martes, 8 de mayo de 2012

Rutas turísticas: POR TIERRAS DEL JARAMA Y LA CAMPIÑA ( I I )


     Desde Uceda vamos a volver sobre lo andado, siguiendo con­tra  corriente las vegas del Jarama. Las distancias, con  fortuna para quienes han de viajar por aquí con frecuencia, no son  lar­gas, y sí que resulta atrayente y novedoso el espectáculo  visual que vamos dejando entre pueblo y pueblo. Durante un largo  trecho será protagonista el paisaje.

     El Cubillo nos queda ahora a la derecha de la carretera,  y algo  más adelante, pero a nuestra izquierda, Casas de Uceda,  el pueblo que alza sobre el llano la mole monumental de su  iglesia. Algo más adelante se informa en un cruce de caminos que Cogolludo queda a 31 kilómetros si seguimos en la misma dirección, que a la izquierda por la carretera serrana se va al Pontón de la Oliva, y que al mediodía, al remate de una recta de dos o tres kilómetros, está Villaseca. Vamos a tomar el ramal que parte hacia las  sie­rras del norte. La carretera es más estrecha, pero aceptable y en buen estado. El paisaje se compone de campos de cultivo,  algunos oterillos baldíos, y como vegetación arbórea más frecuente se  da la  encina,  el chaparrillo y las sabinas; más  adelante  se  ven también  nogueras. A medida que el camino se introduce  hacia  la sierra,  los campos se van tornando ásperos  paulatinamente,  las jaras  ocupan  su sitio sobre los descampados y  las  laderas  en donde es la maleza la que manda. Varios cuarteles de labor ocupan en  buena parte la hondonada del Valle del Jarama. El  río  corre manso  por debajo del puente. Ahora se nos brindan  dos  opciones interesantes: conocer Valdepeñas de la Sierra y conocer Tortuero, dos  lugares serranos tan próximos como  diferentes.  Conoceremos los dos con riguroso orden, comenzando por el que queda más cer­ca, es decir, por Valdepeñas.

     Una vez situados en el ramal que sube hasta Valdepeñas,  el pueblo se deja ver muy pronto, encrestado al final de un  fecundo vallejo de mies. La temperatura ambiente al subir a Valdepeñas se nota que desciende. El pueblo tiene todo el aspecto de una resi­dencia  veraniega,  mimado por los que vienen de la  capital  los fines  de  semana. Sobre la hilera de edificios que  miran  a  la solana  destaca el robusto torreón de la iglesia del pueblo,  con triple  vano  en la cara sur por la que mira al  barranco  de  la Fuente del Cubillo. La iglesia de Valdepeñas de la Sierra es  uno de  los contados ejemplos del arte protogótico que  la  provincia tiene para ofrecer en toda su longitud y anchura; en ella hay una voluminosa pila bautismal, en piedra repujada, que es pareja  en antigüedad y en estilo con el propio templo.
     Cuando se han recorrido los primeros metros por la carrete­ra que baja hasta Tortuero, uno se da cuenta de que pisa  tierras anónimas, si no desconocidas por lo menos muy poco frecuentadas, lo  que en cualquier caso supone una tremenda equivocación;  pues estas  primeras  estribaciones de Somosierra, agrestes  y  crudas como cualquier tierra alpina que se precie, resultan de una  be­lleza  fuera  de lo habitual, muy próximas a  la  metrópoli,  por cierto,  circunstancia  que algunos madrileños conocen  y  saben aprovechar en sus horas de asueto.

     Tortuero,  muy  al  contrario que  su  vecino  Valdepeñas, aparece medio arracimado en el fondo de una hoya por la que  pasa el  río Concha, afluente del Jarama con el que se unirá poco  más abajo. Desde la primera curva de la carretera que nos aboca en el barranco  se divisa la iglesia con su grupo de casas ocre que  la rodean; el cerro Campillo y el de la Cresta cierran la decoración de  manera  completa. Al otro lado del pueblo uno se  imagina  la chorrera  de  agua espumosa en  donde se despeña  el  arroyo,  un puente antiquísimo de piedra oscura por el que los campesinos  y pastores  de Tortuero regresaban al son de campana en cada  ano­checida, mientras que a nuestros pies, cuatro muros de argamasa y lajas de pizarra enmarcan tres cipreses afilados y otras  cuantas crucecillas de madera que florecen en medio de yerbas  silvestres y de flores de lis; es el cementerio. La primera sensación  jus­tifica cumplidamente una visita a Tortuero. Luego, metidos en las calles del pueblo, uno se encuentra con el consabido espectáculo de  la despoblación que amenaza con acabar con todo. Las  huertas de  tierra mullida, entre el pueblo y el arroyo, han  sido  desde antiguo  la  despensa común de los lugareños, ahora  en  vías  de inminente  desaparición,  si las formas de vivir  no  cambian  de rumbo.

