadosa, marcada sabiamente sobre las puertas y las ventanas de sus viviendas. Lástima que muchas de estas piedras las hayan dejado perder, o lo que es peor, las hayan vendido por cuatro perras gordas al especulador o al anticuario y aparezcan después adornando la fachada de cualquier mansión de nueva planta, muy lejos de allí.
            Condumios de Abajo contará seguramente con la mitad de habitantes que su homónimo de arriba, restringiéndose todavía más cuando comienzan a aparecer los primeros fríos en el mes de noviembre: “Para Los Santos la nieve en los cantos”, se dice por aquí. Estamos en junio y ya han comenzado a venir de la capital los primeros jubilados que, contando con la benevolencia de la climatología serrana, podrán disfrutar del ambiente de su pueblo hasta más allá de la fiesta del Pilar, dejando al pueblo después casi desierto, huérfano de juventud, sobre todo, que es el peor de los males posibles; pero con el tanto a su favor de muchas viviendas arregladas, auténticos palacetes para el verano algunas de ellas, casas de temporada que marcan el destino fin al de estos pueblos entrañables, a veces agónicos, a los que la vida ha dado al vuelta en el corto espacio de una generación.      

martes, 18 de octubre de 2011

ROBLEDO DE CORPES

                             

            Si al margen de la Historia documental, en esta ocasión corta e imprecisa, y de la investigación histórica, suscepti­ble siempre de nuevas apreciaciones, tuviese algún valor la Historia testimonial, es decir, la tradición, el hecho que dio lugar a estos versos del Poema pudo tener como escenario los declives fragosos de una dehesilla cercana al pueblo que los lugareños conocen como La Lanza.
            Canssados son de ferir ellos amos a dos
            ensayandos amos quál dará mejores golpes.
            Ya non pueden fablar don Elvira e doña Sol,
            por muertas las dexaron en el robredo de Corpes.
             Los más viejos del lugar aseguran que los pastores que andaban por aquellos contornos dieron agua de la Fuente Vieja a las hijas del Cid recogida en los sombreros.
            Robledo de Corpes, dentro de la media general de los pueblos de la comarca, es un pueblo grande, diseminado, un pueblo antigua para el que escogieron como lugar de asiento sus fundadores las tierras bajas que lindan con el cerro del Otero. Desde sus orillas se ve cómo se diluyen a lo lejos las cumbres pedregosas de la villa de Atienza, con la enseña de su castillo arañando el horizonte, y los picachos grises del Mojoncillo, más a la salida del sol, dominando un sinfín de alturas y barrancos infecundos, plagados de retamal.
            El fantasma del éxodo dejó en cuadro hace treinta o cuarenta años a este importante lugar de la sierra que ahora raya en mínimos su población. La calle principal o eje de todo el pueblo es la Calle Real. Desde la Calle Real se llega enseguida a la plazuela de la Iglesia, dejando a mano derecha el barrio de las Peñuelas y en sentido opuesto la calle de la Cataluña. La iglesia está colocada sobre un leve escalón que tiene por peana su propio pórtico por encima de la plaza. Recuerdo haber alcanzado a tocar con la mano las lajas de piza­rra de algún casillo en las calles del pueblo. Tres o cuatro fuentes, o quizá más, se reparten por los diferentes barrios: la de la Plaza, la del Medio, la fuente de la Fragua y la del Tiro, son sus nombres. Las tierras del término están llenas de fuentes.
            En Robledo de Corpes tienen por patrón a San Gil Abad, y por patrona a la Virgen del Rosario. Desde que el santo los libró, no hace muchos años, de una epidemia de saltamontes, el pueblo venera como copatrón a San Roque, del que la gente cuenta y no acaba siempre en favor del vecindario, de sus casas, de sus campos, de sus ganados y de sus cosechas.
    

  

sábado, 15 de octubre de 2011

H O R C H E


No es la corta distancia que la separa de la capital, ni tampoco el abierto carácter de sus gentes, lo que permite contar a la villa de Horche entre la media docena de pueblos más importantes de la Provincia. Todo podría influir, qué duda cabe, pero es preciso hurgar en los pliegues de la Historia, en la singular condición de sus moradores, y en esa apretada nómina de personajes de renombre que salieron de allí, para dar con una explicación más o menos acorde con la realidad de lo que es la villa.

