A mitad de semana, y a eso de las once en un día cualquiera del mes de febrero, los pueblos de Guadalajara se quedan desiertos; si además el tiempo es desapacible, los pocos que son se quedan dentro de sus casas y sólo salen a la calle si tienen algún trabajo que hacer o la necesidad les obliga. Cuando sale el sol los pueblos parecen otra cosa.
Anduve últimamente por algunos pueblos del Alto Tajuña en uno de esos días ingratos en extremo, en una mañana de aquellas que invitan a quedarse en casa sentado junto al fuego. Cuando llega febrero se nota que los días duran, pero la gente, por lo que vi, no suele tenerlo en cuenta; sólo los trabajadores de las obras públicas y los que laboran al resguardo de algo, suelen aparecer embutidos en sus monos de tela gruesa a pie de tajo, o dentro de la cabina de un tractor con las puertas bien cerradas.
Alaminos es un pueblo que por su situación en el llano, al cabo de una cuesta que sube dibujando curvas desde la veguilla de Cogollor, tiene la posibilidad de ver a lo lejos las montañas de la sierra del norte cubiertas de nieve. De unos años a hoy, la plaza de Alaminos parece otra; la espadaña de su iglesia, la fachada del ayuntamiento, la fuente pública y la picota que ha poco movieron de sitio y alzaron sobre triple grada en mitad, se presentan ante los ojos del visitante en un espacio realmente pequeño. Hace diez o quince años nada de esto era así. La picota y la fuente eran una sola cosa, y un olmo viejo las acompañaba como vecino. El olmo, que corrió la misma suerte que tantos más de los olmos de nuestros pueblos, se secó, y apenas queda de él tan sólo el recuerdo.
Cogollor queda poco más allá, camino abajo, escondido detrás de las choperas como un cogollo de casas -lo dice su nombre- por encima de las huertas y de los sembrados. Quien esto escribe tuvo un amigo en Cogollor, el señor Eugenio, un hombre de corazón grande y de difícil caminar, que ya no vive.
Con el Tajuña por testigo, verdadero río de la Alcarria que por aquellas fechas bajaba salido de madre, se encuentra uno en las vegas de Masegoso. Este de Masegoso, amigo lector que desconoces con detalle los secretos de la Alcarria, es uno de esos pueblecitos de la provincia de Guadalajara que durante la Guerra Civil quedaron convertidos en ruina por los bombardeos. A excepción de la iglesia, que queda subida sobre un altillo en las afueras, y de alguno de los corrales que dan al campo, el pueblo es todo nuevo, las casas iguales, todas pintadas de un ocre llamativo, y la plaza tajada en arcos perfectos, marcados a compás por la mano segura del aparejador en los talleres de diseño, que allá por los años cincuenta tuvieron por misión dibujar sobre el papel las calles y las plazas de los pueblos devastados, y así quedaron al final: limpios y hasta cierto punto elegantes, pero inexpresivos, monótonos y faltos de aquella personalidad que hasta antes de la metralla habían ganado con el correr de los siglos. En Masegoso hay que distinguir entre la zona de chalés ajardinados que coge a mano derecha de la carretera, y el pueblo propiamente dicho que cae en sentido opuesto, justo hacia donde deberemos girar, salvando el nuevo intríngulis de caminos, para seguir el viaje.
La carretera que lleva a Las Inviernas pasa entre la iglesia y la calle más alta de Masegoso. Durante un par de kilómetros anda paralela a las choperas que anuncian el cauce del río; luego tuerce con disimulo en dirección norte y se alarga dibujando curvas hasta Las Inviernas. Este pueblo, y aún más El Sotillo adonde iremos después, son pueblos situados a trasmano, pueblos en los que jamás se perderá uno por casualidad viajando de paso, porque es preciso ir hasta ellos para perderse, tomarlos como punto de destino, al resguardo de la vertiente o al fondo de la vega en aquel que, al menos para mí, es el corazón de la alcarria por infinitas razones, tanto geográfico-paisajísticas como económicas, costumbristas y humanas. La plaza mayor de Las Inviernas queda abajo, a la entrada, junto a la carretera. Subiendo la cuesta van apareciendo la fuente vieja, la iglesia parroquial y el pueblo en su conjunto con las puertas cerradas casi todas. El Paseo de la Soledad coincide con la carretera de llegada, y va desde la ermita que restauraron no hace mucho hasta la plaza. Sin duda, y pese a que en un día como aquel fuera difícil encontrar un alma deambulando por las calles, Las Inviernas es el mayor de todos aquellos pueblos.