     Dejaremos  aquí estas tierras para cruzar la  vertiente  en busca  de  otros  motivos  de interés.  Todavía  quedan  en  las proximidades de donde ahora estamos lugares que podrían  merecer la pena, siempre al hilo de estos que acabamos de ver, en los que la Naturaleza es dueña absoluta de hombres y de haciendas,  donde las  viejas  formas de desenvolverse van unidas  al  mandato  que desde antiguo les impuso el entorno. Seguro que alargar el viaje, si  acaso queda tiempo, hasta Valdesotos o hasta Alpedrete de  la Sierra, nunca será tiempo perdido.
 

POR LAS SIERRAS DE ALLENDE EL JARAMA

     La distancia en kilómetros que separa  a Tortuero de Puebla de  Valles es relativamente corta; por medio, las corrientes  se­rranas del Jarama, la estrecha franja de su cuenca y nada más. No obstante,  las  pésimas comunicaciones en tan  corto  espacio  de tierra, nos colocan al llegar a Puebla en un mundo diferente.

     Puebla de Valles, lo mismo que Tortuero, es otro de nuestro pequeños paraísos anónimos; un mar de calma hundido en la  ladera y  en los bajos de un barranco, que invita a contemplarlo  a  di­stancia antes de decidirse a bajar hasta él. La carretera  brinda desde  los altos una gratificante visión de este pequeño  munici­pio,  casi deshabitado. Desde el augusto mirador del camino,  uno se da cuenta en seguida de que se trata de un pueblo con  cober­tura  parda,  de iglesia esbelta colocada a  propio  intento  por encima del ramaje de una alameda, de pintoresca estampa que ador­na, como en los cuadros de los impresionistas franceses, el  seco barandal  de  un puente sobre el arroyo. Todo ello,  ocupando  la solana de un cerro que se corona con las tronqueras retorcidas de viejos  olivos. En el pueblo interesa la iglesia  parroquial,  en mal  estado;  se cubre el muro absidal con  un  sencillo  retablo neoclásico, en donde se ven pintadas figuras de obispos y escenas de  la  Pasión y Muerte de Nuestro Señor; sobre el suelo,  a  los pies  del altar mayor, hay nueve lápidas mortuorias con  sus  co­rrespondientes epitafios, que cubren los restos mortales de  hon­rados  caballeros del siglo XVII, prohombres, cabe  imaginar,  de aquellos valles, dueños quizá de honores sin cuento, de  personas y de haciendas hará cuatro centurias.


     Luego  Retiendas. El pueblo de Retiendas cae más al  norte, desviado a la izquierda según se avanza por la carretera que sube hasta  Tamajón. Retiendas une a su particular encanto  de  pueblo serrano,  acogedor y pintoresco, el contar en su término ‑sólo  a dos kilómetros de las últimas casas‑ las ruinas venerables de  un famoso cenobio medieval, levantado en aquel rincón ribereño  allá por los años finales del siglo XII. Se trata del monasterio cis­terciense de Bonaval. Tuvo monjes, naturalmente, esta joya aban­donada  y  maltrecha del tardorrománico castellano.  Vinieron  de Palencia hasta él en el año 1170 los frailes del Cister, bajo  la obediencia  a  un tal don Nuño, que fue su primer  abad;  y  allí permanecieron durante muchos años, hasta 1821 en que lo tuvieron que abandonar definitivamente. Tanto el paraje en donde se  halla como  las  ruinas en sí del monasterio, son un recogido  coso  de sosiego,  de  evocaciones  lejanas para quien  goce  de  corazón sensible,  de calma  hasta el extremo, de paz, de mucha paz.  En las  húmedas  praderas de Bonaval se conjugan, al abrigo  de  los hoscos cerros de su cercanía, las formas románicas de los capite­les  y  las corrientes del arroyo, en un  juego  entretenido  que vislumbran por doquier los álamos y las nogueras, el jaral y  las delicadas varillas del brezo. Los turistas de ocasión, que acuden por  aquí atraídos por la maravilla natural del rincón  en  donde reposa la piedra sillar del monasterio, acostumbran a no detener­se  bajo  los arcos apuntados que surgen en el  muro,  por  cuyas oquedades  se cuela el ramaje silvestre de las higueras y  tapiza la  yedra. El mecenas del viejo convento ‑ya hace años  de  ello‑ fue, según dice la Historia, el rey castellano Alfonso VIII.