Hace algunos años que el pueblo de Horche se tomó como una pequeña ciudad residencial, y bien que lo parece. Desde la entrada por la ermita de la Soledad hasta la otra ermita, la de San Roque, ese es todo su aspecto; sin contar, desde luego, con los modernos barrios de casas blancas, el nuevo pueblo, el Horche residencial del que antes hablábamos. Una placa de artística azulejería pegada sobre un enorme pedrusco invita a leer: "Aquí nació el 5 de marzo de 1692 Juan Talamanco, autor de la Historia de Orche. La asociación cultural Juan Talamanco en su trescientos aniversario (1692-1992). Horche 1992."

La calle que viene hasta el pueblo desde la ermita de la Virgen de la Soledad, es ancha y sombreada; con los hotelitos y los chalés de uno y otro lado recuerda aquellas largas avenidas de los viejos balnearios, que en tiempos dieron la impresión de ser residencia de reyes -algunos lo fueron-, y de los que en tierras de la Alcarria hubo por lo menos dos, a saber, el balneario de Mantiel y los baños de La Isabela. Uno y otro corrieron, en diferente pantano, corrieron la misma suerte.

Desde la bajada de la calle de San Roque, por una callejuela estrecha en restauración, flanqueada de bodegas subterráneas, se va hasta la plaza de toros. Horche tiene en las afueras una plaza de toros novísima, luminosa y bien ventilada, una plaza de toros que sirve de mirador sobre el pueblo y sobre el magnífico valle que forman a la caída las vegas del Ungría y del Tajuña.

A la Plaza Mayor se baja enseguida por una calle muy pina del barrio del Albaicín, junto con el de San Sebastián uno de los más antiguos de los barrios de Horche; se ha dicho que el Albaicín se pobló con familias de moros rebeldes traídos desde las Alpujarras, y de cuyo paso por aquí después de tantos siglos quedó a perpetuidad el nombre del barrio.

La Plaza Mayor es cuadrada. Como final de la calle de San Roque y principio de la calle Mayor, las dos en vertiente, la plaza queda ligeramente inclinada. Un grupo de jubilados conversa animadamente sentados en un banco bajo los soportales del ayuntamiento. La Plaza Mayor, soportalada y céntrica, lleva en su estructura a pesar de las reformas el sello de las viejas plazas castellanas, y en sus calles adyacentes prevalece la impronta personal de las antiguas mansiones de la Alcarria, con sus aleros salientes, sus ventanucos expresivos, sus rincones de leyenda y sus artísticas rejas y balcones de buena forja.

Por la calle de la Iglesia hace esquina con la cuesta de San Sebastián el taller de los herreros. La calle de la Iglesia, y sus paralelas escaleras arriba o escaleras abajo, son el cogollo del Horche de pasados siglos, del Horche personal y diferente. La alta cúpula de la iglesia de la Asunción se distingue al fondo. La iglesia de Horche es de las más capaces y mejor cuidadas de toda la diócesis. En el silencio interior de la iglesia de Horche, palpita el ser y el estar de las imágenes en los retablos como algo vivo, acallado en la más estricta soledad de la tarde por el tic-tac del reloj que se deja sientir sobre una de las columnas del presbiterio. En esta iglesia ejerció su misión pastoral durante dos años don José Mora Velasco, beatificado en 1992, y del que probablemente ni aun los más viejos del lugar guarden memoria; como tampoco, quizás, la guarden de don Ignacio Calvo y Sánchez, nacido allí en 1864, "curam misae et ollae", traductor del Quijote al latín macarrónico cuando fue seminarista en Toledo, y coautor con su paisano don Tomás Bravo y Lecea de una novela de carácter local a la que titularon "La flor de la Alcarria; silueta de una predestinada", a nado entre el realismo de la época y el tremendismo que se estilaría después.