La carretera sigue hasta El Sotillo. El arroyo de San Roque, condenado a la sequía durante largas temporadas, pasa lamiendo los cimientos y lavando el pie de los árboles, rebosante la salida de Las Inviernas. Hasta El Sotillo se va por una carretera enrevesada de enésimo orden, por una carretera cómoda de andar sin cruzarse con persona o vehículo alguno en el camino. Un tapiz inmenso de verde ceniza nos rodea por un instante en cualquier dirección. La carretera se retuerce entre el bosque de encinas. Una cuesta, un descenso, una curva junto al pedregal, el cauce de un regato por el fondo de un vallezuelo... El Sotillo aparece al final. Es un pueblo de mucha agua y está rodeado de montañas grises. Los desagües de la vertiente bajan hasta la carretera apenas entrar. A mitad de la calle que baja hasta la plazuela en la que está la pequeña iglesia, se siente el rumor de los seis chorros en línea de la fuente pública: "Ayuntamiento de 1931. Siendo alcalde D. Alejo Langa". Como hay avenida, también mana por la boca la cabeza del ternerillo que hay pegada al muro y que en el pueblo reconocen por "la cabeza del perro".
No es el momento más apropiado para ir a El Sotillo, pero a pesar de eso uno recuerda que se trata del más rico en costumbres acerca de la Pasión de todos los pueblos de la Alcarria, y posiblemente de toda la provincia de Guadalajara. Los "mil jesuses" del día de la Santa Cruz, y los treinta credos sin volver la vista atrás del día de Viernes Santo, son costumbres heredadas de la vieja piedad de sus antepasados que el pueblo no debería dejar perder por nada del mundo.
En El Sotillo, un pueblo bello como pocos, no se acaba el mundo, ni la carretera tampoco; pues, haciendo un viraje no lejos de allí se puede llegar, por tierras de La Tajera, hasta Torrecuadrada de los Valles, Renales, Laranueva, y entrar en la autovía por La Torresaviñán, muy cerca de Torremocha del Campo ya en tierras de Sigüenza.
Anduve últimamente por algunos pueblos del Alto Tajuña en uno de esos días ingratos en extremo, en una mañana de aquellas que invitan a quedarse en casa sentado junto al fuego. Cuando llega febrero se nota que los días duran, pero la gente, por lo que vi, no suele tenerlo en cuenta; sólo los trabajadores de las obras públicas y los que laboran al resguardo de algo, suelen aparecer embutidos en sus monos de tela gruesa a pie de tajo, o dentro de la cabina de un tractor con las puertas bien cerradas.
Alaminos es un pueblo que por su situación en el llano, al cabo de una cuesta que sube dibujando curvas desde la veguilla de Cogollor, tiene la posibilidad de ver a lo lejos las montañas de la sierra del norte cubiertas de nieve. De unos años a hoy, la plaza de Alaminos parece otra; la espadaña de su iglesia, la fachada del ayuntamiento, la fuente pública y la picota que ha poco movieron de sitio y alzaron sobre triple grada en mitad, se presentan ante los ojos del visitante en un espacio realmente pequeño. Hace diez o quince años nada de esto era así. La picota y la fuente eran una sola cosa, y un olmo viejo las acompañaba como vecino. El olmo, que corrió la misma suerte que tantos más de los olmos de nuestros pueblos, se secó, y apenas queda de él tan sólo el recuerdo.
Cogollor queda poco más allá, camino abajo, escondido detrás de las choperas como un cogollo de casas -lo dice su nombre- por encima de las huertas y de los sembrados. Quien esto escribe tuvo un amigo en Cogollor, el señor Eugenio, un hombre de corazón grande y de difícil caminar, que ya no vive.
