lunes, 24 de octubre de 2011

A T A N Z O N

             Atanzón es uno de esos pueblos de la Alcarria que en línea de tres a parecen, muy en sus proximidades, a un lado o al otro del río Ungría, filial del Tajuña, sobre una de las comarcas más interesantes, y tal vez menos conocidas, de toda la Alcarria.
            Los campos de Atanzón por esta parte, es decir, por los llanos que encontramos al cabo de la cuesta subiendo desde Centenera, son campos de labor, llanos, aparentemente aceptables para el cultivo del trigo y de la cebada, aunque quizá excesiva­mente pedregosos en algunos parajes concretos de junto al camino, donde los hitos y la piedrecilla menuda suben hasta los surcos. Los almendros y las nogueras alegran a menudo el paisaje entre los sembrados.
            Acabamos de llegar a las primeras casas, a los primeros chalés del pueblo, a los ejidos que se avisan con la solitaria ermita de la Concepción al lado de la carretera. Una lamparilla de escaso resplandor rompe dentro de la ermita el mate de la oscuridad. Al cabo de un rato se llega a distin­guir, por detrás del altarcillo de fondo, una imagen de la Inmaculada.
            Hasta la plaza del pueblo se llega inmediatamente. Mucho ha cambiado -a mejor, por supuesto- la plaza de Atanzón durante los últimos años. No hace tanto que vi beber en el piloncillo de la fuente a las mulas de mi amigo el señor Domingo Roldán, cuando la plaza era de tierra.
            Hoy resultaría difícil pensar que hace unos años las mulas abrevasen en el pilón de esta fuente que, en su mismo centro, adorna la plaza.
            El nuevo edificio del ayuntamiento, con su escudo municipal de piedra y su reloj concejil como remate, da prestancia y categoría a una de las plazas más limpias y pulidas de toda la Alcarria. Las campanadas de las cinco caen pausadas, sonoras, solemnes, sobre las casas y sobre los huertos, sobre las barbecheras del llano y sobre las nimias parcelillas del barranco. El barranco es el valle del Ungría, que baja creando paisaje desde los altos de Valdesaz y de Caspueñas. Arriba, por encima del juego de pelota y a distinto nivel del que ahora estamos, el soberbio corpachón de la parroquia con el tejado de la torre plagado de palomas.
            La calle que baja hacia el lavadero se llama Calle Fuente Alonso. Es una calle pina, una calle en vertiente que tiene a mano derecha dos parques, uno para los niños y otro para los ancianos. En el parque dedicado a los ancianos hay bancos de piedra, mesas de piedra, sombra de álamos, de acacias y de sauces por todo él, y hasta una fuente surtidor con doble cazuela superpuesta que en este momento no echa agua; se cubre, en cambio, de hojas secas como las fuentes de jardín en las pinturas románticas del diecinueve. Sobre una peña tosca colocada exprofeso, se puede leer en severa placa de granito: "Parque San Blas. Como homenaje a nuestros mayores, que lo construyeron para generacio­nes venide­ras. Atanzón, 3.2.1992."
            Bajando hacia el lavadero por el camino de los huertos, en la casa que hace esquina con la calle del Depósito, hay un curioso dintel de piedra labrada sobre la puerta con relieves interesantísimos, animales domésticos, herramientas antiguas de uso común, las cruces de un calvario... Al amparo de la mucha humedad de la Fuente Mayor, que mana por dos chorros abundantes que corren hacia las albercas, crecen a la caída del barranco árboles altísimos. Los chopos, los sauces, las higueras, el fornido nogal, casi no permiten ver el suelo entre las malezas y los zarzales. El camino baja a la par con dirección al abierto valle del Ungría. Lejos, a uno y otro lado de la vega, el arroyo de Valdespartal, la Liendre, la cuesta del Perrillo, el Cantero; y junto a nosotros, los repechos abancalados de la Peracha y el Barrancal, que es por donde a la caída están los huertos.
            El señor Ciriaco viene por el camino a retocar, no sé que contó, en un tablarcillo que tiene más abajo. El señor Ciriaco se lamenta de que hayan desaparecido, con aquello de la enferme­dad, todos los olmos que daban sombra por allí. Luego me puso al corriente de las celebraciones del pueblo: la fiesta de San Agustín a finales de agosto, y la romería multitudinaria con función en los llanos de la vega, en la que hay caldereta o paella para todos, y que tiene lugar durante la mañana y parte de la tarde el último domingo del mes de mayo.             
            -Aquello está muy bien. La vega se llena de gente ese día. Vienen muchos coches con gente de fuera. A la hora de la comida preparan una paella, y lo que salga, para todo el mundo.
            Desde el camino del Barrancal, pasando por la Fuente Mayor, es todo cuesta que hay que subir hasta la ermita de la Soledad. Es aquella una ermita grande, donde guardan durante todo el año los pasos de Semana Santa. Junto a la ermita, al otro lado del camino, hay un parque nuevo, chiquito, coquetón, con arbolillos jóvenes, bancos donde sentarse a descansar, una fuente que funciona girando el grifo, y una especie de crucero en mitad sobre columna, que a uno le recuerda aquellos otros que los antiguos plantaban por los cruces de caminos en tierra de Galicia. La estampa en su conjunto (parque, crucero y ermita) resulta francamente hermosa.

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