La tarde anda de caída. El sol se va tiñendo de un rojo sanguino a medida que se acerca al horizonte, allá por los llanos que ocultan la capital en el poniente. Un avión a reacción parte en dos el cielo de la Alcarria. Con los mil ojos de sus ventanas mirando a la vega, la villa se dispone a entrar en la anochecida. Una bandada de chiquillos juegan y gritan junto a la antigua iglesia de San Sebastián.

(En la fotografía, "Ermita patronal de la Virgen de la Soledad"

jueves, 6 de octubre de 2011

PÁLMACES DE JADRAQUE


La aguja viajera de nuestra ruleta, señala hacia un punto concreto en la rosa de los vientos a que da lugar en su conjunto la informe geografía de esta provincia. Vamos por la carretera de Soria. Los conos gigantescos de Hita, de Padilla, de Jadraque, todos ellos con el nombre común de Cerro del Castillo, lucen a estas horas del día un dorado intenso. Los campos quedos de esta Castilla que descansa son un mar de paz.

Un indicador a mano izquierda señala llegado el momento el camino hacia Pálmaces. Es una carretera estrecha y complicada, que corre marcando las difíciles formas del terreno hasta perderse en las sombras que preceden al pueblo. Pálmaces esconde sus tonos color tierra detrás de la alameda. En estos serenos parajes, anuncio de los grises y mates de la sierra vecina, el invierno se deja sentir, incluso en los días de sol como el de hoy, hasta bien entrada la mañana.

El pueblo anda sumido en un silencio profundo. Dentro, apenas se oye el soplo del viento en el pretil, luego de haberse estrellado con fuerza en la arenisca barroca de la portada de la iglesia. Pálmaces, en la soledad que propicia el día, presenta todo el aspecto de un pueblo señor que añora su pasada vitali¬dad, de un pueblo herido de muerte por la tragedia de la vega que se tragó el pantano y que forzó la emigración apresuradamente, despiadadamente, hasta dejarlo en cuadro, pero con ganas de vivir, como bien lo demuestra el nuevo aspecto de algunas de sus calles

En la Calle Mayor todavía es posible encontrarse con casonas antiguas, de fortísimos aleros dañados por las lluvias y por los soles de tantos años, muestrario fiel de lo más genuino en la arquitectura tradicional de la comarca. Juego de ocres y de sombras en cualquier rincón, que varían de intensidad y de tono según la postura del sol. Desde lo que fueron las eras, se ve la inmensa charca a que dan lugar las aguas del Cañamares allí detenidas, y las colinas entre las que se encaja el embalse presididas por el Cerro Picozo. Desde los callejones del Aroril, la llanura y el embalse sobre los campos de la vega ofrecen otra visión de verdadero impacto.

La actual ornamentación de tantas viviendas remozadas, cuidando con escrúpulo el gusto y el estilo personal que les viene de herencia; el aspecto de la Plaza Mayor, ajardinada y con instrumental a la vista para que disfruten los chiquillos de los veraneantes; el típico rinconcillo con crucero en mitad, extraño y sorprendente en estas latitudes que pisamos, no lejos del atrio de la iglesia, siempre con el espejo azul de las aguas poco más allá de las últimas casas, son, entre otros, los detalles más significa¬tivos que hoy distinguen al pueblo.

No lejos de nosotros se advierte, minúscula, la ermita de la Soledad, y las bodegas colando la roca; y en el declive, que acaba junto a la superficie del embalse, los chalés rodeados de árboles, cuya imagen romántica por aquellos parajes preserranos, se acrecienta y enriquece cuando las aguas suben. Al fondo, en las afueras, los cerrucos grises, las terreras rojizas, el manto verdinegro de las capotas del pinar.

La Plaza Mayor de Pálmaces es diferente a la primera que conocí. La iglesia parroquial queda al borde de la plaza; es uno de los edificios religiosos más sólidos y mejor conservados en su estructura de los que conozco, por lo menos por cuanto a su aspecto exterior se refiere. Alguien habló del buen sonido de las campanas que penden de la torre.

- Como éstas no las hay. Tienen un sonido divino. Cuando tocan las tres, parece que cantan los ángeles.