Con el Tajuña por testigo, verdadero río de la Alcarria que por aquellas fechas bajaba salido de madre, se encuentra uno en las vegas de Masegoso. Este de Masegoso, amigo lector que desconoces con detalle los secretos de la Alcarria, es uno de esos pueblecitos de la provincia de Guadalajara que durante la Guerra Civil quedaron convertidos en ruina por los bombardeos. A excepción de la iglesia, que queda subida sobre un altillo en las afueras, y de alguno de los corrales que dan al campo, el pueblo es todo nuevo, las casas iguales, todas pintadas de un ocre llamativo, y la plaza tajada en arcos perfectos, marcados a compás por la mano segura del aparejador en los talleres de diseño, que allá por los años cincuenta tuvieron por misión dibujar sobre el papel las calles y las plazas de los pueblos devastados, y así quedaron al final: limpios y hasta cierto punto elegantes, pero inexpresivos, monótonos y faltos de aquella personalidad que hasta antes de la metralla habían ganado con el correr de los siglos. En Masegoso hay que distinguir entre la zona de chalés ajardinados que coge a mano derecha de la carretera, y el pueblo propiamente dicho que cae en sentido opuesto, justo hacia donde deberemos girar, salvando el nuevo intríngulis de caminos, para seguir el viaje.
La carretera que lleva a Las Inviernas pasa entre la iglesia y la calle más alta de Masegoso. Durante un par de kilómetros anda paralela a las choperas que anuncian el cauce del río; luego tuerce con disimulo en dirección norte y se alarga dibujando curvas hasta Las Inviernas. Este pueblo, y aún más El Sotillo adonde iremos después, son pueblos situados a trasmano, pueblos en los que jamás se perderá uno por casualidad viajando de paso, porque es preciso ir hasta ellos para perderse, tomarlos como punto de destino, al resguardo de la vertiente o al fondo de la vega en aquel que, al menos para mí, es el corazón de la alcarria por infinitas razones, tanto geográfico-paisajísticas como económicas, costumbristas y humanas. La plaza mayor de Las Inviernas queda abajo, a la entrada, junto a la carretera. Subiendo la cuesta van apareciendo la fuente vieja, la iglesia parroquial y el pueblo en su conjunto con las puertas cerradas casi todas. El Paseo de la Soledad coincide con la carretera de llegada, y va desde la ermita que restauraron no hace mucho hasta la plaza. Sin duda, y pese a que en un día como aquel fuera difícil encontrar un alma deambulando por las calles, Las Inviernas es el mayor de todos aquellos pueblos.
La carretera sigue hasta El Sotillo. El arroyo de San Roque, condenado a la sequía durante largas temporadas, pasa lamiendo los cimientos y lavando el pie de los árboles, rebosante la salida de Las Inviernas. Hasta El Sotillo se va por una carretera enrevesada de enésimo orden, por una carretera cómoda de andar sin cruzarse con persona o vehículo alguno en el camino. Un tapiz inmenso de verde ceniza nos rodea por un instante en cualquier dirección. La carretera se retuerce entre el bosque de encinas. Una cuesta, un descenso, una curva junto al pedregal, el cauce de un regato por el fondo de un vallezuelo... El Sotillo aparece al final. Es un pueblo de mucha agua y está rodeado de montañas grises. Los desagües de la vertiente bajan hasta la carretera apenas entrar. A mitad de la calle que baja hasta la plazuela en la que está la pequeña iglesia, se siente el rumor de los seis chorros en línea de la fuente pública: "Ayuntamiento de 1931. Siendo alcalde D. Alejo Langa". Como hay avenida, también mana por la boca la cabeza del ternerillo que hay pegada al muro y que en el pueblo reconocen por "la cabeza del perro".
No es el momento más apropiado para ir a El Sotillo, pero a pesar de eso uno recuerda que se trata del más rico en costumbres acerca de la Pasión de todos los pueblos de la Alcarria, y posiblemente de toda la provincia de Guadalajara. Los "mil jesuses" del día de la Santa Cruz, y los treinta credos sin volver la vista atrás del día de Viernes Santo, son costumbres heredadas de la vieja piedad de sus antepasados que el pueblo no debería dejar perder por nada del mundo.
En El Sotillo, un pueblo bello como pocos, no se acaba el mundo, ni la carretera tampoco; pues, haciendo un viraje no lejos de allí se puede llegar, por tierras de La Tajera, hasta Torrecuadrada de los Valles, Renales, Laranueva, y entrar en la autovía por La Torresaviñán, muy cerca de Torremocha del Campo ya en tierras de Sigüenza.
(En la fotografía: "Fuente del Perro" en El Sotillo)
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