martes, 15 de febrero de 2011

ALMOGUERA EN VIAJE DE PASO


La simple visión escrita de su nombre (Almoguera: Almugara, que en árabe significa “cueva”) nos viene a decir que esa raza, el moro, tantas veces presente en nuestra historia nacional, algo tuvo que ver con los orígenes y con los primeros vagidos como municipio de esta importante villa situada en la Alcarria Baja. La cueva, o las cuevas en el cerro son una de sus señas de identidad.
La presencia musulmana, porque los azares y las circunstancias lo quisieron así, nunca ha sido ajena a la vida de Almoguera y así lo sigue siendo también en nuestros días, pues en su escudo de armas, con cuatro siglos de antigüedad como mínimo por insignia, figuran cortadas las cabezas de tres moros: enseña hoy, botín en otro tiempo, cuya razón figura en las páginas de la Historia de Castilla como centro de una de las más sonoras victorias conseguidas por el rey Alfonso VIII contra los almohades, la de las Navas de Tolosa en 1212, donde parece ser que algunos componentes de sus milicias concejiles se hicieron notar por su osadía, incluso un personaje destacado y nacido allí, el canónigo de la catedral de Toledo Domingo Pascual, que fue el portador durante la pelea del guión personal del arzobispo don Rodrigo Jiménez de Rada. De todo ello existen datos suficientes y precisos que permiten, sin mucho margen para el error, reconstruir los momentos más importantes del pasado de la villa, y del que es un resumen su escudo de armas, cuya descripción transcribo de un antiguo original, del Diccionario Madoz escrito hacia el año 1850: “Hace Almoguera por armas tres cabezas de moros, dos banderas encarnadas con unos signos árabes, y en medio una cruz y un castillo”. Después se ha sabido que en las dos banderas de color rojo lo que hay escrito, en tipografía árabe, es la frase “Gua-la Galib-ila-Allah”, es decir, “No hay vencedor sino Dios”, traducido a nuestro idioma.
Después de un largo periodo de tiempo sin entrar en Almoguera, salvo viajando de paso hacia alguno de los pueblos de su comarca, me doy cuenta de que la villa ha cambiado mucho desde la última vez que anduve por allí; y ha cambiado, sobre todo, por cuanto se refiere a infraestructuras en defensa de su seguridad frente a las fortísimas avenidas de los arroyos y en la edificación de nuevos barrios alrededor del pueblo antiguo, del Almoguera conocido por todos anterior a las riadas, y, desde luego, sin descartar la gracia del castillo, reconstruido de manera testimonial sobre la misma base que antes tuvo la fortaleza histórica y que ahora sirve como espacio libre de recreo para quienes deseen aprovecharse de él. Una idea feliz y un logro que, cuando menos, merece la aprobación y el aplauso de quien hace años lo conoció como un altiplano inmundo, como fondo a la iglesia y a la torre de la iglesia, que en Almoguera como en Chinchón son edificios aparte.
En la media mañana de un día de invierno, las calles de Almoguera nada tienen que ver con aquellas otras que vi en ocasiones precedentes, cuando la fiesta del Cristo de Septiembre o el día de la Cruz de Mayo, coincidiendo con sus fiestas mayores. No recuerdo cuál fue con exactitud el año aquel en el que se dieron cita en Almoguera, con motivo de la Cruz de Mayo, varios poetas y oradores de lo mejorcito que había en España en el arte de la palabra (Ochaíta, Suárez de Puga, el padre Venancio Marcos, Rafael Dullos y Fray Justo Pérez de Urbel, entre algunos más), para deleitar al auditorio con su ajustada palabra a lo largo de las catorce estaciones de un Viacrucis por el camino de la ermita. Recuerdo que siendo muy joven anduve por allí como espectador. Debió de ser en la primavera del sesenta y seis, año antes o año después; pero fue sin duda una jornada memorable en la historia cultural de la villa. Don Cayo Martínez, sabedor como pocos del pasado reciente de su pueblo, me lo confirmó ilusionado en la plaza del ayuntamiento:
— Sí; tiene usted razón. Aquello dejó nombre en el pueblo. Nunca más se ha vuelto a hacer cosa semejante.
La situación del pueblo, entre el cerro de la Magdalena y el altiplano que dicen de las Sierpes, resulta comprometida. Queda en la confluencia de dos arroyos, habitualmente secos, que le vienen de dos vallejos con ancha vertiente y que se unen justamente allí, junto al mismo pueblo, donde en épocas no lejanas el medio natural advirtió al vecindario con algo más que un aviso, y con ello me refiero, sobre todo, a la tragedia ocurrida el 25 de julio de 1987, cuando una tremenda avenida de agua de tormenta asoló una buena parte de la villa, destruyó varias viviendas, acabó con la vida de miles de animales, arrastró vehículos y convirtió al bello pueblo en un enorme fangal. Se han tomado medidas importantes para evitar que el hecho se repita, los canales de recogida de agua, potentes y capaces, que, aunque han cambiado de alguna manera la imagen urbana del lugar, también es cierto que han devuelto la tranquilidad al vecindario ante cualquier otro imprevisto semejante con el que hay que contar, como aquel que es sin duda una de las páginas más amargas del libro de su historia.
En Almoguera uno se encuentra con dos plazas, vistosas y muy próximas las dos: la Plaza de España que preside el edificio del ayuntamiento, y la de la Constitución, en la que concurren un parque, el frontón de pelota y un leve monolito colocado el primero de mayo de 1995 en recuerdo y homenaje a don Carlos Fernández Estrada. Los álamos que rodean al pequeño parque se alzan rectos como velas y con el ramaje acabado de cortar. Arriba, sobre el cerro de la Magdalena, los repetidores de la telefonía móvil se pierden en el gris azulado del cielo como útil tributo a la modernidad.
La iglesia parroquial de Santa Cecilia queda al final de una calle que sube escalonada con dirección al Cerro del Castillo. Por detrás de la iglesia debe de estar abierta en el cerro la cueva o cuevas de las que procede seguramente el nombre musulmán que lleva el pueblo, y en la que, según he leído en alguna parte, sirvió antiguamente de refugio a los mendigos que durante el invierno pasaban por allí. La visión desde la altura es completa sobre los barrios y los chalés edificados después de la última riada. Los patos navegan y se zambullen en las pequeñas pozas que hace el arroyo al bajar.
La iglesia nos da idea en su interior de la importancia del pueblo. Está formada por una sola nave, un hermoso retablo mayor de fondo al presbiterio y dos capillas laterales, de las cuales, una ellas perteneció a la familia de los Manriqués y fue fundada por don Juan Francisco Manrique de Lara y Bravo de Guzmán, obispo de Plasencia y de Oviedo, nacido en Almoguera de familia noble en el siglo XVI.
Excepción hecha de los cuatro ancianos que toman el sol en las esquinas de la plaza, en la villa cada cual está en lo suyo. Almoguera es un pueblo activo y sus gentes pasan las horas metidos en sus ocupaciones agrícolas, industriales o de servicios. En el bar Herreros, sito en la calle de Castilla-La Mancha, sirven un café que pone a tono el cuerpo y el alma del viajero a la hora de emprender el viaje de vuelta.

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