Por las calles de Pálmaces, y aun teniendo en cuenta la vuelta al pueblo que se le ha dado en su favor durante los últimos quince años, todavía pueden verse detalles ornamentales que sacan a la luz el sentido artístico de sus antiguos dueños: florituras curiosas y cuerpos de aves exóticas dibujados a dedo, son muestra de una muy peculiar -algo infantil, quizás, pero personalísima- manera de hacer. A lo largo de una gira postrera, antes de apartarse del pueblo definitivamente, porque el tiempo apremia y las mañanas no dan para más, uno se encuentra a cada paso con nombres de calles de evocadora denominación: Plaza de Cristo Rey, Calle Héroes del Alcázar, Pasaje de la Muela, EVa Duarte de Perón...

Pálmaces de Jadraque, en la lista de los pueblos más antiguos de Guadalajara, lugar con solera y tradición destacadas, se adormece por aquellas vegas del Cañamares un poco expectante; rendido como tantos más al capricho de los tiempos; sostenido dignamente por las cuatro docenas de habitantes con los que todavía cuenta, y por el cariño de los oriundos que acuden a él atraídos por el irresistible calor de la sangre, es hoy, en vísperas del nuevo milenio, un escondido paraíso residencial, acogedor y saludable que, cuando menos, bien vale la pena conocer.

lunes, 3 de octubre de 2011

A D O B E S


Adobes ya no es adobes, que ya es de piedra, me dijo unas horas después de haber estado allí un vecino de Piqueras. Yo diría algo más, piedra sí, pero piedra colocada con elegancia, con sentido común, con un empeño ejemplar por engrandecer su pueblo, y con dinero, con mucho dinero por parte de los vecinos, de los que viven fuera y también, supongo, por parte de las instituciones. Adobes, amigo lector, allá por los perdidos aledaños del sur de Molina, por aquellas serrezuelas que tiene al septentrión el arroyo Piqueras, es en su categoría el pueblo mejor cuidado que conozco.

Un largo barandal de rejería y murillos de piedra nos llevan hasta el corazón del pueblo desde la entrada. Es todo ello como un mirador hacia la riada de tierras de labor de la vega que dicen del Pandero, y con la otra que corta en perpendicular y que por allí conocen por los Quiñones. Al instante se llega a la plaza que queda al pie mismo del campanario, airosa y elegante, digna competencia en galanura e interés con la que viene a continuación coincidiendo con el atrio de la iglesia, en cuya margen izquierda se sitúan, una detrás de otra, las fachadas de la iglesia de Santa Cristina, con bella portada renacentista, y la del ayuntamiento, nueva y de corrido balcón. En medio, la ya típica farola capitalina que adorna tantas de las plazas mayores de nuestros pueblos.

Adobes, la antigua Adoveo que en sus anales menciona Zurita, es pueblo alargado por situación. Sus casas, colocadas en línea, corren de levante a poniente en dos calles paralelas y balconadas, sobre un mar de campos donde los sufridos labriegos de otra hora gastaron sus vidas a la busca del merecido pan de cada día.

Al poco de haber entrado en Adobes, uno se da cuenta de que es, además de todo lo dicho, un pueblo sano, de casas restauradas y cómodas, de artística rejería al estilo de Alustante, y de otras rodenas más antiguas labradas con esmero, con cierto empaque señorial como corresponde a la tierra a la que pertene¬cen. Le sobra luminosidad, orden, limpieza incluso, cielo azul para dar y tomar al pueblo de Adobes, pero le falta gente, aunque en pleno mes de agosto esa carencia apenas si se le echa de menos.

Se cosechaban trufas, según alguien me contó en otro viaje que hice al pueblo hará una docena de años; si bien, el campo y la ganadería era por entonces su principal manera de salir adelante. Ahora, tal vez ni aun eso siquiera. Tienen su fiesta patronal en honor de Santa Cristina y de la Virgen de la Cabeza a mediados de agosto; antes, se repartían las dos fiestas locales a lo largo del año, una en el mes de septiembre y otra en abril. El hecho de cambiarlas y de ponerlas juntas en un rinconcito del calenda¬rio, se debe, como es fácil suponer, a que es la del verano la única temporada en la que hay gente. Circunstancia que se repite en la inmensa mayoría de los pueblos.