     Tamajón es por estos lares  la capital de la Sierra, y  por añadidura  de todo el Macizo, al que volveremos más  adelante  en trabajo exclusivo y monográfico. Es muy probable que en la actual Tamajón estuviera la antigua Tamalla, refiriéndonos a los prime­ros siglos de nuestra era. Resulta de fe que en la antigüedad fue Tamajón  una ciudad importante. Existen en sus inmediaciones  las ruinas  de un convento de Franciscanos, fundado en 1592 por  doña María de Mendoza y de la Cerda,  y las de una importante  fábrica de  cristal  que estuvo produciendo vidrio de gran  estima  hasta mediados del siglo XIX. Se cuenta, que fue en esta llanura serra­na de Tamajón, donde el rey Felipe II pensó edificar en principio el célebre monasterio de San Lorenzo, que definitivamente  cons­truiría  en El Escorial de la sierra madrileña. También  aseguran sus  vecinos  que en el Arroyo de las Damas, que corre  junto  al pueblo,  se dieron en otros tiempos ‑dudo si históricos o de  le­yenda‑  las piedras preciosas. Fue célebre durante la  Independ­encia Española contra los franceses el "Cura de Tamajón",  Matías Vinuesa, famoso guerrillero que, el 4 de abril de 1821, fue saca­do violentamente de la cárcel  donde cumplía diez años de condena  por un grupo de liberales descontrolados y ávidos de sangre y de venganza, los cuales le asesinaron de inmediato y arrastraron después  su cuerpo por las calles de Madrid. El recién  instalado ayuntamiento  de la villa, permite hacernos idea de lo  que  pudo ser su viejo palacio de los Mendoza.


     Hoy es Tamajón un pueblo saneado y de impecable imagen. Los cerros  plomizos y los collados de su contorno lo  resguardan  de los  malos vientos, como quien preserva una joya del orín de  los tiempos. Sitio ideal para dedicarse a la profunda meditación,  al descanso y a la  contemplación en vivo de la naturaleza en su más pura y escueta desnudez.
     A  la salida de Tamajón por la carretera de la  sierra,  se alza  el robusto torreón de la parroquia. La primera iglesia  que tuvo  Tamajón fue románica, pero la actual, con  atrio  porticado incluso,  es  toda ella obra del siglo XVI. Más  allá  queda  la ermita patronal de Nuestra Señora de los Enebrales, desde la que se dominan las alturas más destacadas de la sierra con sus  pica­chos  oscuros y con sus aristas. Aquellas praderas mesetarias  de enebros y de abetos poco desarrollados, fueron  por  tradición sede de populosas romerías, a las que solían acudir devotos pro­cedentes de todas las aldehuelas del contorno. Es costumbre  que las  portonas de la ermita de Los Enebrales permanezcan  siempre abiertas  de par en par. Ahora impide la libre entrada  al  sacro recinto una reja de hierro; si bien, las puertas continúan abier­tas con arreglo a la costumbre. Son curiosas por allí las  formas que  suelen adoptar las piedras en los alrededores, pues las  hay haciendo  figura de arco, otras se doblan en  comedidas  curvas, otras, en fin, se contornean en farallones que la erosión consi­guió modelar con maneras caprichosas.
     A  las  sierras del poniente volveremos  después, en otro tiempo pero no demasiado tarde; allí tendremos ocasión de  vivir, en colaboración estrecha con los caprichos  paisajísticos  del Macizo,  la "aventura de los Pueblos Negros". De momento vamos  a regresar en buena hora hacia las veguillas de blancal que  regó, cuando  era más caudaloso, el arroyo Aliendre. Vamos a tomar  por sorpresa, zigzagueando por la carretera retorcida que baja de  la sierra,  la  histórica villa de Cogolludo, uno  de  los  antiguos cabeceras  de partido judicial, en donde habrá que detenerse  por un sinfín de razones que lo aconsejan. En el camino tenemos muy a mano  las aguas rugidoras del río Sorbe, que desciende a  trechos encajado  entre peñas; los pueblos escondidos de Muriel y  Arba­ncón, y, al final, Cogolludo, un clásico de la Geografía  Histó­rica de Guadalajara.

(Las fotos corresponden a una calle de Valdepeñas, al monastserior en ruinas de Bonaval, y a una plazuela de Tamajón)

1 comentario:

  1. Hola como siempre gratamente sorprendida por las nuevas rutas que está subiendo al blog no sé si tendré tiempo para pasear por todas ellas. He colocado un enlace en mi blog del suyo así cuando suba una nueva entrada los visitantes la verán y así puedan pasar por su blog para conocer otros lugares distintos de los que yo subo, ya que vivo en BCN y sólo paso unos días al año en esta zona y como no me gusta utilizar material de otros, pues eso, que poco a poco.
    Me encantaría que el turismo reactivara la economía de la zona así los jóvenes no tendrían que marcharse por falta de trabajo.
    Un saludo

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